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Esclavitud y humanismo en el Nuevo Mundo

foto-sol  por María del Sol Romano, filósofa

Pugna de intereses en América

    El primer obispo de Michoacán, jurista y humanista español Vasco Vázquez de Quiroga y Alonso de la Cárcel (c. 1470-1565) viajó al Nuevo Mundo en 1531 como oidor de la Segunda Real Audiencia[2], que ejercía y representaba el gobierno de la Corona. Poco antes, en 1529, se había reunido una Junta en España para resolver la conflictiva situación provocada por la Primera Audiencia presidida por Nuño de Guzmán enLa conquista de Nuño Beltrán de Guzmán alumno: Josue López Bernal el territorio de Nueva España. Los excesos y abusos cometidos contra los aborígenes precipitaron la destitución de sus miembros y el nombramiento de otros nuevos. Cuando Quiroga llegó a Nueva España halló una tierra herida por la codicia y el expolio de muchos de los primeros encomenderos, que sometían a esclavitud a los indígenas[3]. Quiroga tenía ante sí la ardua tarea de encontrar una solución a este grave problema. Quizá es a partir de ese primer contacto con la tragedia de la población cuando debió empezar a plantearse la idea de concentrar a los indios en pueblos donde pudieran reunirse, sobrevivir económicamente y autogobernarse, como bien indica Paz Serrano[4].

      Con la Segunda constitución de la Real Audiencia llegó también a la Nueva España la prohibición de la esclavitud. Una medida con la que se pretendían detener los atropellos cometidos de acuerdo con lo que en 1504 había testado la reina Isabel I de Castilla:

[…] suplico al Rey y mando a la Princesa, mi hija, no consientan ni den lugar a Isabel la católica, reina de Castilla. Grandes personajes - Educapequesque los indios vecinos y moradores de las dichas Islas y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, sino que manden que sean bien y justamente tratados; y que si algún agravio han recibido, que lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo que por las letras apostólicas nos es infundido y mandado[5].

    Sin embargo, en 1534 la mayor parte de los encomenderos españoles, que estaban a favor de la esclavitud, alegaron ante el rey Carlos serias dificultades derivadas de la prohibición legal. Se revocó entonces la disposición inicial; aunque bajo ciertas condiciones y previsiones[6]:

Hemos sido informados por cartas y relaciones de muchas y principales personas, que de la aplicación de la Provisión del 2 agosto de 1530, que prohibía hacer esclavos de guerras justas y por otros motivos, se han seguido graves inconvenientes, como el seguirse más muertes de los naturales, el rebelarse los indios contra los cristianos y matarlos, el perderse haciendas y casas por no tener esclavos que las sustenten; y, al no poder comprar esclavos, éstos siguen idolatrando con sus antiguos señores, privándoles de hacerse cristianos con dueños españoles: y, en consecuencia, la tierra no se podrá Biografía de Carlos I de España - Carlos V de Alemania (Su vida, historia,  bio resumida)poblar y se perderá. A tenor de lo cual, platicado con nuestro Consejo de Indias, hemos decidido que los indios capturados en guerras justas puedan de nuevo ser reducidos a esclavitud, pero con estas condiciones: que las mujeres y los niños de catorce años abajo no puedan ser hechos esclavos; que los esclavos de Tierra Firme no puedan ser llevados a las islas; que la guerra no pueda ser iniciada sin el permiso del gobernador de la Provincia y de dos religiosos; que los indios así capturados se tengan como naborías libres hasta que las Audiencias den sentencia sobre si son esclavos o no; que, al ser informados que los caciques y principales indios hacen esclavos por causas injustas y livianas, hagan las autoridades averiguación de si lo han sido justamente a tenor de las leyes de nuestros reinos[7].

   Para esos encomenderos era necesaria una guerra justa para responder a la supuesta rebelión de los indios y, de esta manera, justificar la esclavitud. Varios religiosos y oidores se opusieron a la revocación. Entre ellos estaba Quiroga que, en 1535, escribe su obra Información en Derecho dirigida al Consejo de Indias.

      En este texto, el jurista español expresa su rechazo a quienes ocultan la verdad y persiguen sus propios intereses. Igualmente, se muestra dispuesto a no callar, sino a señalar la verdadera situación que viven los naturales y a tomar medidas al respecto, como también hiciera Bartolomé de las Casas - Wikipedia, la enciclopedia libreBartolomé de las Casas. Por ello, afirma Quiroga que “colorar y disimular lo malo y callar la verdad, yo no sé si es de prudentes y discretos; pero cierto sé que no es de mi condición, ni cosa que callando yo haya de disimular, aprobar ni consentir, mientras a hablar me obligare el cargo”[8]. En este mismo texto, Quiroga denuncia la admisión de la esclavitud de los indios bajo el pretexto de la guerra, porque, en realidad, lo que motivaba a muchos encomenderos era su codicia insaciable de riquezas y no de justicia.

La propuesta de Vasco de Quiroga

      Quiroga reacciona ante la violencia, la crueldad y la injusticia con que eran tratados los naturales. Sabía muy bien que las acciones de esos conquistadores eran contrarias al Evangelio, que había inspirado losMuere Vasco de Quiroga (14 marzo 1565) – España en la historia primeros documentos legales de la Corona española de conformidad con las bulas del Papa Alejandro VI de 1493. En consecuencia, advierte Quiroga: “si [los indios] estaban antes de la venida de los españoles en una tiranía puestos, opresos y tiranizados, ahora, después de venidos, los veo que están en ciento entre nosotros, debiendo ser todo al contrario, [de modo] que alabasen y conociesen a Dios en la libertad cristiana y saliesen de opresiones y tiranías”[9].

      Esto condujo a Quiroga a dedicar su vida y obra a la defensa de los indios y al reconocimiento de su dignidad. Pero la defensa de esta dignidad no se limitaba a palabras o escritos; el jurista español tenía un plan de acción, un proyecto concreto que asegurara y garantizara a los naturales una vida digna, que les permitiera arraigarse en una comunidad. Se trata de los pueblos-hospitales, una obra que fue pensada para prestar atención a grupos humanos considerados por el Oidor como indefensos y vulnerables: los huérfanos, los enfermos, los vagabundos o huidizos por temor a la esclavitud y a los trabajos forzados[10].

Ávila y Moreila hermanados por Vasco de Quiroga - Iglesia Española - COPE

      El jurista español veía en este proyecto un remedio para proteger a los indios de la injusticia causada por la codicia de algunos de sus compatriotas. Asimismo, lo concebía como un referente de las acciones a realizar y como un modelo a seguir[11], en la medida en que constituía una obligación moral y una oportunidad viable de resarcir el daño injustamente inferido, a decir de González Cruz[12]. Los pueblos-hospitales salvarían, por tanto, la conciencia de la Corona, cuya presencia en las Indias se fundaba en los documentos pontificios y su consiguiente obligación de evangelizar y civilizar a sus habitantes[13].

     Quiroga veía en su proyecto de pueblos-hospitales del Nuevo Mundo la ciudad ideal destinada a establecer un equilibrio entre lo espiritual y lo temporal. Por un lado, era el lugar para poner en práctica la organización política, social y económica a la que aspiraba otro humanista cristiano deTomás Moro - Wikipedia, la enciclopedia libre su tiempo, Tomás Moro, en su Utopía. Un intento, en definitiva, de recuperar las formas y el espíritu fraternal de las primeras comunidades cristianas. Esto se debió a que el jurista español observaba en el indio cualidades naturales que le conferían un carácter privilegiado para intentar reconstruir con ellos el ideal de la primitiva cristiandad[14]. Por ello, en su Carta al Consejo de Indias manifiesta que era necesario transmitir la doctrina cristiana a los indios:

[…] porque naturalmente tienen ynata de humylldad, obediencia y pobreza y menosprecio del mundo y desnudez, andando descalzos con el cabello largo syn cosa alguna en la cabeza […] a la manera que andaban los apóstoles[15].

       El pueblo-hospital era el lugar ideal para que los naturales pudieran perseverar en la fe cristiana y se mantuvieran alejados de un ambiente pagano, que tendía a propiciar la esclavitud. El pueblo-hospital era, pues, hogar, refugio, lugar de socialización y de trabajo; en fin, una escuela de la fe[16].

Balance

    Todo lo dicho hasta ahora podría interpretarse como una forma de justificar la conquista sin más. No obstante, el jurista y prelado español procuró conducirse según una recta conciencia ética y religiosa, como muestra su denuncia ante la barbarie y los abusos que observó como obispo y oidor de la Real Audiencia, condenando en todo momento las injusticias cometidas.

      Quiroga centró su atención principalmente en los más desfavorecidos, en las personas que, por naturaleza, eran dignas y libres y, sin embargo, no eran reconocidas en el espacio social y político. Se trataba de aquellos que estaban inmersos en un estado de servidumbre tanto antes como justo después de la llegada de los españoles.

   Ciertamente, la obra y actuación de Quiroga en la Real Audiencia, secundada por otras relaciones igualmente elevadas a la consideración del Consejo de Indias, permitieron la revocación de la Provisión dictada en 1534 por medio de las Nuevas Leyes y Ordenanzas de 1542, que prohibieron explícitamente la esclavitud de los aborígenes, conforme a la voluntad inicial manifestada por la Corona:

El Emperador reconoce públicamente que su principal preocupación ha sido la conservación y aumento de los indios, su conversión a la fe católica y buen tratamiento, como personas libres y vasallos nuestros como lo son: al tratarse de un asunto de gran trascendencia, lo ha encomendado al estudio y reflexión de personas de todos los estados, prelados, caballeros, religiosos y a los del Consejo de Indias, negocio que diversas veces había sido discutido y platicado ante el Emperador: éste estima que, al estar suficientemente maduro y para descargo de su real conciencia: ordena y manda que, de aquí en adelante, por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de rebelión, ni por rescate, ni de otra manera, no se puedan hacer esclavos indios algunos, y queremos que sean tratados como vasallos nuestros de la Corona de Castilla, pues lo son.

  Así, frente a esa estructura social que esclavizaba, excluía y desarraigaba a los indios, el proyecto de Quiroga se concretó en la construcción de una comunidad más justa, más humana, que fuera una fuente de arraigo, como luego iría desarrollándose en la América hispana debido a estos estímulos de raigambre cristiana.

[1] El presente texto es un extracto ampliado del artículo en francés “Simone Weil et Vasco de Quiroga. À propos du colonialisme et de l’enracinement”, publicado en: Cahiers Simone Weil, t. XLIII, n. 4, décembre 2020, pp. 373-389.

[2] En 1529, se reúne una junta en España para resolver una situación muy conflictiva en la Nueva España provocada por la Primera Audiencia. Esta última tenía la misión de representar a la Corona en la Nueva España y de gobernar. En vez de esto, sus miembros, que eran movidos por la codicia, se dedicaron a cometer una serie de injusticias y actos violentos particularmente contra los indios. Por esta razón, se decide establecer en 1530 la Segunda Audiencia, en la que Quiroga es nombrado “oidor”. Véase P. Serrano Gassent, Vasco de Quiroga: utopía y derecho en la conquista de América, Madrid, UNED-FCE, 2001, pp. 18-19.

