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El valor del trabajo en la historia

 por Luis Suárez, Real Academia de la Historia

     Desde el siglo XIX vienen predominando dos corrientes de pensamiento que han influido hasta nuestros días en la concepción del trabajo: el capitalismo y el marxismo. Las dos lo han considerado como una función exclusivamente económica dentro del proceso de producción. Existe, pues, un punto de coincidencia: su materialismo. En este sentido, el capital −o inversión para la ganancia− condiciona a las personas en sus relaciones laborales. La discrepancia de su discurso radica en la manera y los medios de obtener beneficios a gran escala. ¿Es el empresario quien los dispone según la oferta y la demanda del libre mercado? (tesis capitalista) o ¿son los trabajadores quienes, representados por el Estado, organizan la producción con arreglo a las necesidades colectivas? (tesis marxista).

         Mucho antes de la irrupción de estos planteamientos, Occidente se nutrió de la aportación de la cultura helenística griega (siglo IV a.C). Durante esta época la actividad humana se dividía en dos grandes sectores; por un lado, aquellos de estricta utilidad práctica y servicio (banausia) y, por otro, los relacionados con la creatividad como la estética, la ciencia o el pensamiento. Éstos últimos fueronEconomía en la antigua Grecia los que suscitaron mayor aprecio; sobre todo tratándose de una valoración por parte de quienes desarrollaron estas artes. El mismo Platón infravaloró los oficios manuales, calificando a sus agentes de banausus. Una palabra que podría estar en la raíz del vocablo banal; dicho de aquello trivial, sin importancia o de escaso interés. Es por eso que las minorías intelectuales del mundo griego preferían atribuir a los bárbaros los inventos técnicos, reservándose para ellos las ciencias especulativas como la filosofía en su empeño por alcanzar la sabiduría.

    Por su parte, los romanos establecieron una tajante diferenciación entre aquellas labores propias de esclavos (trabajos serviles) y las reservadas a los ciudadanos libres. Aún permanece en nuestros días ese recuerdo cuando denominamos profesiones liberales a algunas actividades humanas. Efectivamente, entre los Los artistas romanos.grupos sociales de la Roma Antigua eran los plebeyos quienes se dedicaban a la artesanía, al comercio y a la inversión; que ensalzaron y presentaron como un valor para la sociedad. Mientras tanto, los patricios o nobles mostraron su menosprecio. Seguían las enseñanzas de los clásicos griegos, que atribuían a los oficios un impedimento para el progreso de la virtud, necesaria para los llamados a gobernar. De este modo, la reserva hacia los trabajos manuales no era generalizada y, en todo caso, se fundaba no tanto en el rechazo a esa actividad propiamente dicha como al vínculo de dependencia que podía generar para la subsistencia de muchos.

      En la cultura judeocristiana se observa otra dimensión con respecto al trabajo. De acuerdo con su religión, Dios habría encomendado a los primeros seres humanos el cuidado de la Creación, tal como refiere la Biblia en el Libro del Génesis (2, 15). Con la construcción de la Cristiandad en Europa se produjo un fenómeno en el que se entrecruzaron las influencias que hemos mencionado. Algunos Padres y Doctores de la IDetalles curiosos del 'Jardín de las Delicias' de El Boscoglesia interpretaron el texto sagrado desde una doble óptica. La primera incidiría en el acto creador de Dios destinado al bien del hombre, que lo guardaría en su Providencia trabajando para su salvación. La segunda, mucho más recurrente, subrayaría la misión de la persona humana en la custodia del universo, revirtiendo en beneficio propio al preservarle de la ociosidad y de las pasiones desordenadas. En este sentido, las primeras comunidades monásticas no dudaron en tomar la agricultura −catalogada como el más servil de los trabajos− como uno de los menesteres de los monjes en esa tarea de garantizar el sustento físico (el alimento) y espiritual (fomento de la virtud frente a los vicios de la desocupación). De este modo, siguiendo el ejemplo de Jesús de Nazaret (Dios hecho hombre), que aprendió el oficio de carpintero que le enseñara quien ejerciera como padre −José− hasta el inicio de su predicación, los monjes también venían a declarar el valor y dignidad de cualquier trabajo que se insertara El Cister, la orden "anticorrupción" de la Edad Mediadentro del plan divino. Es por este motivo que en la regla de la orden religiosa que fundara san Benito en el siglo VI, iba a subyacer la divisa ora et labora (reza y trabaja) que la hiciera conocida por todos; sobre todo con la reforma del Císter. La vida del claustro anticipaba así la imagen celestial en la que la oración y el trabajo manual se armonizarían conforme a la obra creadora de Dios.

