por Antonio Cañellas, historiador
Como recordara Fernando Lázaro Carreter, director de la Real Academia Española de la Lengua entre 1991 y 1998, el uso del término castellano o español para referirnos al mismo idioma es una cuestión que ha suscitado no poca controversia. En primer lugar, porque la trayectoria en el empleo de dichos vocablos ha variado entre los propios académicos a lo largo de la historia. Ha quedado demostrado que hasta 1924 prevaleció la acepción castellano para titular la Gramática y el Diccionario oficial de la lengua. Esto se explica por la mezcolanza de criterios geopolíticos y de otros estrictamente lingüísticos. En efecto, la Academia había preferido el castellano por una razón erudita (como cuna del idioma), y por otra de carácter político: el deseo del centralismo borbónico de configurar toda la vida nacional según el modelo castellano. Si Sebastián de Covarrubias había apostado por la alternancia al vindicar indistintamente ambos términos en su Tesoro de la lengua castellana o española de 1611, a partir del siglo XVIII prevalece la primera como pauta de uniformización.
Sin embargo, fueron las investigaciones de Ramón Menéndez Pidal las que, de acuerdo con el método positivo, introdujeron un cambio notable de tendencia a comienzos del siglo XX. Ciertamente, en su Manual elemental de gramática histórica española de 1904 ya apuntó lo que después desarrollaría en 1918 en uno de sus artículos, cuya influencia habría de revertir en la modificación del término al de lengua española:
Puestos a escoger entre los dos nombres de lengua española y lengua castellana, hay que desechar este segundo por muy impropio. Usada (la denominación lengua española) desde la Edad Media, vino a hacerse más oportuna en el Siglo de Oro de nuestra literatura, cuando ya la nación constaba de los reinos de León, Castilla, Aragón y Navarra unidos. Si Castilla fue el alma de esta unidad, los otros reinos colaboraron en el perfeccionamiento de la lengua literaria, bastando recordar en la literatura clásica nombres navarros, aragoneses y valencianos como Huarte, los Argensola, Gracián, Gil Polo y Guillén de Castro, para comprender el exclusivismo del nombre lengua castellana.
La fuerza del argumento de Menéndez Pidal, renovador de la ciencia filológica en España y director de la RAE en distintos períodos (1925-1926; 1935-1938; 1947-1968) radica en dos supuestos. A saber, que el idioma absorbió en su haber otros romances hablados en la Península como el leonés y el navarro-aragonés, erigiéndose en la lengua española por antonomasia; y en el recordatorio de que el español cuenta con millares de voces no surgidas precisamente en Castilla. Y es que al elenco de autores que cita el académico, bien podrían incluirse otros más recientes o actuales de variada procedencia: Miguel de Unamuno, Pío Baroja (vascos), Camilo José Cela, Gonzalo Torrente Ballester (gallegos), Alfons Cervera (valenciano), José María Gironella, Juan Marsé (catalanes), Carme Riera, María de la Pau Janer (baleares), Antonio Muñoz Molina (andaluz), Mario Vargas Llosa (peruano), Fernando del Paso (mexicano), etc.
Es verdad que, como dijera Francesc Cambó en su calidad de dirigente político de la Lliga Regionalista de Catalunya, el castellano no es la única lengua española. Sin embargo, era ésta una afirmación más política que propiamente lingüística. En efecto, tal como afirmara Dámaso Alonso, director de la RAE entre 1968 y 1982, denominar español al idioma en que se entienden los españoles de todas las regiones es una designación lingüística. Por su parte, calificar al vascuence, al catalán y al gallego como idiomas españoles es una designación geográfico-política, en tanto que perviven y habitan dentro del espacio geográfico de la antigua Hispania y que desde hace siglos conocemos con el nombre de España, país de enorme y variada riqueza cultural. De este modo, si en el siglo XVI triunfó el neologismo de español para referirse al idioma común de España toda, en línea con la constitución de otros idiomas nacionales en el extranjero, ahora parece producirse un retorno a la designación de castellano en las regiones bilingües de España. Pero también en el uso generalizado del término, más por condicionantes de corrección política consagrados en la Constitución de 1978 (que no deja de ser un texto político), que no por criterios estrictamente lingüísticos, a veces ignorados de forma deliberada. Podemos decir con certeza que el español está cimentado sobre el castellano, pero concluir que el español es castellano equivale a decir, según Calleja, que el hombre es un niño. Y es que el castellano es hoy una variedad local del español, como recordara García de Diego y Julio Agustín Sánchez. Si en Francia, país de gran variedad lingüística y dialectal, a nadie se le ocurre llamar francien al français, lengua que tuvo su origen en el dialecto de la Ile-de-France, tampoco debería hacerse lo propio con el español, constriñéndolo exclusivamente a los márgenes de Castilla. Parece claro que tanto España como su idioma común son más anchos que Castilla.
En este sentido y de acuerdo con la RAE, resulta más preciso y correcto designar como español a la lengua común de España, de muchas naciones de América y de algunos territorios de África (cuyas academias trabajan conjuntamente en “limpiar, fijar y dar esplendor” al idioma compartido). Es ésta también la denominación que se usa internacionalmente (spanish, espagnol, spanisch, spagnolo, etc.), por contraposición a la citada nomenclatura utilizada en ciertos ámbitos del interior de España. Se trata, en el fondo, de un problema de identidad relacionado con la concepción misma de la nación en la que poco creen quienes así lo alientan, repercutiendo en el absurdo prejuicio de no llamar a la lengua española por su nombre. Un título que, por otro lado, se refiere de modo integrador y unívoco a la lengua que hablan en su rica diversidad cerca de quinientos millones de personas en todo el mundo. Cuestión ya considerada en su día por Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura en 1989, y que cierra −a modo de síntesis− lo razonado hasta aquí:
Es doloroso que siendo la nuestra una de las lenguas más hermosas, poderosas y eficaces, estuviera durante años en la más indigente inopia […]. ¿Por qué algunos españoles, con excesiva frecuencia, se avergüenzan de hablar en español y de llamarlo por su nombre, prefiriendo decirle castellano, que no es sino el generoso español que se habla en Castilla? ¿Por qué se oyen los términos Hispanoamérica e hispanoamericano que se fingen entender en un desvirtuador sentido y se llega a la equívoca y acientífica aberración de llamarle Latinoamérica y latinoamericano? ¿Por qué se olvida que en los Estados Unidos los hispanohablantes, caribes, mexicanos y centroamericanos se llaman hispanos a sí mismos? Sacudámonos falsos pudores que nos dificultan ver claro y recordemos a los americanos que hablan el español que esta es la lengua de todos. Ni más ni menos suya que nuestra ni al revés.