[3] M. González Cruz, Teología de la misericordia, implícita en los escritos y en la praxis de Vasco de Quiroga (1470/1478-1565), Tlalpan, Universidad Pontificia de México, A. C., 2012, p. 11.

[4] P. Serrano Gassent, Vasco de Quiroga: utopía y derecho…, op. cit., p. 19.

[5] Véase L. Suárez, “Análisis del testamento de Isabel la Católica” en Cuadernos de Historia Moderna, nº 13, Editorial Complutense, 1992, p. 88.

[6] Véase P. Serrano Gassent, op. cit., p. 20.

[7] Provisión para todas las islas y tierras descubiertas (20 de febrero de 1534), en J. M Añoveros, “Carlos V y la abolición de la esclavitud de los indios”, Revista de Indias, nº 218, vol. LX, 2000, p. 72.

[8] V. de Quiroga, Información en derecho, México, SEP, 1985, p. 62.

[9] Op. cit., pp. 100-101.

[10] M. González Cruz, Teología de la misericordia…, op. cit., p. 119.

[11] Véase P. Serrano Gassent (ed), “Introducción”, V. de Quiroga, La Utopía en América, Madrid, Historia 16, 1992, p. 22.

[12] M. González Cruz, Teología de la misericordia…, op. cit., p. 120.

[13] P. Serrano Gassent, “Introducción”, La Utopía en América, op. cit., p. 22.

[14] P. Serrano Gassent, “Introducción”, La Utopía en América, op. cit., p. 7.

[15] V. de Quiroga, “Carta al consejo”, La Utopía en América, op. cit., pp. 57-58.

[16] Véase M. González Cruz, Teología de la misericordia…, op. cit., p. 122.

La filosofía como actitud vital

  por Víctor Zorrilla, filósofo

En un libro de Jorge Millas, titulado Irremediablemente filósofo. Entrevistas y discursos (selección y prefacio de Maximiliano Figueroa, Ediciones Universidad Austral de Chile, Valdivia, 2017), su estudioso y prologuista nos ofrece una serie de entrevistas y discursos pertenecientes a los últimos años de Jorge Millas (1917-1982). Resultado de imagen de jorge millasUno de los principales filósofos chilenos, Millas fue profesor en la Universidad de Chile y en la Universidad Austral. Hizo estudios de posgrado en filosofía y psicología en Estados Unidos. Fue profesor visitante en la Universidad de Columbia y miembro de varias sociedades académicas. Algunas de sus obras son: Idea de la individualidad (1943), Goethe y el espíritu del Fausto (1949), Ensayos sobre la historia espiritual de Occidente (1960), El desafío espiritual de la sociedad de masas (1962), Idea de la filosofía (1970) y La violencia y sus máscaras (1978). Entre sus principales influencias se cuentan Bergson, Husserl, William James y Ortega y Gasset.

En 1981, ante el creciente control ejercido por el gobierno militar en la vida universitaria chilena, Millas renuncia a su cátedra en la Universidad Austral y se dedica a la enseñanza privada. Con su vida y su enseñanza dio testimonio de coherencia moral frente al poder, sin perder ponderación y serenidad como comentarista político. A pesar de hacer una brillante carrera como profesor universitario, para Millas la filosofía consistía, sobre todo, en una actitud vital (“la filosofía debe estar siempre impregnando la vida”; p. 133). El volumen comentado aquí muestra esta vertiente del Millas dialogante. En las entrevistas se tratan temas filosóficos, políticos y existenciales, con chispas de humor y a veces de genialidad. Como introducción a la vida filosófica —es decir, a la actitud vital, no la erudición—, las intervenciones contienen pequeñas joyas. Millas explica que “el hombre filosofa cuando se da cuenta que en el mundo nada es obvio y que las cosas son siempre algo más de lo que parecen” (p. 130). Filosofar requiere, por otra parte, comprometerse vital y existencialmente: “filosofar es perder la tranquilidad. Y […] la tranquilidad se pierde porque el pensamiento […] nos priva de las certezas, nos hace desconfiar de las convenciones, nos arranca del seno materno del sentido común” (p. 51). Hay también lecciones de humildad intelectual: “El filósofo […] solo puede ayudar a clarificar los problemas […], pero no los resuelve” (p. 34).

En política, Millas se definía por un espíritu libertario y democrático (“la auténtica libertad es un derecho, no una graciosa concesión”; p. 60). Pero la libertad no es un valor absoluto; está en relación con otros valores y debe ser modulada por la responsabilidad. La democracia, por lo demás, no garantiza la buena conducción de los asuntos públicos, sino que es constitutivamente “un riesgo, una aventura” (p. 135).

Millas advierte contra dos peligros a los que la juventud está expuesta y ante los cuales la filosofía constituye un baluarte. El primero de ellos es la multiplicación de los saberes, con la consiguiente fragmentación y la pérdida de la unidad. La filosofía —explica Millas—, al tener por objeto la la totalidad, procura la integración del saber, previniendo así la “barbarie de la especialización”, para usar la expresión orteguiana. El segundo peligro son las ideologías, que “convierten en dogmas lo que es dudoso”, transformando así “una posibilidad de concebir la sociedad humana en la única concebible” (p. 129). La filosofía, al defender la autonomía de la razón, sostiene Millas, también previene a los jóvenes contra este peligro.

En cuanto desarticulador de ideologías, Millas representa muy bien el aspecto negativo o “destructivo” de la filosofía. La filosofía tiene, en efecto —como ha señalado Ignacio Ellacuría—, una doble función constructiva y crítica. Además de intentar comprender la realidad (aspecto positivo o constructivo), ella debe detectar y desarticular las ideologías (aspecto negativo o crítico), es decir, las teorías que, con pretensión de totalidad, enmascaran la realidad para servir a intereses políticos o económicos. En este sentido, la palabra de Millas invita al sereno examen crítico y al sano escepticismo ante entusiasmos fáciles: “en nombre de la patria se cometen las peores iniquidades […]. El noble concepto de patria se utiliza como excusa […] no solo por parte de los terroristas de izquierda sino, también, por parte de los terroristas que los combaten a ellos” (p. 113). ¿Cuál es la responsabilidad del estudiante universitario? No dejarse embaucar: “el ánimo exaltado, que ayuda a obrar, impide a menudo ver y pensar” (p. 37). Reacio a suscribir partidismos cómodos —“las palabras derecha o izquierda y toda la nomenclatura política no tienen la virtud de separar moralmente a las personas” (p. 108)—, Millas abogaba más bien por un humanismo que elevara la vida y promoviera el ejercicio responsable de las libertades ciudadanas en el marco de una auténtica democracia.

Personaje de claras reminiscencias socráticas, Millas ofrece el testimonio de una vida vivida en plena coherencia con sus convicciones filosóficas, aun ante las amenazas del poder. A la vez, Millas se muestra inserto en una problemática, la de la reflexión racional bajo una dictadura, que puede considerarse característica de la historia latinoamericana. El tema no es nuevo en el pensamiento hispánico: ya Francisco de Vitoria (1483-1546) habíaImagen relacionada propuesto, en un contexto diferente, una concepción del poder de raigambre tomista que, a la par que suscribía la doctrina de la soberanía popular, dejaba a salvo la validez del poder político legítimamente establecido. Tal concepción se basaba en una idea fundamental que proporciona a la reflexión política su cimiento metafísico: la del origen natural de la sociedad humana y, por tanto, del poder político erigido para gobernarla. De esta manera, Vitoria consiguió impugnar tanto el absolutismo monárquico como los movimientos de carácter anarquizante surgidos al filo de las reformas protestantes[1]. Un fundamento metafísico tal es quizá el único aspecto que se echa en falta en la reflexión milleana sobre la política (al menos, en los textos reunidos en este volumen). Ello puede explicar la tendencia hacia cierto escepticismo perceptible en el autor. En el pensamiento de Millas predomina, en efecto, la vertiente crítica sobre la vertiente constructiva.

Actualmente, las dictaduras son a veces más veladas, más disimuladas que las clásicas dictaduras militares que han sido objeto de una notable y meritoria literatura en Latinoamérica. La dictadura de la “corrección política”, por ejemplo, puede llegar a coartar la libertad de expresión tan eficazmente como la más siniestra policía secreta, con daño igualmente grave del debate público. En la actual coyuntura, dominada por el choque de ideologías de diverso signo sin posibilidad aparente de conciliación, Millas puede sugerir vías para asumir responsablemente la libertad del pensar y del decir como intelectuales y como ciudadanos.

[1] Para Vitoria, Dios es la causa eficiente del poder civil. Y lo es en cuanto creador de la naturaleza humana racional y social. Por lo tanto, la tesis vitoriana no es una tesis teocrática, como podría pensar un lector distraído: el poder civil proviene de Dios creador, no de Dios redentor ni de la Iglesia.

Raíces de los Derechos Humanos

  por Luis Suárez, Real Academia de la Historia

   Es falso que los derechos connaturales al ser humano sean el producto de un convenio o acción política, como llegarían a decir los revolucionarios franceses a finales del siglo XVIII al hablar de los derechos ciudadanos. El origen de esta visión radica en el gran proyecto luterano del siglo XVI. Éste representaba una ruptura seria, al negar a la persona la capacidad racional especulativa y el libre albedrío. Y es que la salvación espiritual del ser humano dependería de un destino prefijado desde su nacimiento. Fue la Escuela de teólogos de la Universidad de Salamanca la que reafirmó esas dos cualidades (racionalidad y libre arbitrio) como fundamento de los derechos de la persona humana en cuanto criatura de Dios.

   Desde su singladura, la Universidad de Salamanca mostró una mayor predilección por el estudio del Derecho. Su éxito fue tan grande que a finales del siglo XIV el Papa elevaría su rango al mismo nivel que la Universidad de París. Las dos compartían la racionalidad tomista. De ahí que en el siglo XVI y la mayor parte del XVII Salamanca fuera una especie de guía en los trabajos que llevaron a la primera trabazón constitucional de la Monarquía hispánica, formada por un conjunto de leyes fundamentales a modo de Ordenamiento General.

   Los estudiosos de Salamanca se apoyarían en la razón y en la fe para sostener sus tesis. En este sentido, la autoridad fue propuesta a todos los súbditos como norma de doble dimensión: la temporal, correspondiente al monarca, y la espiritual –superior a la primera− y que ejercería el Sumo Pontífice. Entre ambas debería existir unResultado de imagen de francisco de vitoria acuerdo de estrecha colaboración que mirara al bien común de la sociedad. De ahí la importancia acerca de la concepción de la persona, entendida no sólo como un mero ente biológico, sino como criatura que refleja la imagen de Dios a través de esas mentadas capacidades naturales que se integran dentro del orden moral dado por el Creador.