      Esta visión del trabajo revolucionó a la entonces predominante. Sin embargo, pronto se presentaron las resistencias por parte de unas élites que buscaron el modo de mantener la vieja distinción del pasado. La nobleza, por ejemplo, alegó que estaba exenta de los oficios mecánicos y de la tributación por el servicio armado que prestaba. También la Iglesia experimentó cambios con movimientos que abundaron en la excelencia de la contemplación incompatibilizándola con las dedicaciones manuales. A pesar del interés de los humanistas del siglo XVI por promover −también desde los ámbitos laicales− la cultura cristiana y sus implicaciones en el mundo moderno, el tratamiento del trabajo no se retomó con fuerza hasta la Ilustración.

     La confianza en la razón y el anhelo de progreso como instrumentos para un mayor acceso al bienestar y a la felicidad que éste pudiera implicar, hicieron que los ilustrados del siglo XVIII alentaran la recuperación de los oficios mecánicos y mercantiles, asociados a la utilidad, para estimular la producción y la consiguiente ganancia económica. Tanto la fisiocracia, que aseguraba que la riqueza de las naciones radicaba en la agricultura, como el liberalismo, que postulaba el interés y la iniciativa individual como premisa para el crecimiento económico, aBenito Jerónimo Feijoo - Wikipedia, la enciclopedia librepuntaban a la necesaria rentabilidad. En el mundo hispánico, los principales ilustrados (Feijóo, Campomanes y Jovellanos) aceptaron los principios de la ciencia moderna sin por ello renunciar a los basamentos católicos. Es más, todos éstos anteponen los presupuestos morales –el cultivo de la virtud (incluida la de religión)− como fundamento para conseguir la felicidad humana y causa que habrá de estimular el desarrollo ordenado de la ciencia y el progreso. En este nuevo contexto, Feijóo −monje benedictino y profesor en la Universidad de Oviedo− divulgó una de las ideas nucleares de su Orden, según la cual todo trabajo humano resultaría honorable u honroso; no por su naturaleza manual o intelectual, sino en tanto conducente al servicio de Dios (cooperando en su obra creadora) y, en segundo término, al provecho de la nación. Por su parte, Campomanes −formado en esos parámetros− incidiría en los aspectos prácticos al fomentar la industria mediante la liberalización del sector para estimular su competitividad y dinamismo. En continuidad con esta línea, Jovellanos propondría cambios en la Gaspar Melchor de Jovellanos (Author of El Delincuente Honrado)propiedad agraria con los mismos fines. No se trataba tanto de enajenar los bienes de la nobleza ni de la Iglesia, como de acabar con los señoríos, es decir, permitir que sus titulares pudieran disponer de ellos para su venta en lo que se necesitara para garantía de su rentabilidad. De este modo, la legitimidad o fuerza moral de la nobleza debía residir en el mérito y la virtud, demostrada en el trabajo de inversión económica del que derivaría el beneficio para su propio linaje, al tiempo que servía al progreso del país.

     Esta relación entre el orden moral y la técnica (científica, económica, etc.) fue diluyéndose a medida que se impusieron las ideologías materialistas anteriormente mencionadas. Y es que cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega el desarrollo humano al no considerar a la persona en laLa Salud Laboral será obra de los propios trabajadores globalidad de su ser. Muy recientemente el Papa Francisco ha insistido en ello: no se atiende ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si no son “útiles” para la sociedad o la economía, obsesionadas por reducir costes. Ciertamente, no estamos hablando de objetos. En este sentido, el trabajo debe ser realmente un medio para dignificar a las personas que lo realizan y a quienes se dirige. Ésta ha sido una de las grandes contribuciones del catolicismo a la cultura occidental, especialmente acreditada por su magisterio reciente. Por eso, no cabe considerar como trabajo aquellas ocupaciones que degradan a la persona (apartándola de la virtud), por mucho que entren en la dinámica de la oferta y la demanda.

