Al igual que Domingo F. Sarmiento, Vasconcelos puede considerarse esencialmente un educador. Sin demérito de su calibre intelectual, ambos pensadores dedicaron sus mejores esfuerzos no a la discusión en los ambientes eruditos o científicos de su época sino a la educación de sus compatriotas. Entendieron que la labor de un intelectual público en Iberoamérica debe consistir no solo en el debate de las ideas o temas del momento sino también, y sobre todo, en la elevación de las masas, asumiendo ambos cabalmente esta responsabilidad.
En continuidad con el tema considerado anteriormente [ver aquí], me centraré en otro punto de interés del casi centenario libro de José Vasconcelos, Indología (1926): su discusión sobre la educación en el mundo hispanoamericano. Me centraré aquí en el periodo colonial, dejando para futuras entregas la historia posterior.
En su tratamiento de la educación pública, Vasconcelos parte de la historia de Quetzalcóatl. En algunas mitologías prehispánicas, se identificaba a Quetzalcóatl con un personaje ilustre que, venido de lejos, enseñó las artes y reformó las costumbres. Distinguióse por su virtud y su ciencia. Reuniendo discípulos, desarrolló las industrias y mejoró la convivencia. A la postre, el pueblo le entregó el poder para que organizara el estado y dirigiera la educación. Se dio entonces un periodo de claridad, una edad de oro de la cual procedió lo bueno que tuvieron los aztecas.
Posteriormente, sin embargo, la influencia de Huitzilopochtli, el dios sanguinario, prevaleció de nuevo, hundiendo a la sociedad azteca en la locura homicida de su etapa final. En tiempos de Moctezuma, la derrota de Quetzalcóatl era definitiva. No había instrumento del estado que asumiera la función educativa, ni colegios civiles o religiosos. La crueldad era la ley. No podía desarrollarse la cultura, la industria ni el espíritu de invención allí donde todo quedaba a merced de la fuerza y servía a los intereses de una casta de guerreros ignorantes y sanguinarios. Estos —los caballeros tigres y los caballeros águilas, antecesores de los caudillos— desterraron a Quetzalcóatl, arrojándolo al mar de donde había venido. Sobre los escombros de las escuelas y de las artes levantaron el símbolo de la macana destructora, figura de la espada de ayer y del rifle de asalto de hoy.
El mito de Quetzalcoátl constituye para Vasconcelos un testimonio de la antigüedad del esfuerzo por redimir a las poblaciones americanas de la miseria y la ignorancia. El culto que inspira la memoria del personaje se le ofrece como un motivo de esperanza. El ideal que este representa ha sido asumido y perseguido por personas y grupos desde entonces, aunque nunca con éxito cabal ni duradero.
En realidad, la educación pública como esfuerzo organizado y sistemático se inicia en el continente americano —sostiene Vasconcelos— con el trabajo de los misioneros católicos. La orden franciscana, vigorosa y pura tras su renovación en Europa; la orden dominicana aún no manchada de intransigencia; y más tarde la orden jesuítica, antes de que la perdiera la sed de poder, son las precursoras y fundadoras de la cultura hispanoamericana. Además de propagar una fe religiosa, los misioneros enseñaron a leer y a escribir, difundieron un idioma, transmitieron las técnicas europeas y llevaron a cabo una labor social cuyos efectos perduran. Su mérito resalta aún más si se considera el estado de las poblaciones en las que desarrollaron su labor. Generalmente, el misionero —formado casi siempre en las mejores universidades europeas— se las había con salvajes muy primitivos como los californios, o bien con masas tan decaídas por la larga servidumbre que rara vez conocían otro oficio que el de suplir a las bestias de carga, inexistentes en la América precolombina. Ni la baja condición material y cultural de las poblaciones, ni la falta de instrumentos, ni el desierto y la pobreza de algunas tierras amedrentaron a los misioneros. Vasconcelos alega que hay regiones que nunca recuperaron su prosperidad desde que ellos tuvieron que abandonarlas.
El misionero se adentraba en la tierra desafiando el justo rencor de las poblaciones recién ofendidas. Tenía que vencer el recelo, el prejuicio, la indiferencia y después la incapacidad de la gente y los obstáculos de la tierra. Debía empezar por construir casa, pero, como era hombre en grande, en lugar de acomodar sus necesidades a la choza se determinó a construir paredes en el desierto. Desde California hasta Argentina se conservan ejemplares de esta arquitectura sólida, bien arraigada en un medio precario y hostil.
Además de la vivienda, el misionero hubo de resolver el problema del sustento. Tampoco aquí se conformó con los peces de las lagunas, la caza del monte ni los frutos del campo. El misionero se sabía portador de una cultura que hizo arraigar en su nuevo hogar, cultivando cereales, frutas y legumbres en regiones donde nunca antes se había practicado la agricultura. Las vides que después enriquecieron a California y a Chile fueron plantadas, originalmente, por manos misioneras. Paralelamente, el misionero importó animales domésticos y enseñó al indígena su cría. Algunas bestias suplementaron la alimentación o aportaron material textil. El burro, por su parte, permitió al menos iniciar la liberación del indio de la más dura de sus faenas.
En la misión, el día se empleaba en las tareas del campo y en el trabajo de albañilería. Al caer la tarde, la misión se convertía en escuela donde se enseñaban artes y oficios, música, letras y religión. Periódicamente, la misión servía de fortaleza para la defensa contra las tribus insumisas, debiendo luchar por su existencia. Tras el asalto, y después de curar a los heridos, los prisioneros —fusilados en épocas posteriores, en otros contextos— eran educados, convertidos e incorporados a la vida de la comunidad. Vasconcelos recuerda que en las escuelas de Vasco de Quiroga, fundadas cuatro siglos atrás en Michoacán, se enseñaban oficios de los cuales aún viven los indios. En su labor como educador, Vasconcelos reconoce haberse inspirado, así, en “los lineamientos de una escuela útil al pobre y capaz de remover todas las capacidades de una raza”[1].