   La Monarquía hispánica intentó amoldar su funcionamiento y misión a este fundamento indeclinable. Desde mediados del siglo XIV, partiendo de los ordenamientos confirmados por las Cortes, Pedro IV de Aragón y Alfonso XI de Castilla habían considerado a la Monarquía como una forma de Estado que puede acomodarse a las circunstancias para procurar resolver los problemas que se planteen en cada tiempo. Pronto los Reyes Católicos y sus inmediatos sucesores guardaron las distancias entre la soberanía real (como señorío superior en la impartición universal de la justicia, es decir, en la aplicación del derecho a todos los súbditos) y la administración particular contemplada en los Fueros y Privilegios de cada uno de los distintos reinos que conformaban la Corona. Dentro de este esquema se admitía otro elemento organizador por parte de los maestros de Salamanca: la confesionalidad católica imponía que los súbditos, en el sentido pleno de la palabra (pertenencia a una comunidad política), eran únicamente los bautizados. Quienes no tuvieran esa cualidad podían ser admitidos en calidad de huéspedes, aunque quedaban resguardados sus derechos naturales (comunes a toda persona) independientemente de su origen o raza.

   Fue el Papa Clemente VI quien en 1346 sestó un duro golpe a la filosofía nominalista. Esta corriente afirmaba que la realidad sólo puede conocerse individualmente, esto es, por sí misma, sin que puedan inferirse otras consecuencias mediante un proceso racional Resultado de imagen de clemente VIde abstracción. Desde esta premisa y ante los descubrimientos de nuevas poblaciones primitivas en la costa africana del Atlántico, se planteó si a esos indígenas debían reconocérseles su condición de seres humanos. Eran muchos los pensadores que rechazaron la naturaleza humana de esas tribus y, por consiguiente, sus posibilidades de Redención. Sin embargo, Clemente VI esbozó entonces los derechos naturales inherentes a todo hombre (la vida, la libertad y la propiedad) según la lógica del realismo aristotélico-tomista que negaran los nominalistas. De acuerdo con esa óptica, resultaba ilícito someter estos pueblos a esclavitud. Más tarde, con el hallazgo del Nuevo Mundo en 1492, la respuesta salmantina iba a ser contundente: aunque los nativos careciesen todavía de la suficiente formación cultural, éstos eran plenamente humanos y así cabía tratarlos, instruyéndolos en todos los órdenes, especialmente en el de la fe, para que pudieran progresar como personas y alcanzar la Salvación.

   Formar a la persona se convertiría en el objetivo primordial de los maestros salmantinos. Para ello tuvieron que enfrentarse a los errores del individualismo nominalista y al reto que supuso el descubrimiento de América. ¿Qué trato se iba a seguir con los indios? Esa era la cuestión a dilucidar. El hecho de que ya antes se hubiera producido lo que conocemos como la revolución Trastámara, en el que la dinastía castellana aseguró el paralelismo entre los tres poderes políticos: legislativo (Cortes), ejecutivo (Consejo) y judicial (Audiencia), permitió a las nuevas tierras americanas conservar su estatus al ser incorporadas a la Monarquía de los Reyes Católicos. Esa es la razón por la que se preservó ese derecho político sin que se aplicara el sistema de colonias. Al contrario, se aseguró la condición de reinos y se fundaron otros noveles con la consiguiente salvaguarda de los derechos y deberes de quienes fueron desde entonces súbditos en plenitud de la Corona hispánica. El desglose de esos derechos será una cuestión que trataremos en la segunda entrega de nuestro estudio.

La espiritualidad católica en el arte mexicano (II)

 por Rodrigo Ledesma, historiador del Arte

Como dijimos en nuestro anterior artículo (https://cidesoc.wordpress.com/2017/11/26/la-espiritualidad-catolica-en-el-arte-mexicano/), en la obra del muralista Ángel Zárraga abundan los pasajes bíblicos y evangélicos en la zona noreste de la catedral de Monterrey, que son expuestos en el mural izquierdo o muro norte. (F. 1)  Al centro La Piedad, donde la Virgen vestida con túnica morada, símbolo del luto y manto azul en relación con lo celestial sostiene a su hijo muerto, que yace en su regazo con los brazos caídos; detrás de ella un resplandor simboliza la luz de la salvación y al mismo tiempo la luz solar de la región montañosa donde se ubica la ciudad de Monterrey. Toda la escena descansa sobre un pedrusco montículo. Aquí un referente del mismo Zárraga: en los Vía Crucis de la iglesia del Sagrado Corazón en la Ciudad Universitaria de París, 1936, y en el de la Iglesia de Saint-Martin de Meudon de 1940, la Estación XIII que narra cuando Cristo es entregado a su madre después de ser bajado de la cruz, la Virgen ataviada con largo velo azul y vestido largo morado, sostiene a su hijo muerto, representación que el artista reutiliza en el mural de la Catedral de Monterrey.

Debajo de La Piedad, un franciscano carga a un indio delante de una hoguera: ambas sucesos significan la redención, ya que Cristo al morir da la vida eterna y el fraile evangelizador salva de las llamas eternas al natural a través de la cristianización, por lo que de todo el conjunto emanan unas radiaciones transparentes denotando la expansión del cristianismo. Del lado derecho en un primer plano un franciscano da la comunión a un indígena hincado, que por su vestimenta con la capa era un personaje de mayor jerarquía; en el extremo unos cactus hieráticos entornan la evangelización de estas tierras. En un segundo plano está representado otro milagro de Jesús que es la Resurrección de Lázaro (Jn. 11. 1-46). De la cueva donde fue inhumado el hermano de Marta y María sale andando envuelto en vendas y Cristo con túnica blanca y manto rojo levanta la mano para llevar a cabo su prodigio. Arriba de la cueva, un árbol hueco guarece a la pequeña Virgen del Roble, la advocación mariana local y que es una de las pocas representaciones existentes. Del lado izquierdo del mural en primer plano está el milagro de la Sanación de un ciego (Jn. 9, 1-34), en el que Jesús con la mismas vestiduras, unta el lodo en los ojos del invidente al cual Zárraga viste como un personaje del siglo XX; el bastón roto alude al milagro de la recuperación de la vista, pues ya no será necesario usarlo. Una barda de tabiques separa a la escena del segundo plano en donde un franciscano sostiene una cruz y consuela a un indígena quien se hinca recibiendo la confortación espiritual. Al fondo unas edificaciones con almenas infieren el conjunto conventual franciscano de San Andrés que existió en la ciudad. Un maguey pinta el paisaje mexicano y en el fondo del mural la cordillera de la Sierra Madre ambienta todos los acontecimientos narrados en la localidad. Remata el mural igual que el anterior con ángeles de gran tamaño, ahora sustentando una cartela con el anagrama de Cristo y un par de indígenas sostienen el escudo de Monterrey. La firma en el ángulo inferior derecho: “ANGEL ZÁRRAGA 1945”. Esto nos indica que fue terminado antes que el de enfrente que fue el último.

(F. 1)

En la bóveda dividida en cuatro partes, ocho de las Bienaventuranzas de San Mateo (Mt. 5, 1-11) están representadas alegóricamente por medio de ángeles y filacterias con los textos en latín en letras mayúsculas, pero sin seguir el orden del texto bíblico. (F. 2)

Al fondo colindando con el muro del ábside, a la izquierda la cuarta Bienaventuranza: “BEATI, QUI ESURIUNT, ET SITIUNT JUSTITIAM: QUONIAM IPSI SATUBUNTUR”,  Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados; un ángel con vestido entallado azul extiende su mano diestra para consolar a una mujer hincada con velo y túnica en gris, mientras con la otra abraza al ángel compañero y en un segundo plano tanto trigo como frutos representan la abundancia. A la derecha la primera de las Bienaventuranzas: “BEATI PAUPERES SPIRITU: QUONIAM IPSORUM EST REGNUM CAELORUM”, Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; el ángel con vestido blanco de pliegues sueltos sostiene una esfera azul rodeada de estrellas y dentro de ella una pareja alude a las almas en el cielo.

En el siguiente tramo junto al muro sur y a la derecha la tercera Bienaventuranza: “BEATI MITES: QUONIAM IPSI POSSIDEBUNT TERRAM”, Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Un ángel con túnica marrón y sombrero encasquetado sostiene una esfera armilar y toca la cabeza de un joven con el torso desnudo quien se sostiene cogiendo la esfera celeste. Luego la Bienaventuranza ocho: “BEATI, QUI PERSECUTIONEM PATIUNTUR PROPTER JUSTITIAM: QUONIAM IPSORUM EST REGNUM CAELORUM”, Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos. El ángel con túnica verde y capa blanca, carga en sus piernas un cosmos del cual un hombre flechado toca con una de sus manos, personaje que es una clara referencia a san Sebastián.

En el segmento que da hacia la nave principal la segunda Bienaventuranza: “BEATI; QUI LUGENT: QUONIAM IPSI CONSOLABUNTUR”, Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados, que es lo que hace el ángel ataviado con un largo vestido rojo, reconfortando a una mujer con velo y vestido café. Continúa la quinta de las bendiciones: “BEATI MISERICORDES: QUONIAM IPSI MISERICORDIAM CONSEQUENTUR”, Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. El espíritu celestial porta un vestido naranja y con las manos en actitud orante mira al cielo, mientras que en el lado inferior derecho un hombre rescata a otro que se encuentra desfallecido.

Las dos últimas bienaventuranzas junto al muro norte corresponden a la sexta y séptima: “BEATI MUNDO CORDE: QUONIAM IPSI DEUM VIDEBUNDT”, Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Un sonriente ángel con vestido rojo y en la cabeza pañoleta con caídas en tablones traslúcidos, exhibe un pequeño libro en su mano derecha y la otra la recarga en el hombro de su compañero; abajo dentro de la figura de un corazón una pareja eleva sus oraciones. Y la séptima de las bienaventuranzas: “BEATI PACIFIC: QUONIAM FILII DEI VOCABUNTUR”, Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios.  La paz se representa con la paloma que lleva una rama en el pico, un hombre en el mar portando una cruz en el cuello y un arco iris, significando el perdón y la unión después de la tormenta todo el relación con el diluvio universal; es decir, la concordia entre el mundo antiguo y el moderno, el cual se simboliza con el rayo que es aparado en un pararrayos sostenido por el ángel con vestido naranja.

(F. 2)

Estos magníficos murales llevan una composición con figuras algo rígidas tal y como se trazaban los diseños pictóricos de esa época. Los colores suaves remiten a los grandes murales del Renacimiento italiano como los mismos de Fra Angelico y que Zárraga adapta a sus necesidades contemporáneas. El equilibrio de las formas en cada una de las escenas consigue transmitir un conjunto armonioso de gran riqueza espiritual, no sólo por los temas mismos, sino por la suavidad del tratamiento de los murales en sí.