      Es claro que, al visualizar los efectos de la crisis por la pandemia del coronavirus, tendríamos que interrogarnos acerca del modelo socioeconómico que queremos construir. Sin una concepción antropológica adecuada de lo que es en verdad el ser humano, difícilmente daremos con un sistema acorde con la dignidad de la persona, esto es, que mire a su bien en sintonía con el orden moral.

Consecuencias del progresismo

  por Luis Suárez, Real Academia de la Historia

            Antes de comenzar este breve análisis, cabe distinguir la palabra progreso de su derivado progresismo. La primera se refiere a un adelanto o perfeccionamiento humano, pues se trata de una facultad propia de nuestra especie. La segunda consiste en una formulación ideológica surgida en las postrimerías del siglo XVIII, que concibe ese avance o progreso de una determinada manera. Desde la Ilustración, muchos científicos, confiando exclusivamente en las potencialidades de la razón −que consideraban infinitas−, imaginaron que serían capaces de liberar Periodismo de Opinión: El culto a la razóna la humanidad de sus pasadas angustias y temores, conduciéndola a la felicidad. Un término muy habitual durante los siglos XVIII y XIX, recogido en las declaraciones de derechos y en textos constitucionales. De ahí que se asociara el progreso y la felicidad en una suerte de maridaje indisoluble. Sin embargo, este progreso se entendió como el desarrollo de la mente humana ordenada sólo al bien material. Los adelantos en el conocimiento permitirían la erradicación de enfermedades y del consiguiente dolor, así como el aprovechamiento y eficaz distribución de la riqueza hasta lograr el pleno bienestar, fundando la sociedad perfecta y definitiva. Que no se alcanzaran esos objetivos de forma inmediata iba de suyo. Sólo se llegaría a la meta mediante una progresión paulatina, resultado de una serie imparable de descubrimientos. Esto explica la diversidad de ideologías que a lo largo del tiempo confluyen en dicha idea: el positivismo, el marxismo o, más recientemente, el transhumanismo son los relieves de una misma efigie progresista.

            En su caso, el positivismo parte de la tesis que esbozara Voltaire: es el hombre el que inventa a Dios a su imagen y semejanza (Si Dieu n´existait pas, il faudrait l´inventer). La religión se reducía así aBiografia de Voltaire un artificio humano con el que se intentarían explicar ciertos fenómenos importantes en las etapas primitivas del desarrollo humano; una inicial, de carácter politeísta seguida de una segunda monoteísta hasta concluir en una tercera −la positiva−, capaz de prescindir de lo sobrenatural o religioso para dar respuestas con arreglo a causas naturales que obedecerían a leyes estrictamente científicas. La humanidad habría progresado entonces presentando al ser humano como verdadero dios de sí mismo y de la naturaleza (el famoso seréis como Dios del Libro del Génesis). Las dificultades que pudieran presentarse en este proceso se imputaban a la resistencia ejercida por la religión, calificada de retrógrada y propia de mentes anquilosadas o supersticiosas. De aquí que, según el positivista, el remedio gravite en el barrido de cualquier metafísica para acelerar el progreso científico y conseguir la felicidad absoluta.

            Con todo y a pesar de que no se han cumplido las previsiones del positivismo, entre las que se cuentan un acceso pleno de la humanidad a los bienes materiales y del conocimiento o el alargamiento indefinido de la existencia humana, sus seguidores continúan instalados en sus presupuestos. Desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días han quedado patentes sus contradicciones. Ni todo el mundo ha podido acceder a la riqueza, también porque la acumulación ilimitada de bienes de consumo sólo se alcanza privando de ellos a muchas otras personas, ni se ha erradicado el dolor ni la enfermedad, como vemos ahora con un mundo en jaque por la crisis del coronavirus. Esa pretendida felicidad deja posos de amargura e insatisfacción, conforme apuntan las estadísticas sobre la creciente ingesta de ansiolíticos o el mayor índice de suicidios.