Se ha acusado a los misioneros de acabar con las culturas indígenas al derruir sus monumentos —cuando los había— y extirpar sus tradiciones. Desde luego —admite Vasconcelos—, mucho destruyó la ignorancia y brutalidad de los conquistadores, al igual que el celo excesivo y estrecho de algunos religiosos. Sin embargo —recuerda—, lo que se ha salvado, se salvó gracias a los predicadores. Más aún, las investigaciones que muchos de ellos realizaron de las lenguas y culturas indígenas han fungido como fundamento de cuanto se ha estudiado al respecto desde entonces.
Por lo demás —alega Vasconcelos—, es imposible destruir una cultura si esta es vigorosa, sobre todo a través de la conquista militar. Cuando un conquistador que no trae más que violencia triunfa frente a una cultura superior a la suya, suele ser absorbido o, al menos, influido por ella. Vasconcelos cita los ejemplos de China e India, sofisticadas culturas que supieron civilizar a sus invasores. Ahora bien, en la temprana modernidad, casi nada había comparable con la cultura europea del renacimiento. En la primera mitad del siglo XVI, España era en muchos aspectos la avanzada de esta cultura, entre cuyos representantes y promotores se encontraban los frailes misioneros. Es cierto que las cosmovisiones indígenas fueron reemplazadas o, por lo menos, severamente modificadas[2]. Vasconcelos sostiene que tal reemplazo se hizo con ventaja. De no haber sido así, el indio americano quizá habría tenido que retirarse a reservas al estilo anglosajón, o hubiera sido objeto de perpetua sumisión y de exterminio periódico como en algunas colonias europeas del momento. En el mejor de los casos, el indio viviría aislado en las serranías y desiertos, sin acceso a la sociedad y la cultura de las que hoy participa y a las cuales enriquece.
Si la preclara labor de los misioneros carece de paralelo y no ha sido superada en América, ni quizá en lugar alguno, ¿por qué no consiguió, al fin, vencer el atraso y la ignorancia? Las misiones desaparecieron después de algunos siglos de admirable labor, dejando atrás semilla excelente, pero no una obra culminada. Vasconcelos considera que la inmensidad misma de la tarea agotó a varias generaciones de apóstoles, dejando el proyecto inconcluso. A la decadencia del personal se agregaron las trabas burocráticas y la avaricia de terratenientes y funcionarios. El golpe de gracia lo dio la expulsión de los jesuitas en 1767. Por su parte, el clero secular rara vez tuvo una relación ejemplar con los indios. Y la administración española mal podía proveer de escuelas a las colonias cuando no las proveía a la metrópoli.
A pesar del abandono en que cayó la educación popular en los últimos años del virreinato, a lo largo del siglo XVIII florecieron ilustres universidades y colegios de segunda enseñanza. En Perú, Ecuador, Colombia y México hubo grandes edificios —a los que tenía acceso el criollo lo mismo que el indio— en los que se cultivaban las humanidades, las ciencias, la arquitectura, la literatura y la música, y donde se produjeron obras y publicaciones que se cuentan entre las más importantes de la historia intelectual de Hispanoamérica. Se ha acusado a tal educación de estrechez doctrinal e intolerancia. Aun así, los próceres de las independencias proceden casi todos del colegio español. “Nuestros libertadores —señala Vasconcelos— tomaron de dichos centros el nervio de su pensamiento, el hálito generoso y universal de sus doctrinas y la intención humanitaria de sus sacrificios”[3]. También es verdad que estas instituciones no consiguieron divulgar la cultura entre las masas populares. Pero ¿cuáles otras de la época acertaron a hacer tal cosa? En cambio, sin los Institutos de Ciencias, las universidades y los seminarios, Hidalgo, Morelos, Sucre y Santander hubieran sido poco más que analfabetos.
El tratamiento vasconceliano de la educación en el periodo colonial posee la virtud de rescatar los elementos valiosos de la misma sin ignorar sus deficiencias. Como hombre de acción —fue el primer Secretario de Educación del México postrevolucionario—, Vasconcelos se inspiró en el ideal misionero de una escuela que proporcionara al pobre medios de vida a través del aprendizaje de oficios y que, además de formarlo intelectualmente, desarrollara su sensibilidad estética. Tocaremos este aspecto de la labor vasconceliana en una entrega posterior.
[1] José Vasconcelos, Indología. Una interpretación de la cultura ibero-americana, Agencia Mundial de Librería, Barcelona, s/d [1926], p. 143. “Por muy numerosos que sean ya los elogios que se han hecho de la labor de estos varones ilustres [los misioneros] —sostiene Vasconcelos—, nunca se habrá dicho bastante. Se les podría tomar como modelo para el fomento de la civilización en cualquier región de la tierra, y entre nosotros no creo que sea posible ni atinada una labor educativa que no tome en cuenta el sistema de los misioneros, sistema cuyos resultados no sólo no se han podido superar, pero ni siquiera igualar”. J. Vasconcelos, Indología, p. 141.
[2] “En nuestras tierras, por desgracia, no había elementos para competir, mucho menos para sobreponerse a una civilización cristiana”. J. Vasconcelos, Indología, p. 144.
[3] J. Vasconcelos, Indología, p. 146.