A pesar que en el tiempo en que fueron pintados los murales se publicaron notas periodísticas en el diario local de Monterrey El Norte y en El Universal de la ciudad de México, o bien en las revistas capitalinas Tiempo y Revista de Revistas, los murales de la Catedral de Monterrey son poco conocidos y apreciados. Muchos años pasaron para que estos trabajos de Zárraga fueron al menos citados, como fue el caso de la publicación de la Historia del Arte Mexicano en 1982, en cuya sección de Arte Contemporáneo en el escrito de Delmari Romero Keith “Otras figuras del muralismo mexicano. Ángel Zárrga”, apenas si hace una mención al decir “y también trabajó en el interior de la Catedral de Monterrey”.[1]

Fue hasta principios de 1985 cuando se hizo una exposición sobre Zárraga en el Museo Tamayo de la ciudad de México que se escribieron algunos artículos periodísticos valorando más la obra del pintor. Uno de estos fue el de Antonio Rodríguez, “Al rescate de Ángel Zárraga”, donde escribe: “En su patria, Zárraga pinta tres murales: uno excelente, con una síntesis de religión y modernidad, en la Catedral de Monterrey”.[2] Otro texto fue el de la crítica e historiadora del arte Teresa del Conde, “Exposiciones de Ángel Zárraga y Aníbal Angulo”; aquí expresa que “Ángel Zárraga (1886-1946) es un ´pintor al que se menciona mucho, pero aparte de sus cuadros sobre futbolistas y del merecidamente famoso Exvoto de san Sebastián, de las colecciones del INBA, su obra es prácticamente desconocida para la generalidad del público y aun para los entendidos. En lo personal, recuerdo sus murales en la Catedral del Monterrey…”.[3]

Seis años más tarde, en 1991, se llevó a cabo una exposición en el Museo Nacional del Arte titulada Modernidad y modernización del arte mexicano, 1920-1969, en cuyo catálogo Jorge Alberto Manrique escribió el ensayo “Otras caras del arte mexicano”, en el que aborda la obra de Zárraga, diciendo escuetamente que “ejecutó murales en el Club de Banqueros de la ciudad de México y en la Catedral de Monterrey”.[4]

Con todo esto no queremos decir que no hubo escritos o crítica sobre la obra de Zárraga, sino que fue poco lo que se había publicado al respecto.

Guillermo Sheridan, escritor que estaba emparentado por ascendencia familiar con Zárraga, comenta de sus encuentros con su pariente a través de sus obras pictóricas. Para la exposición sobre el artista que se llevó a cabo en su natal Durango en el año de 2007 en el museo que llevaba su nombre, Sheridan escribió un texto para un pequeño catálogo en el que habla de los murales de Monterrey, siendo uno de los pocos que le otorgan un espacio a esas pinturas. “En Monterrey, en el umbral de la adolescencia, me halagó reencontrar al tío Ángel en la Catedral. Su ábside, decorado con sus fastuosos murales a la encáustica, era un respiro anímico y climático, un asidero a la tradición en una ciudad que la había suplantado por la acción industrial y comercial. La Catedral era la más valiosa y relevante prenda de esa ciudad remisa al arte. ¡Cómo me gustaba, escabullendo la vigilancia de un sacristán gotoso, llegar bajo el cenit de ese bermellón y cerúleo, y mirar hacia ese cielo accesible, donde un concierto de ángelas y ángeles pregonan las bienaventuranzas en sus airosas filacterias!” [5]

En la retrospectiva exposición en el Palacio de Bellas Artes Ángel Zárraga. El sentido de la creación, llevada a cabo entre mayo y julio de 2014, se exhibieron ochenta y cinco piezas, entre las que destacaron los dieciocho murales movibles al óleo Art Déco que el artista realizó para la Embajada de México en París en 1927 y que nunca se habían expuesto en conjunto. Uno de los temas de la muestra fueron los trabajos con tema religioso, pero que en su mayoría se mencionaron los que trabajó en Francia, haciendo mínima mención de los murales de Monterrey.

Bien dijo Teresa del Conde que a Zárraga se le conoce poco, a pesar que se han escrito varios textos sobre su obra. Uno de los mejores trabajos es el de Elisa García Barragán titulado Ángel Zárraga. Entre la alegoría y el nacionalismo, publicado en México por la Secretaría de Relaciones Exteriores en 1992, libro en el cual hace una recopilación de la obra conocida del pintor y en donde incluye una crítica realizada por José María González de Mendoza sobre los murales de Monterrey, enarbolándolos y afirmando que superan a los que el autor realizó en Francia: “La magnífica decoración realizada por Ángel Zárraga en el ábside de la Catedral de Monterrey cubre más de doscientos cincuenta metros cuadrados. Supera en amplitud y en variedad a las ejecutadas por el mismo artista en Francia, en la cripta de Surenes, en las capillas de Guébriant y de la Ciudad Universitaria de París, y en las iglesias de Réthel, Meudon y Saint Ferdinand des Ternes. Ojalá marque el comienzo de la renovación del arte religioso en México”.[6]

El hecho de que los murales de Monterrey no estén en la ciudad de México, tal vez sea una de las causas por las que no se les ha dado la importancia debida ni la valoración que merecen, al mismo tiempo que son poco conocidos, o bien, porque no tratan de los temas con los que identificamos al Muralismo Mexicano como son los triunfos obreros y campesinos de la Revolución, o la lucha de clases entre capitalistas y proletarios, o pasajes de la historia nacional, ya que su tema es religioso y porque Ángel Zárraga no estuvo en el grupo de los tres grandes, aunque sí se conoció y trató con Diego Rivera, pero como escribió Tersa del Conde: “Ellos se conocieron y se trataron, pero Zárraga no debe haber comulgado con la ideología de su colega. Era tan católico, que compró una casa en ruinas en Meudon, al sureste de París, sólo porque en la vencidad vivía o había vivido Jacques Maritain” [7]; sin embrago, son unos de los murales más logrados dentro del arte mexicano del siglo XX, por supuesto con estilo propio, pero con algunos influjos del muralismo mexicano.

[1] Delmari Romero Keith, “Otras figuras del muralismo, Ángel Zárraga”, en Historia del Arte Mexicano. Arte Contemporáneo II. México, SEP, Salvat, 1982, t. 14, p. 1999.

[2] Antonio Rodríguez, “Al rescate de Zárraga”, Excélsior, México, D.F., miércoles 25 de enero de 1985,  p. 4.

[3] Teresa del Conde, “Exposiciones de Ángel Zárraga y Aníbal Angulo”, Uno más Uno, México, D.F., sábado 9 de febrero de 1985, p. 17.

[4] Jorge Alberto Manrique, “Otras caras del arte mexicano”, en Modernidad y modernización del arte mexicano. 1920-1960, México, Museo Nacional de Arte, 1991, p. 138.

[5] Guillermo Sheridan, “Aires de familia. Zárraga y yo”, Letras Libres, Año IX, febrero de 2007, número 98, pp. 95-96.

[6] Elisa García Barragán, Entre la alegoría y el nacionalismo, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1992, p. 74.

[7] Teresa del Conde, Una visita guiada. Breve Historia del Arte Contemporáneo en México, México, Plaza & Janés, 2003, p. 57.

La espiritualidad católica en el arte mexicano

 por Rodrigo Ledesma, historiador del Arte

Guillermo Tritschler y Córdova (1878-1952) ocupó la silla episcopal de la Arquidiócesis de Monterrey a partir del 22 de febrero 1941 (aunque toma posesión del cargo el 25 de junio), hasta el 29 de julio de 1952. Con una enérgica formación artística adquirida en sus catorce años de estancia en Roma, pensó en cómo podría enaltecer con obras de arte sacro moderno las parroquias y la Catedral de la Diócesis. Así pues, invitó al pintor Ángel Zárraga (1886-1946) a trabajar en un proyecto para decorar el presbiterio de la Catedral. Zárraga y el Arzobispo Tritschler se habían conocido en la ciudad de México en la casa del sacerdote y poeta Octaviano Valdés (1901-1991), donde se celebraban tertulias intelectuales entre clérigos, poetas, historiadores y artistas. Zárraga quien había vivido en Europa desde 1907, al no poder integrarse al movimiento del Muralismo, entre 1933 a 1941 pintará diversos murales con temas religiosos al fresco y a la encáustica en iglesias de Francia como el Vía Crucis de la capilla del sanatorio de Guébriant, hoy villa de descanso, 1933, el Vía Crucis y la Resurrección en la iglesia del Sagrado Corazón dentro de la Ciudad Universitaria de París, 1936; el Vía Crucis en la iglesia de Saint-Martin de Meudon, 1940, la cripta dedicada a Santa Teresa del Niño Jesús en la iglesia de Saint Ferdinad des Ternes, 1941, y en Marruecos en la iglesia de Fedhala un Exvoto a Jacques Hersent, 1934. A su regreso al país también pinta murales en el Club de Banqueros y los laboratorios Abbott, 1943. No concluyó un encargo mural para la biblioteca de La Ciudadela, pues la muerte lo alcanzó el 22 de septiembre de 1946.

Los murales de la Catedral fueron trabajados entre 1942 a 1945 con la técnica de la encáustica y fueron los primeros que realizó Zárraga en México. El diseño original no corresponde a lo que finalmente se pintó, ya que el P. Raúl Mena Seifert, quien fungió como Capellán entre 2007 y 2011, hizo una exhaustiva catalogación y encontró unas fotografías de la época con los dibujos del proyecto inicial. Aunque ya han sido descritos de manera general en el libro de La Catedral de Monterrey de Tomás y Xavier Mendirichaga[1], analizaremos los elementos iconográficos, además de mencionar algunos hallazgos dentro de los murales. La disposición de los mismos para describirlos será: ábside, muro derecho (sur), muro izquierdo (norte)  y bóveda.

El ábside (F. 1) se inicia de arriba hacia abajo con el Espíritu Santo sobre un resplandor de veintiún rayos. Tres líneas de cada lado bajan hacia la escena de la Virgen María y de la Señora Santa Ana. El resplandor apunta hacia una corona, simbolizando el poder de Dios Padre, quien del lado derecho vestido con túnica dorada apunta con una mano hacia Jesús y con la otra sostiene la corona de espinas. La Santísima Trinidad está puesta de manifiesto. Debajo del Padre un ángel con manto púrpura en la mano izquierda muestra un manifestador con la hostia y con la derecha carga un cáliz, ambos objetos en referencia a la eucaristía. El arcángel Gabriel con manto rosa y diadema extendida de flores, porta la azucena de la pureza, misma que es irradiada por el Espíritu Santo; con la mano derecha apunta hacia una estrella en el broche del otro ángel en alusión a la Stella Maris, (estrella del mar, como madre guía) de las Letanías Lauretanas; María con vestido rojo y manto azul como viste la Inmaculada Concepción, acepta en actitud de sumisión su encarnación y de su vientre irradia luz en forma de ondas, porque dará vida al Salvador. Según citan Tomás y Xavier Mendirichaga el tema de este mural en palabras del propio artista es La Glorificación de la Virgen bajo el Misterio de la Trinidad.[2] Al fondo se aprecia el Cerro de La Silla, con lo cual Zárraga coloca a la Anunciación en la ciudad de Monterrey, imponiéndole un fuerte carácter regional a la escena.