            Cuando se constató que aquellos prometidos bienes se alejaban, agudizando las diferencias sociales con la explotación laboral de miles de personas, surgió otra vía complementaria, pues tampoco prescindía de la raíz materialista del positivismo. En efecto, el marxismo, ideología que toma el nombre de su inspirador –el filósofo alemán Karl Marx− postuló en El Manifiesto Comunista (1848) la formulación de una ley que, a su juicio, viene a gobernar la historia de la humanidad: la lucha de clases. El motor de la historia, la causa de su avance temporal, es el odio o el combate permanente entre oprimidos y opresores. De ahí que sólo pueda abrazarse la felicidad en el momento que se supere esa dialéctica prescindiendo de la propiedad, generadora de las injusticias sociales. Para llegar al término de una sociedad comunista, ya sin diferencias, donde reine el igualitarismo como el estado de vida ideal, se requiere un paso previo: la dictadura del proletariado. La clase obrera debe primero derrocar a los capitalistas e implementar por la fuerza su programa. También aquí la religión estorba, porque actúa como opio –así la calificó el propio Marx− al frenar las conciencias en ese camino hacia el paraíso socialista. No hace falta insistir. La historia, que –en palabras de Cicerón− es maestra de la vida, ha verificado las secuelas de esta utopía. La conculcación de los derechos fundamentales de la persona (la vida, la libertad y la propiedad) ha sido una constante en los sistemas comunistas. La URSS y sus Estados satélites en Europa del Este son un ejemplo claro. Que todos ellos se evaporaran con el triunfo global de la economía capitalista no significa, sin embargo, la extinción de la ideología, adaptada a las nuevas circunstancias. El feminismo actualmente predominante supone la extrapolación de la antigua lucha de clases a la lucha de sexos. El patriarcado y no la propiedad es ahora8M, Día de la Mujer 2022, en directo | El 8M reivindica la igualdad y  homenajea a las mujeres de Ucrania | España la causa de todos los males y el objeto a batir. De ahí que haya de implementarse una suerte de dictadura feminista que conduzca al igualitarismo sexual. No estamos hablando de igualdad en deberes y derechos con arreglo a una dignidad humana compartida por los distintos sexos, sino de una especie de masculinización –en el menos elogioso de los sentidos− por parte de la mujer, que renuncia así a su insustituible personalidad.

            Esta espiral de contienda permanente, fundada en la autosuficiencia de cada uno, aspira a desplazar por superación las corrientes citadas traspasando definitivamente la condición humana mediante la técnica. Es lo que se conoce por transhumanismo; otro peldaño más de la escala imparable del progreso. Se trataría aquí de mejorar conscientemente la especie y Transhumanismo, mitología y cine - Proyecto Sciocrear un nuevo tipo humano más allá de su misma naturaleza. La experimentación genética para lograr cualquier fin o el estímulo de una inteligencia artificial perfecta, sobrepuesta a la humana, permitiría vencer sus limitaciones intrínsecas. Esta idea viene a recuperar el concepto del superhombre a modo de dios omnipotente sobre su destino y el del universo, resultado de aquella vieja estela positivista.

            No obstante, ¿realmente la felicidad radica en la trasposición, a veces violenta, de nuestra identidad como personas? Según su origen, el vocablo persona podría remitir a la expresión latina per se sonas, es decir, aquel que habla por sí mismo; esto es, un individuo que posee una naturaleza racional. Es esta razón la que nos debiera descubrir la realidad de la cosas para adecuarnos a ella y andar de este modo en la verdad. Sólo así apreciaríamos que existe un equilibro innato en la naturaleza que debemos preservar; también porque formamos parte de él. Esto entraña el respeto al orden moral. Por nuestra conciencia, esto es, el conocimiento certero de la realidad, sabemos de la existencia del bien y del mal. En efecto, los actos humanos trascienden el mero instintoimages (2) situándose en un plano superior al del mundo animal. Por eso nos realizamos cuando la conducta se identifica con el bien, tal como refiriera Aristóteles: es el hombre virtuoso –el que ama el bien por sí mismo− lo que hace feliz a la persona. He aquí la definición del amor. La solución a las grandes dificultades del mundo presente pasa por una afirmación o abundancia de bien que, necesariamente, nos remite a su causa primera, al que es por sí mismo: Dios, reconocido por la observación sensible y revelado por iniciativa propia hasta su materialización en Jesucristo. Todo en la persona obliga a trascenderse y si ese movimiento no se carga de amor, la misma persona se torna incomprensible. La experiencia demuestra que si el conocimiento no se pone al servicio de la naturaleza del hombre atenta a su dignidad y le degrada, aun cuando se apela a su liberación, que se prueba falsa. Aquí está justamente la clave que obliga el amor a los demás. Esto implica animar al otro al esfuerzo para conducirse al bien, conforme al querer inserto en la Creación, y rehuir cualquier amago o empeño autodestructivo. El porvenir del género humano radica precisamente en recuperar su humanidad, es decir, volver a su esencia. Sólo de este modo podrá participar de la dicha del bien por vínculos cada vez más fuertes de solidaridad y dirigir a cada persona a la consecución del bien eterno de Dios.

La derecha republicana en España

 por Antonio Cañellas, historiador

            El apellido Maura es bien conocido en España. Vecino del barrio de la Calatrava en Palma de Mallorca, Antonio Maura Montaner (1853-1925) llegaría a ocupar la presidencia del gobierno de España hasta en cinco ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII.

            Sin embargo, no van estas líneas dedicadas al prócer liberal-conservador, aunque sea menester recordarlo en estos días tan confusos para la política española. Nuestro foco de atención es otro; en este caso el séptimo de los hijos del dirigente mallorquín. La elección no es casual; responde al interés por presentar nuestro último libro. Con el título  MIGUEL MAURA. LA DERECHA REPUBLICANA (escuchar entrevista) ofrecemos al público la primera biografía política del que fuera ministro de la Gobernación en el gabinete provisional que gestionó el tránsito de la Monarquía a la Segunda República en 1931. Ahora miguel maura: la derecha republicana-antonio cañellas mas-9788496729414 que parecen reverdecer sentimientos o anhelos de cambio a distinto nivel, puede resultar útil adentrarse en la trayectoria de un personaje que abrazó resueltamente la República, convirtiéndose en el verso suelto de la tradición monárquica familiar. Esta biografía revela las razones de esta mutación. Mucho tuvieron que ver las complicadas relaciones políticas entre el rey y su padre, poco propicio a componendas, a las que siempre antepuso la defensa de sus principios regeneracionistas. Este proyecto, que aspiraba a materializar la revolución desde arriba autentificando la democracia de partidos, dentro del respeto al orden tradicional representado por la Monarquía –concebida en la Constitución de 1876 como garantía de estabilidad política y de progreso socioeconómico−, se vino al traste por la mediocridad de la mayor parte de la clase dirigente. No sorprendeResultado de imagen de jose ortega y gasset entonces la demanda de las minorías selectas, especialmente instruidas para  el liderazgo del país en todos sus ámbitos, formulada por José Ortega y Gasset en su España invertebrada de 1921. Fueron muchas las coincidencias de Miguel Maura con el filósofo madrileño, hasta el punto de ensayar un intento de colaboración política durante la República que finalmente no cuajó.

              La fundación del Partido Republicano Conservador ideado por Maura en 1932 pretendía actuar como vehículo de expresión de aquellos sectores descontentos con la senda que había tomado la nueva forma de Estado. Su integración en la República sólo podría lograrse si ésta era patrimonio de todos los ciudadanos y no sólo de la izquierda. De lo contrario se corría el riesgo de una quiebra definitiva de la convivencia, como ya pronosticara Antonio Maura poco antes de su muerte en 1924:

La monarquía […] perecerá para ser sustituida por una república de apariencias democráticas en su nacimiento, que evolucionará rápidamente hacia una república de tipo socialista, la cual será desbordada por otra de tipo comunista.

             Precisamente para disipar esos pésimos augurios, su hijo insistió en revisar el contenido más tendencioso de la Constitución de 1931 en materia de enseñanza y de propiedad. A esto se añadía la necesidad de armonizar el proceso autonómico, amparando por igual los derechos y deberes de todos los españoles con independencia de su lugar de residencia. La defensa de la educación, de la justicia y de la fiscalidad como competencias propias del Estado armaron las líneas maestras de su programa.