Del lado izquierdo del mural, Cristo con túnica blanca abre las manos para recibir la corona de espinas que le envía el Padre. Debajo unos ángeles sostienen un papel que refiere a las Bienaventuranzas de la bóveda, una de las cuales es señalada por uno de los seres seráficos y el otro muestra el Sagrado Corazón de Jesús, devoción expandida en el siglo XVII a partir de 1673 por la monja salesa Santa Margarita María Alacoque (1647-1690). En el broche de la capa del ángel con túnica rosa están inscritas las letras AZ, iniciales del nombre del artista, lo que fue descubierto por el P. Raúl Mena. Santa Ana con túnica color vino y manto dorado en alusión a la Leyenda Dorada del siglo XIII de Santiago de la Vorágine (1228-1298), recibe también los rayos del Espíritu Santo porque fue concebida sin contacto sexual, según el tratado del benedictino alemán Johannes Trithemius (1492-1516) publicado en 1494.[3] Ella instruye en la lectura a través del alfabeto griego a la Virgen niña quien porta vestido rojo, casaca y pañoleta blanca, estas dos últimas prendas en correlación con su pureza terrenal; esta tradición de enseñar a leer a la Virgen fue iniciada en el siglo XIV.[4] El alfa y la omega son la interpretación de Cristo anotada en El Apocalipsis 22, 11, y la delta, el triángulo, según la tradición griega,[5] es la denotación de lo femenino de Ana y María, abuela y madre respectivamente del Redentor. La firma está debajo del asiento de la Virgen y dice: “ÁNGEL ZÁRRAGA mexicano 1942 43”.

En el mural del lado derecho o muro sur, (F. 2) en la parte de abajo se relatan tres pasajes bíblicos. Del lado izquierdo el milagro de las Bodas de Caná (Jn. 2, 1-11). La Virgen con su traje en azul y rojo detrás de Jesús le dice de la falta de vino a lo que el Redentor ordena vaciar agua en unas ánforas. Al sirviente no se le ve el rostro y en su brazalete se leen las letras AZ, iniciales del nombre del muralista.[6] Del lado derecho se narra la multiplicación de los panes y los peces, relatado en los cuatro evangelios: Mt. 14, 15-21; Mr. 6, 34-44; Lc. 9, 12-17; Jn. 6, 5-13. Pedro con túnica blanca le explica a Jesús de la necesidad de comida, a lo que Cristo pide los panes, que aquí sólo aparecen tres en lugar de cinco como narran los evangelios, y los dos peces que son acercados por un sirviente vestido con túnica amarilla; una serie de triángulos con base curvada forman un tapiz azulado para simular el mar. Al centro en un primer plano y con mayor tamaño, la Resurrección (Mt. 28, 1-7; Mr. 16, 1-6; Lc. 24, 1-8; Hch. 10, 40) en el momento preciso en que Cristo sale de su tumba y se eleva hacia los cielos con la mano en alto símbolo de su triunfo. El resplandor de su cabeza con siete rayos es en alusión a las siete palabras y carga un largo pendón con el emblema de la cruz. Un soldado duerme sobre su escudo y el otro en actitud de asombro levanta los brazos y suelta su pica: en el cinturón de este centinela se lee ÁNGEL ZÁRRAGA, palabras descubiertas por el P. Mena. Toda la narración bíblica se enlaza a través de arcadas unas en rojo y otras en negro.

En la parte superior son presentadas dos actividades laborales de Nuevo León: del lado izquierdo el trabajo agrícola de los naranjales son caracterizados por un hombre con sombrero, agachado, de piel morena a quien no se le ve el rostro y que recoge en un cesto los frutos; al fondo se aprecian los sembradíos del cítrico. Hacia la derecha un obrero en plena faena de fundición se enlaza a través de un tubo que pasa por debajo de la ventana con dos compañeros posicionados en el otro extremo. Llamas, chimeneas, tubos ambientan la industria del acero de Monterrey que en esos años se producía en grandes cantidades en la legendaria Fundidora, símbolo del progreso industrial de esta ciudad. Por arriba de la ventana unos ángeles de gran tamaño sostienen una cartela con el anagrama de la Virgen, mismo que resguarda el escudo del Arzobispo Tritschler, el cual lleva los vocablos latinos “CRECAMUS-INILLO PEROMNIA”.

Este mural está firmado debajo de la escena de las Bodas de Caná. “ALELUJA, 6-V-1945”. La palabra aleluya con la fecha la escribió Zárraga en señal de haber terminado todos los murales.

Tal como lo afirmó Olivier Debroise: “Ángel Zárraga se vuelve el caso particular de un muralista marginado que decide por su propia cuenta “representar” al muralismo lejos del contexto histórico que permitió su desarrollo.

 

 

 

 

[1] Tomás y Xavier Mendirichaga, “Los Murales de Zárraga”, La Catedral de Monterrey, Monterrey, EMEDICIONES, 1990, 2ª., ed. pp. 57-61.

[2] Ibídem, p. 57.

[3] La complicada historia de la Señora Santa Ana ha sido construida de los Evangelios Apócrifos Protoevangelio de Santiago, Natividad de María, Historia de la Natividad de María, Historia de la Infancia de Jesús de donde se basaron los dominicos Vicente de Beauveais y Santiago de la Vorágine en el siglo XIII para construir su historia. Véase: Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Iconografía de la Biblia, Madrid, Serbal, 1997 y Emile Mále, El gótico: la icnografía de la Edad Media y sus fuentes, Madrid, Encuentro, 1986.

[4] Las más antiguas representaciones de esta iconografía y tradición están en los muros de la iglesia de Croughton, Northam-Lonshire, Inglaterra y en los vitrales de la catedral de Orvieto, Italia, ambas del siglo XIV y de aquí viene su expansión.  Véase: Pamela Sheingorn, “The Wise Mother: The Image of St. Anne Teaching the Virgen Mary”, Gesta, XXXII/1,  The Internacional Center of Medieval Art, 1993,  pp. 69-70.

[5] José Antonio Pérez-Rioja, Diccionario de Símbolos y Mitos, Madrid, Tecnos, 2008, 8ª., ed., p. 432.

[6] El lunes 15 de marzo de 2010 al platicar con el P. Mena de algunos detalles de los murales, descubrimos dichas letras del brazalete.

[7] Delmari Romero Keith, “Otras figuras del muralismo, Ángel Zárraga”, en Historia del Arte Mexicano. Arte Contemporáneo II. México, SEP, Salvat, 1982, t. 14, p. 1999.

[8] Antonio Rodríguez, “Al rescate de Zárraga”, Excélsior, México, D.F., miércoles 25 de enero de 1985,  p. 4.

[9] Teresa del Conde, “Exposiciones de Ángel Zárraga y Aníbal Angulo”, Uno más Uno, México, D.F., sábado 9 de febrero de 1985, p. 17.

[10] Jorge Alberto Manrique, “Otras caras del arte mexicano”, en Modernidad y modernización del arte mexicano. 1920-1960, México, Museo Nacional de Arte, 1991, p. 138.

[11] Guillermo Sheridan, “Aires de familia. Zárraga y yo”, Letras Libres, Año IX, febrero de 2007, número 98, pp. 95-96.

[12] Elisa García Barragán, Entre la alegoría y el nacionalismo, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1992, p. 74.

[13] Teresa del Conde, Una visita guiada. Breve Historia del Arte Contemporáneo en México, México, Plaza & Janés, 2003, p. 57.

[14] Olivier Debroise, “Ángel Zárraga: aspectos de un muralismo olvidado”,  La Cultura en México, 18 de julio de 1979, http://www.arte-mexico.com/critica/od69.htm

Civilización y barbarie en Hispanoamérica (3ª parte)

   por Víctor Zorrilla, filósofo

Tras la independencia argentina, obtenida efectivamente en 1810 y declarada oficialmente en 1816, la sociedad se dividió en bandos de unitarios y federales, los primeros abogando en pro del control de las provincias interiores por parte de Buenos Aires —sustituyendo así esta última al gobierno español—; los segundos oponiéndose a este control. La contienda se saldaría con el triunfo de los federales y el ascenso al poder del estanciero Juan Manuel de Rosas, quien tiranizaría al país durante veinte años antes de ser derrotado por Justo José de Urquiza en 1852.

La descripción de la pampa y su gente funge para Sarmiento como introducción al drama que pretende narrar, el de la vida y muerte del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga. A través de la biografía de Facundo, Sarmiento ofrece al lector el aspecto de la facción triunfadora en Argentina, la de la barbarie, representada por Facundo, Rosas y los gauchos. La obra se constituye, así, en un arma propagandística contra la dictadura. Sarmiento elije a Facundo para que revele a Rosas y a la barbarie que su gobierno encarna[1]. El personaje ofrecía, además, a diferencia de Rosas, la ventaja de haber muerto. Aun así, Facundo, salvaje, campestre y rudimentario, no pasa de ser un barrunto del dictador. La crueldad y la violencia, que en Facundo eran meramente instintivas, se hallaron en Rosas perfeccionadas y sistematizadas[2].

La juventud de Facundo, transcurrida entre juegos de apuestas, cuchilladas y algún trabajo ocasional como peón, da un vuelco cuando participa en la represión de un motín en la prisión de San Luis, donde a la sazón se hallaba recluido[3]. Reivindicado así ante el poder oficial, inicia una carrera ascendente característica en la que este poder, crónicamente débil y temeroso de los caudillos, les proporcionará cargos en la campaña —en el caso de Facundo, el de sargento mayor de las milicias de Los Llanos— para mantenerlos en su favor. Este procedimiento prepararía el triunfo de los caudillos y, a la postre, el ascenso de Rosas al poder.

La información anecdótica que Sarmiento ofrece sobre la vida y avatares de Facundo es amplia y rica en detalle; ahorraré aquí la narración de las numerosas muertes, fusilamientos, extorsiones, torturas y atrocidades perpetradas por el personaje. Su sistema —si cabe llamarlo así— consistía en la opresión; su éxito se basaba en el terror:

He aquí su sistema todo entero: el terror sobre el ciudadano, para que abandone su fortuna; el terror sobre el gaucho, para que con su brazo sostenga una causa que ya no es la suya: el terror suple a la falta de actividad y de trabajo para administrar, suple el entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. […] Es verdad que degrada a los hombres, los empobrece, les quita toda elasticidad de ánimo, que en un día, en fin, arranca en los estados lo que habrían podido dar en diez años: pero ¿qué importa todo esto al Zar de la Rusia, al jefe de los bandidos o al Caudillo argentino?[4]

En la obra de Sarmiento, Facundo aparece revestido de caracteres que lo convierten en el arquetipo de un personaje americano —y no solo argentino— típico: el caudillo[5]. Facundo representa al hombre, al “macho” latinoamericano, que se gloría de su valentía, su fuerza física y, sobre todo, su capacidad de someter a las personas a su voluntad arbitraria. Octavio Paz alude a este fenómeno en su famosa disquisición sobre el macho:

El “Macho” es el Gran Chingón. Una palabra resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia, y demás atributos del “macho”: poder. La fuerza, pero desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno ni cauce.[6]

Se trata, en fin, del criminal sanguinario y despiadado que, incomprensiblemente, es admirado por el vulgo, que lo ve con asombro, temor y admiración[7]. Pero un mundo de machos trae consigo otros males sociales:

en un mundo de chingones —explica Octavio Paz—, de relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse.[8]

Un mundo de machos perjudica no sólo al ámbito económico o productivo, sino que mina también las bases sociales de la democracia y del genuino debate político, al propiciar el servilismo ante los poderosos, especialmente en la casta política. El chingón se rodea de una mesnada de lambiscones que suelen tener todos los rasgos de los aduladores. La vida política —explica Paz— se resiente de una deplorable consecuencia de esta situación: la adhesión a las personas y no a los principios o ideas[9]. No es fácil encontrar otra explicación para el hecho de que los grandes debates ideológicos de la política europea del siglo XX hayan estado en buena medida ausentes, por ejemplo, en la política mexicana. El discurso oficial subrayaba el carácter único del sistema político mexicano, insinuando que este no era una copia servil de algún modelo extranjero sino una creación propia, original y adaptada a la indiosincracia del país. Ya Sarmiento nos hizo ver el peligro inherente en esta concepción ingenua y sentimentalista de la nacionalidad, que tiende a desembocar en el desprecio aldeano de lo extranjero y el empobrecimiento cultural e intelectual[10].

Es cierto que la noción de lo “americano” —y, para el caso, lo indígena— tiene para Sarmiento una connotación negativa, yendo casi siempre asociada a la barbarie. Pero, como comenta R. Yahni, la separación entre civilización y barbarie en el Facundo es porosa, como lo es la división entre federal y unitario[11]. En realidad, Sarmiento no aboga por la negación o la anulación de lo americano, sino por su perfeccionamiento en el seno de la civilización moderna[12]. En este sentido, Sarmiento es ajeno a todo provincianismo y a todo espíritu de aldea: “[s]abe que nuestro patrimonio —explica Borges— no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna”[13]. Esta actitud, claro está, lo distancia de una buena parte del pensamiento hispanoamericano desde José Martí.

Martí consideraba que, para librar a un país de la tiranía, había que conocerlo y gobernarlo conforme a este conocimiento. Por ello, era fundamental el análisis de los rasgos peculiares de los pueblos americanos y de los factores que intervienen en cada país. “A adivinar salen los jóvenes del mundo —se queja— con antiparras yankees o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen”. Para resolver un problema, hay que conocer sus elementos. Hasta aquí, Martí concuerda con Sarmiento; este último pretende, justamente, estudiar la sociedad argentina en sus elementos integrantes para poder entender los males que la aquejan. Pero el discurso de Martí da un giro que lo lleva a un punto en el que nunca encontraríamos a Sarmiento:

La Universidad europea ha de ceder a la Universidad Americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de remplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.[14]

Extraña paradoja: ¿de dónde aprendió el mundo qué es la democracia, si no de Grecia, único reducto en el mundo antiguo sustraído al despotismo? El estudio de las teocracias imperiales inca y azteca ¿constituye acaso la mejor escuela para el ejercicio de las libertades ciudadanas? No queda claro, por lo demás, a qué viene la distinción que hace Martí entre “Nuestra Grecia” y “la Grecia que no es nuestra”: hijo de españoles, educado en la sociedad colonial, con estudios en la Universidad de Madrid y licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza, no resulta fácil adivinar en qué sentido pudiera haber, para él, más de una Grecia. Finalmente, en un autor hispánico que emplea el discurso racional y la argumentación para promover sus opiniones políticas, y que considera a la universidad como un órgano adecuado para la difusión de las mismas, es de suponerse que el tronco cultural sea occidental.

En este sentido, Sarmiento puede enseñarnos a ampliar la perspectiva y a superar los complejos de inferioridad y de pretendida “periferia” que tanto han aquejado a algunos de nuestros intelectuales, para revalorar la riqueza de una tradición que es nuestra por herencia y que no tendría por qué no serlo también por elección. Para quienes acusan a Sarmiento de “europeizante”, José Vasconcelos explica oportunamente que[p]or europeizar entendía Sarmiento imponer en la América las reglas del gobierno civilizado sobre el furor destructivo de los caudillos, castigar el asesinato en vez de premiarlo con la Presidencia, normalizar el ejercicio del voto para la designación del gobernante, dulcificar las costumbres, otorgar garantías al trabajo y a la vida, difundir la ilustración, combatir la ignorancia y extirpar la tiranía.[15]

En suma, se trataría de, atendiendo a las características propias de cada país, asumir los valores y gozar de los beneficios de la cultura europea y universal. Sarmiento deplora la decadencia de las ciudades, del comercio y de la industria argentinas a causa de la violencia y la ambición de los caudillos, que imponen efectivamente una especie de gobierno sin ley. La clase media conformada por profesionistas, abogados, médicos, comerciantes, industriales, propietarios, ha tenido que exiliarse o ha visto interrumpidas sus empresas por las guerras continuas y la inseguridad. Instalado Rosas en el poder, la economía argentina involuciona por causa de un gobierno miope y represivo que impide la navegación de los ríos, suprime los correos y monopoliza las rentas del puerto de Buenos Aires. Entre tanto, la sociedad argentina, asentada en un territorio rico y abundante en recursos naturales, languidece en el atraso, la pobreza y la inacción[16].

No puedo dejar de señalar en el Facundo otro aspecto digno de atención: el recurso a la bandera de la religión —incluso en un sentido literal— con oscuros propósitos partidistas: “Religión o Muerte” rezaba, bajo una calavera, el lema en la divisa de Facundo. No se trata, sin embargo, de un aspecto privativo de Facundo: mientras enviaba a sus hordas de mazorqueros a asesinar y a aterrorizar, Rosas ponía su propia imagen en los altares y se hacía cantar tedéums en las iglesias[17]. Puede tratarse de un caso típico, casi universal, diríamos, de instrumentalización de la religión con fines políticos. Pero en la América hispánica este uso, que se extiende mucho más allá de la política, parece adquirir un tinte peculiar y siniestro, no exclusivo de los caudillos argentinos del diecinueve ni de la dictadura de Rosas. Lo vemos, recientemente, en los groseros cultos “sincréticos” de los criminales mexicanos —que tanta fascinación han despertado, por alguna razón, en antropólogos nacionales y extranjeros— y en la aberrante devoción mariana de los narcotraficantes y sicarios colombianos[18].

Conclusión

La historia de los países hispanoamericanos hasta la fecha muestra que el Facundo siempre fue, y sigue siendo, actual y relevante. El Facundo, lamentablemente, nos describe aún. Que una obra literaria o ensayística mantenga su relevancia y actualidad suele constituir un título honroso para ella misma y para la cultura que la produjo. Más honroso sería para Hispanoamérica que esta obra pasara a representar un pasado asimilado y superado, y que nos interesara solo por su calidad litararia y su valor como retrato de una época pretérita, más primitiva, en la que nos aquejaban males propios de sociedades poco evolucionadas, que no gozan aún plenamente de los beneficios de la civilización. Sin embargo, la impunidad insolente y descarada, el despotismo, el poder ejercido sin formas y sin transparencia, el desprecio del trabajo arduo y honrado y de la convivencia pacífica fundada en la justicia, males todos ellos que describe y deplora el Facundo, siguen siendo nuestros males.

Algunos señalan como raíz de los mismos a la colonización española. Ingenua impertinencia: ningún país americano ha estado políticamente sometido a España en más de cien años; en la mayoría de los casos, casi doscientos años han transcurrido ya desde la independencia. Por otro lado, la diferencia entre España y las culturas hispánicas de América es tal que, a día de hoy, carece casi de sentido referirse a la Hispanidad como si esta constituyera una unidad cultural[19]. La servidumbre pudo ser impuesta en otra época, a otras generaciones; el servilismo, en cambio, emana de una decisión personal y moralmente responsable. De igual manera, no puede imponerse a una persona el concepto que ha de formarse de sí misma: el complejo de inferioridad, que hace que el despotismo sea tolerable y aun deseable, se cultiva voluntariamente. Los pueblos hispanoamericanos tendríamos que hacernos cargo de lo que somos y de nuestro destino. Sin constituir un recetario de soluciones, el Facundo mantiene su capacidad original de mostrarnos la dramática alternativa que aún enfrentamos y de sugerirnos el camino a seguir. Ya había advertido Borges que, “si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor”[20]. Ojalá que sepamos hacernos eco del consejo de este otro argentino universal. Así, la barbarie dejará de ser, deseablemente, la protagonista constante de nuestra historia.

[1] La vida de Facundo —explica R. Yahni— interesa a Sarmiento “en cuanto ella es la revelación, la demostración del secreto de la barbarie”. R. Yahni, “Introducción” a D. F. Sarmiento, Facundo, p. 16.

[2] “Facundo […] está vivo […] en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado en este otro molde más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin; la naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular”. D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 38-39. “Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras […]; en todos sus actos mostrábase el hombre bestia aún, sin ser por eso estúpido, ni carecer de elevación de miras.” D. F. Sarmiento, Facundo, p. 141. Evidentemente, Sarmiento no niega que Facundo haya sido poseedor de un gran talento: sin él, le hubiera sido imposible elevarse hasta donde llegó, quedándose, como mucho, en un malhechor común. Las particulares circunstancias de la geografía y la sociedad argentinas lo impulsaron a convertirse en el caudillo y criminal de alto calibre: “En todas las sociedades despotizadas —explica Sarmiento—, las grandes dotes naturales van a perderse en el crimen […]. Hay una necesidad para el hombre de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y su ambición que cuando faltan los medios legítimos, él se forja un mundo con su moral y con sus leyes aparte, y en él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o César.” D. F. Sarmiento, Facundo, p. 101.

[3] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 138-139.

[4] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 227-228.

[5] “Facundo, expresión fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos […] es el personaje histórico más singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento social no es más que el espejo en que se reflejan en dimensiones colosales las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación”. D. F. Sarmiento, Facundo, p. 48.

[6] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Cátedra, Madrid, 2004, p. 219.

[7] “Rodeábase [Facundo] de misterios y haciéndose impenetrable, valiéndose de una sagacidad natural, una capacidad de observación no común, y de la credulidad del vulgo, fingía una presciencia de los acontecimientos, que le daba prestigio y reputación entre las gentes vulgares”. D. F. Sarmiento, Facundo, p. 142. “[Los hechos de Facundo] han servido eficazmente para labrarle una reputación misteriosa entre hombres groseros, que llegaban a atribuirle poderes sobrenaturales.” D. F. Sarmiento, Facundo, p. 144.

[8] O. Paz, El laberinto de la soledad, p. 216.

[9] Ibidem.

[10] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 338-339.

[11] R. Yahni, “Introducción”, pp. 14-16. “Son los vasos comunicantes [entre civilización y barbarie] aquello que permite comprender la historia argentina y la biografía de Facundo Quiroga, al mostrar que las fuerzas de la barbarie sirvieron también para corregir (nivelar) los errores culpables que la fantasía de unos intelectuales ilustrados cometieron [sic]”. Ibid., p. 16.

[12] “Cuando haya un gobierno culto y ocupado de los intereses de la nación, ¡qué de empresas, qué de movimiento industrial! Los pueblos pastores ocupados de propagar los merinos que producen millones y entretienen a toda hora del día millares de hombres; las provincias de San Juan y Mendoza consagradas a la cría del gusano de seda, que con apoyo y protección del Gobierno carecerían de brazos en cuatro años para los trabajos agrícolas e industriales que requiere; las provincias del Norte entregadas al cultivo de la caña de azúcar, el añil que se produce espontáneamente; los litorales de los ríos, con la navegación libre que daría movimiento y vida a la industria del interior. En medio de este movimiento, ¿quién hace la guerra, para conseguir qué? A no ser que haya un gobierno tan estúpido como el presente que huelle todos estos intereses, y en lugar de dar trabajo a los hombres, los lleve a los ejércitos a hacer la guerra al Uruguay, al Paraguay, al Brasil, a todas partes en fin.” D. F. Sarmiento, Facundo, p. 369 (subrayado en el original).

[13] Jorge Luis Borges, “Prólogo” a D. F. Sarmiento, Recuerdos de provincia, Emecé, Buenos Aires, [1944], p. 13.

[14] José Martí, “Nuestra América”, en Leopoldo Zea (comp.), Fuentes de la cultura latinoamericana, vol. 1, FCE, México, 1993, p. 123. El texto es de 1891.

[15] José Vasconcelos, Indología, en id., Obras completas, vol. 2, Libreros Mexicanos Unidos, México, 1958, p. 1237.

[16] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 275-279.

[17] D. F. Sarmiento, Facundo, 315-318.

[18] En su autobiografía, Ernesto Cardenal aporta este notable testimonio: “Colombia es país más católico de América Latina. Los conservadores tenían su Virgen, que era la Virgen del Carmen, y los liberales tenían otra […]. Y los dos partidos se mataban entre sí. Y se siguen matando. Y cada uno con su Virgen, supongo. En los pueblitos la persona más importante es el cura; y la casa mejor es la del cura. Un sacerdote, Camilo Torres, creó un movimiento de liberación, y después fue guerrillero. Más tarde otro sacerdote, el padre Pérez, fue el jefe de esa guerrilla. Mientras el cardenal de Bogotá era mariscal de las fuerzas armadas. Un país en concordato con el Vaticano, cuando yo creo que no hay más países con concordato. Un país mariano, de devoción al Corazón de Jesús, de primeros viernes, de promesas, de peregrinaciones, de procesiones, escapularios, rosarios de la aurora a las cuatro de la mañana, adoración al santísimo, los niños en uniforme yendo a misa obligatoria los domingos, en algunos colegios a misa diaria, entierros solemnes con varios sacerdotes cantando hasta el cementerio, y campanas por dondequiera, y todas las órdenes religiosas imaginables, y por todas partes noviciados y seminarios. Colombia es el país más católico de América Latina, y Antioquia, donde nosotros estábamos, es el departamento más católico de Colombia. Allí la interjección más común de los hombres es “¡Ave María!” Allí en casi todas las casas se reza todas las noches el rosario y muchas oraciones más y también novenas […]. Antioquia es el lugar de las buenísimas empanaditas de maíz, que las señoras venden en los atrios de las iglesias para recaudar fondos para la parroquia. Y allí se ha visto a un cura cargando una gran cruz en la que clava los billetes que le dan hasta que la cruz queda toda cubierta de billetes. Y allí en el futbol el portero descuida la defensa ante la bola que se acerca por estarse persignando y besando la cruz que hace con los dedos. Y actualmente con el narcotráfico, los llamados sicarios, los niños organizados para asesinar, son devotos de la Virgen de Sabaneta, su patrona, y van a ella a rezarle (como los toreros a la Macarena antes de la corrida) para que no les falle la puñalada o el tiro. ¡Cuánta religiosidad ha habido en Antioquia, ave María!” Ernesto Cardenal, Memorias, 2. Las ínsulas extrañas, FCE, México, 2003, pp. 14-15.

[19] Véase un comentario muy interesante al respecto en Miguel Saralegui, “España y Latinoamérica: identidades y diferencias”, Revista de Occidente, 419 (abril 2016), pp. 70-83.

[20] J. L. Borges, Prólogos, p. 213.

España, evangelizadora de la mitad del orbe

    por Álvaro Sureda, historiador

           “Hablo en italiano con los embajadores, en francés con las mujeres, en alemán con los soldados, en inglés con los caballos y en español con Dios”. Con estas palabras el emperador Carlos I de España y V de Alemania mostraba no sólo su manejo de las lenguas, sino la importancia que concedía a cada una de ellas. Que el español sea la lengua utilizada para dirigirse a Dios, no es mera casualidad, ya que en esta época el papel de gran defensor del cristianismo había sido transferido de los franceses a los españoles. Desde el gobierno de los reyes Católicos hasta la muerte de Carlos II, “el hechizado” (periodo hegemónico del Imperio español), España se alzó con un estandarte: no sólo detuvo el avance islámico y protestante en Europa, sino que se erigió en evangelizadora de buena parte del mundo. Desde las selvas remotas de Sudamérica hasta los confines de  Asia, (en tierras filipinas o la isla de los samuráis), grandes evangelizadores dieron la vida en esta empresa. Algunos de los cuales son reconocidos hoy, más por los descendientes de aquellos nativos que por los propios españoles. Como es el caso de San Junípero Serra o San Francisco Xavier, entre muchos otros.

San Junípero Serra es el único europeo representado en las 100 estatuas que forman la rotonda de la sala del Capitolio estadounidense. Unas estatuas que manifiestan la importancia de los personajes más sobresalientes de cada uno de los estados americanos. San Junípero, propuesto por el estado de California, fue un franciscano de Petra (Mallorca), que partió a las Indias con la intención de evangelizar a los nativos del lugar. A él se le atribuye la fundación de las misiones de  San Diego, San Carlos en Carmelo, San Antonio, San Gabriel y San Luis Obispo; más tarde le seguirán las de San Francisco, San Juan de Capistrano, Santa Clara y San Buenaventura. Además, se inicia la fundación de Santa Bárbara, que el P. Serra no llegará a ver coronada, porque le visitará antes la hermana muerte[1]. Misiones que más tarde se convirtieron en ciudades. Ciudades que hoy en día son universalmente conocidas.

Otros ejemplos reseñables son Martín de Rada y Jerónimo Martín, miembros de la orden agustiniana, considerados como los primeros evangelizadores de origen español que llegaron a tierras chinas en 1575[2].  En opinión de muchos,  Martín de Rada, ha pasado a la historia como un defensor de los derechos indígenas, un Las Casas asiático[3]. En un plano de mayor internacionalización, destaca otro nombre propio: Fray Bartolomé de las Casas, reconocido por su labor en la defensa de los indígenas americanos. Éste seguiría los preceptos de las leyes de Burgos de 1515, promulgadas por los Reyes Católicos; un hecho sin antecedentes en cualquiera de los imperios occidentales. También San Francisco Xavier, jesuita y nuncio de los territorios de la India y el Pacífico de la corona portuguesa, jalona este elenco de misioneros ilustres. Fue el primero en difundir el Evangelio por tierras niponas. La muerte le sobrevino cuando se disponía a cruzar el mar del Japón para llegar a tierras chinas.

Estos ejemplos, al igual que otros muchos no citados, son muestra de que no siempre contamos con ellos a la hora de presentar la historia de España en su integridad. Gracias a estos evangelizadores pudieron constituirse los pilares que permitieron a la corona española establecer relaciones internacionales con comunidades del extrarradio europeo. De este modo, se logró que el mensaje cristiano, con sus principios y costumbres radicados en la dignificación de la persona como reflejo de Dios, se transmitiera en muchos lugares del mundo. De hecho, cuando se propuso a Felipe II el abandono de Filipinas por su falta de rentabilidad económica, el monarca sentenció que España no estaba sólo presente por las riquezas, sino fundamentalmente para propagar la fe en Asia. Una decisión que prolongó la presencia española hasta 1898.  En palabras de Ollé: para los colonos novohispanos de las islas, muchos de ellos aún con el recuerdo de la conquista de México a partir de la Española, las Filipinas constituían un poco esas Antillas asiáticas que les permitirían dar el salto al continente (asiático)[4]

Resulta incomprensible, por tanto, que no se conceda la debida importancia a estos hechos, incurriendo en ocasiones en una historia tergiversada, alejada de los datos reales y debidamente contrastados. Es entonces cuando se desvirtúa la historia, convertida en altavoz de leyendas e ideologías.

[1]      http://www.franciscanos.org/santoral/junipero02.html

[2] Carta de Martín de Rada a Felipe II Manila, 1 de mayo de 1576, conservada en el Archivo General de Indias. Signatura: Audiencia de Filipinas, Filipinas 84. Localizada y transcrita por Dolors Folch Fornesa.

[3] Alonso, Luis (2008). «Martín de Rada en el laberinto asiático». Revista Huarte de San Juan, Geografía e Historia, 15, 77-89.

[4] Ollé, Manel, La invención de China. Percepciones y estrategias Filipinas respecto a China durante el siglo XVI, Wiesbaden, Harrassowitz Verlag, 2000.

¿Hablamos español?

foto Cañellas (4) por Antonio Cañellas, historiador

  Como recordara Fernando Lázaro Carreter, director de la Real Academia Española de la Lengua entre 1991 y 1998, el uso del término castellano o Fernando Lázaro Carreterespañol para referirnos al mismo idioma es una cuestión que ha suscitado no poca controversia. En primer lugar, porque la trayectoria en el empleo de dichos vocablos ha variado entre los propios académicos a lo largo de la historia. Ha quedado demostrado que hasta 1924 prevaleció la acepción castellano para titular la Gramática y el Diccionario oficial de la lengua. Esto se explica por la mezcolanza de criterios geopolíticos y de otros estrictamente lingüísticos. En efecto, la Academia había preferido el castellano por una razón erudita (como cuna del idioma), y por otra de carácter político: el deseo del centralismo borbónico de configurar toda la vida nacional según el modelo castellano. Si Sebastián de Covarrubias había apostado por la alternancia al vindicar indistintamente ambos términos en su Tesoro de la lengua castellana o española de 1611, a partir del siglo XVIII prevalece la primera como pauta de uniformización.

   Sin embargo, fueron las investigaciones de Ramón Menéndez Pidal las que, de acuerdo con el método positivo, introdujeron un cambio notable de tendencia a comienzos del siglo XX. Ciertamente, en su Manual elemental de gramática histórica española de 1904 ya apuntó lo que después desarrollaría en 1918 en uno de sus artículos, cuya influencia habría de revertir en la modificación del término al de lengua española:

Puestos a escoger entre los dos nombres de lengua española y lengua castellana, hay que desechar este segundo por muy impropio. Usada (laBiografia de Ramón Menéndez Pidal denominación lengua española) desde la Edad Media, vino a hacerse más oportuna en el Siglo de Oro de nuestra literatura, cuando ya la nación constaba de los reinos de León, Castilla, Aragón y Navarra unidos. Si Castilla fue el alma de esta unidad, los otros reinos colaboraron en el perfeccionamiento de la lengua literaria, bastando recordar en la literatura clásica nombres navarros, aragoneses y valencianos como Huarte, los Argensola, Gracián, Gil Polo y Guillén de Castro, para comprender el exclusivismo del nombre lengua castellana.

   La fuerza del argumento de Menéndez Pidal, renovador de la ciencia filológica en España y director de la RAE en distintos períodos (1925-1926; 1935-1938; 1947-1968) radica en dos supuestos. A saber, que el idioma absorbió en su haber otros romances hablados en la Península como el leonés y el navarro-aragonés, erigiéndose en la lengua española por antonomasia; y en el recordatorio de que el español cuenta con millares de voces no surgidas precisamente en Castilla. Y es que al elenco de autores que cita el académico, bien podrían incluirse otros más recientes o actuales de variada procedencia: Miguel de Unamuno, Pío Baroja (vascos), Camilo José Cela, Gonzalo Torrente Ballester (gallegos), Alfons Cervera (valenciano), José María Gironella, Juan Marsé (catalanes), Carme Riera, María de la Pau Janer (baleares), Antonio Muñoz Molina (andaluz), Mario Vargas Llosa (peruano), Fernando del Paso (mexicano), etc.

   Es verdad que, como dijera Francesc Cambó en su calidad de dirigente político de la Lliga Regionalista de Catalunya, el castellano no es la única lengua española. Sin embargo, era ésta una afirmación más política que propiamente lingüística. En efecto, tal como afirmara Dámaso Alonso, Dámaso Alonso - EcuReddirector de la RAE entre 1968 y 1982, denominar español al idioma en que se entienden los españoles de todas las regiones es una designación lingüística. Por su parte, calificar al vascuence, al catalán y al gallego como idiomas españoles es una designación geográfico-política, en tanto que perviven y habitan dentro del espacio geográfico de la antigua Hispania y que desde hace siglos conocemos con el nombre de España, país de enorme y variada riqueza cultural. De este modo, si en el siglo XVI triunfó el neologismo de español para referirse al idioma común de España toda, en línea con la constitución de otros idiomas nacionales en el extranjero, ahora parece producirse un retorno a la designación de castellano en las regiones bilingües de España. Pero también en el uso generalizado del término, más por condicionantes de corrección política consagrados en la Constitución de 1978 (que no deja de ser un texto político), que no por criterios estrictamente lingüísticos, a veces ignorados de forma deliberada. Podemos decir con certeza que el español está cimentado sobre el castellano, pero concluir que el español es castellano equivale a decir, según Calleja, que el hombre es un niño. Y es que el castellano es hoy una variedad local del español, como recordara García de Diego y Julio Agustín Sánchez. Si en Francia, país de gran variedad lingüística y dialectal, a nadie se le ocurre llamar francien al français, lengua que tuvo su origen en el dialecto de la Ile-de-France, tampoco debería hacerse lo propio con el español, constriñéndolo exclusivamente a los márgenes de Castilla. Parece claro que tanto España como su idioma común son más anchos que Castilla.

   En este sentido y de acuerdo con la RAE, resulta más preciso y correcto designar como español a la lengua común de España, de muchas naciones de América y de algunos territorios de África (cuyas academias trabajan conjuntamente en “limpiar, fijar y dar esplendor” al idioma compartido). Es ésta también la denominación que se usa internacionalmente (spanish, espagnol, spanisch, spagnolo, etc.), por contraposición a la citada nomenclatura utilizada en ciertos ámbitos del interior de España. Se trata, en el fondo, de un problema de identidad relacionado con laCamilo José Cela | Spanish writer | Britannica concepción misma de la nación en la que poco creen quienes así lo alientan, repercutiendo en el absurdo prejuicio de no llamar a la lengua española por su nombre. Un título que, por otro lado, se refiere de modo integrador y unívoco a la lengua que hablan en su rica diversidad cerca de quinientos millones de personas en todo el mundo. Cuestión ya considerada en su día por Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura en 1989, y que cierra −a modo de síntesis− lo razonado hasta aquí:

Es doloroso que siendo la nuestra una de las lenguas más hermosas, poderosas y eficaces, estuviera durante años en la más indigente inopia […]. ¿Por qué algunos españoles, con excesiva frecuencia, se avergüenzan de hablar en español y de llamarlo por su nombre, prefiriendo decirle castellano, que no es sino el generoso español que se habla en Castilla? ¿Por qué se oyen los términos Hispanoamérica e hispanoamericano que se fingen entender en un desvirtuador sentido y se llega a la equívoca y acientífica aberración de llamarle Latinoamérica y latinoamericano? ¿Por qué se olvida que en los Estados Unidos los hispanohablantes, caribes, mexicanos y centroamericanos se llaman hispanos a sí mismos? Sacudámonos falsos pudores que nos dificultan ver claro y recordemos a los americanos que hablan el español que esta es la lengua de todos. Ni más ni menos suya que nuestra ni al revés.

Civilización y barbarie en Hispanoamérica (2ª parte)

   por Víctor Zorrilla, filósofo

Como dejamos dicho en el artículo anterior, para Domingo Faustino Sarmiento la alternativa en la que se debate la República Argentina es la de la civilización o la barbarie. La primera, representada por las ciudades, el comercio, las instituciones civiles y, en general, los valores de la cultura occidental[1]. La segunda, representada por el desierto o la pampa, esa enorme extensión —mucho mayor aún en la primera mitad del siglo XIX— vacía y agreste.

La pampa no carece del todo de habitación humana: además de surcarla la solitaria caravana, acechada por fieras y tribus salvajes[2], se encuentran en ella las estancias ganaderas de los gauchos. Estas no constituyen, bajo casi ningún concepto, una comunidad propiamente dicha y mucho menos una sociedad civil. La gigantesca distancia que separa una habitación familiar de otra —que suele extenderse varias leguas— impide la conformación de instituciones: la educación escolar y la vida política —aun la del cabildo municipal— se hacen imposibles. No solo carece el gaucho de estas instituciones de la vida social sedentaria, sino que también echa en falta, por lo mismo que él es sedentario, la sociedad de la tribu nómada. Así, aun siendo pastor, no goza del beneficio de la comunidad trashumante. La pampa es el reverso del municipio romano: en este, los ciudadanos se organizaban en torno a un núcleo urbano y de ahí salían a trabajar las tierras; en la pampa, la extensión impide esta organización. Se asemeja a la comunidad despótica tradicional de los esclavones, en Croacia, con la diferencia de que esta era agrícola y, por tanto, más susceptible de gobierno: la población no se hallaba tan desparramada. Lo más parecido a la pampa sería, quizá, la sociedad feudad de la Edad Media, en la que la nobleza vivía en el campo recluida en sus castillos; pero, a diferencia de la Edad Media, aquí no hay castillos ni nobles. En suma, la sociedad en la pampa es nula. En tales condiciones resulta imposible formar un gobierno, tratar asuntos públicos, hacer justicia y promover el desarrollo moral[3].

En la soledad de la campaña se desarrolla, eso sí, el tipo de gobierno despótico y absoluto que suele surgir espontáneamente en tales escenarios: el capataz de la caravana impone su autoridad a los subordinados —cuya insolencia ha de reprimir él solo en el desamparo del desierto— por medio de su temible audacia y la superior destreza con la que sabe manejar el cuchillo[4]. El juez de campaña —un famoso de tiempo atrás a quien la edad o la familia han llamado a la vida ordenada— administra una justicia arbitraria y sin formalidades que se acata sin contestación alguna. Todo esto forma ideas en el pueblo sobre el poder de la autoridad. De ahí resulta que el caudillo, una vez que se eleva, posee un poder terrible y sin contradicción[5].

El gaucho, por su parte, lleva una vida caracterizada por la dejadez. La crudeza de su vida y las inevitables privaciones traen consigo la rudeza y la incuria[6]: el gaucho —observa Sarmiento— “es feliz en medio de su pobreza y de sus privaciones, que no son tales para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más alto sus deseos”[7]. Si bien es posible levantar un palacio en un lugar desierto, en la pampa no se da la necesidad de mostrarse dignamente que surge en las ciudades. Así, la falta de estímulo marca la la vida del gaucho y la dota de las manifestaciones exteriores de la barbarie[8]. Resulta muy elocuente la comparación que hace Sarmiento de las colonias europeas de Buenos Aires con las villas campestres de la pampa:

Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del Sur de Buenos Aires, y la villa que se forma en el interior: en la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado sencillo, pero completo, la vajilla de cobre o estaño reluciente siempre, la cama con cortinillas graciosas; y los habitantes en un movimiento y acción continuo. Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y quesos, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y retirarse a la ciudad a gozar de las comodidades. La villa nacional es el reverso indigno de esta medalla: niños sucios y cubiertos de harapos viven en una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo en la más completa inacción, el desaseo y la pobreza por todas partes, una mesita y petacas por todo amueblado, ranchos miserables por habitación, y un aspecto general de barbarie y de incuria los hacen notables.[9]

En realidad, el gaucho no precisa la laboriosidad: sus ganados se reproducen solos, con lo que el aumento del patrimonio no requiere de su iniciativa ni su industria. Tampoco puede emplear provechosamente las energías que economiza de esta manera, pues no hay asociación, artes ni cosa pública en que ocuparse[10]. Esta disolución de la sociedad, explica Sarmiento, “radica hondamente la barbarie por la imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual”[11].

Sarmiento no niega, por lo demás, que la vida gaucha tenga sus propias instituciones y su modo de cultura, que él admira y describe con detalle. La educación de los varones gira en torno a la equitación y el manejo del ganado, actividades en las cuales el gaucho alcanza un nivel casi inverosímil de destreza. Una buena parte del día se dedica a las correrías por placer, al juego y a las demostraciones de habilidad ecuestre, en las que el gaucho a veces se juega la vida[12]. El valor varonil, la fuerza y la destreza constituyen los máximos, por no decir los únicos valores del gaucho[13]. Los niños aprenden a ensillar, a montar y a usar el lazo y las boleadoras apenas saben andar. Algo más adelante, se ejercitan en el campo esquivando madrigueras y salvando precipicios. En la pubertad prueban sus fuerzas domando potros salvajes. Al alcanzar la primera juventud han terminado su eduación y acceden a la completa independencia y la desocupación. El trabajo doméstico, que constituye casi la totalidad del trabajo en la pampa, corre por cuenta exclusivamente de las mujeres[14].

Huelga decir que el gaucho ve con compasivo desdén al hombre de la ciudad, que puede haber leído muchos libros, pero no sabe derribar y matar a un toro bravo, proveerse de caballo a campo abierto ni defenderse de un tigre en el desierto[15]. En el fondo, esta oposición entre el gaucho y el hombre de ciudad[16] refleja la fisura más profunda en la sociedad argentina desde antes de la independencia, que Sarmiento describe en estos términos:

Había antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas; la una española europea culta, y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades [= la guerra de independencia] sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen y después de largos años de lucha, la una absorbiese a la otra[17].

[1] “La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos. La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. [A]llí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular”. D. F. Sarmiento, Facundo, p. 66.
[2] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 56-57.
[3] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 68-69. La composición racial del gaucho es variada y va desde la raza española hasta la indígena pura, con todos los matices intermedios. D. F. Sarmiento, Facundo, p. 63.
[4] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 62.
[5] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 101-102.
[6] “[D]esde la infancia están habituados a matar las reses, y […] este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre y endurece su corazón contra los gemidos de las víctimas. La vida del campo […] ha desenvuelto en el gaucho las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la naturaleza: es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia como sin necesidades”. D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 73-74.
[7] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 74.
[8] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 68.
[9] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 64.
[10] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 69-70.
[11] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 74.
[12] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 96-97, 100.
[13] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 98.
[14] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 71-72.
[15] D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 72-73.
[16] “Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre del campo lleva otro traje, que llamaré americano por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas: parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más; el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses; y el vestido del ciudadano, el frac, la silla, la capa, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscrito afuera; y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos.” D. F. Sarmiento, Facundo, pp. 66-67.
[17] D. F. Sarmiento, Facundo, p. 104.