            El libro también se adentra en las interesantes relaciones del protagonista con José Antonio Primo de Rivera, otro admirador de Ortega y partidario de impulsar la regeneración de la vida nacional mediante una solución autoritaria. La exaltación de un vitalismo juvenil comprometido con el servicio a la patria, que conjugaría el ser histórico de España con la justicia social, fue uno de los rasgos del ideario falangista más admirados por Maura. Ambos coincidían en su propósito reformista, aunque discrepaban en los modos de llevarlo a término. Que Maura propugnara una dictadura republicana en la difícil coyuntura de 1936, sólo se entiende como último recurso para salvar los basamentos democráticos del sistema y detener el estallido de una guerra entre españoles. Los detalles de esta propuesta es otra de las aportaciones de la obra. Con su lectura pueden extraerse varias conclusiones; sobre todo en estos momentos, que tanto se reivindica el legado republicano por parte de algunos.

            En efecto, ningún sistema político constituye un fin en sí mismo. Su legitimidad consiste en procurar la recta inclusión de las distintas entidades de la sociedad de acuerdo con los presupuestos del bien común. Un objetivo que es posible promover desde diversas ópticas. Miguel Maura trató de hacerlo desde una perspectiva liberal-conservadora en un momento muy convulso de nuestra historia. Quizá convendría hacer memoria de este otro Maura para no caer de nuevo en los mismos errores de antaño.

El liberalismo: errores y aciertos

    por Antonio Cañellas, historiador

   No es casual que el contenido político del término liberal se acuñara en España. Fueron los representantes de las Cortes de Cádiz quienes dieron a luz el vocablo alrededor de 1810. Con la convocatoria y reunión de aquella asamblea se pretendía dar voz a los representantes del reino que en anteriores ocasiones se habían dado cita bajo el auspicio de la Corona. La dominación francesa de la Península Ibérica y el destierro forzado de Fernando VII, único monarca reconocido por los diputados, alentó a la Junta Central y a la de Regencia a tomar la iniciativa. Se trataba de orillar la acción institucionalizadora del poder bonapartista –prescindiendo del Estatuto de Bayona de 1808− y programar el futuro político una vez sacudido el yugo napoleónico. La primera Constitución codificada del país en 1812 siguió la estela de la promulgada en los Estados Unidos de América en 1787 y en Francia en 1791.

   Sin embargo, de los congregados en la iglesia de San Felipe Neri de Cádiz (convertida en improvisada sede parlamentaria) algunos reclamaron la continuidad de la obra legislativa anterior. En este sentido, las Cortes encarnarían una puesta al día de las leyes fundamentales que habían ido articulando el funcionamiento de la monarquía desde la promulgación del Fuero Juzgo (siglo VII). Así quiso presentarlo Gaspar Melchor de Jovellanos, dispuesto a convencer a José Moñino, conde de Floridablanca y presidente de la Junta Central desde septiembre de 1808, de la oportunidad de aquella convocatoria por brazos o estamentos[1]:

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No se trata [proclamaba Jovellanos] de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela, sin duda: porque ¿qué otra Constitución que el conjunto de Leyes Fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y de los medios saludables para preservar unos y otros? ¿Y quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse ¿Falta alguna medida para asegurar la observancia de todas? Establézcase[2].

   Aun así, este aserto no disipó las reservas del antiguo ministro reformista de Carlos III (1759-1788). La preocupación de Floridablanca gravitaba en la ausencia obligada del rey y del consiguiente aval para convocar las Cortes. Un problema de legitimidad al que añadía el peligro de que «la exaltación misma de los espíritus de nuestros pueblos pudiera exponerlos a que fueran conducidos desde el amor a la libertad al extremo de la licencia»[3]. Es cierto que la Constitución de 1812 era más española en el fondo de lo que pareció en la forma[4]. Primero, porque conservó la confesionalidad católica efectiva a instancias del grupo liderado por Pedro Inguanzo. Y, en segundo lugar, por establecer un sistema orgánico de elección popular indirecto. Un procedimiento tímidamente ensayado durante el reinado de Carlos III con la creación en 1766 de los diputados y síndicos personeros del común (encargados de gestionar por un año los abastos de las villas), electos orgánicamente en concejo abierto y sin distinción de estamentos.

   La similitud de la Constitución gaditana con las asambleas primarias recogidas en la Constitución francesa de 1791 en nada concordaba con el sufragio popular directo de la Constitución jacobina de 1793. Este antecedente, acompañado de la ejecución de Luis XVI y el inicio del Terror republicano, fue lo que retrajo el ánimo de Floridablanca. Y es que bajo el mandato de Robespierre, coincidiendo con el frenesí revolucionario, se dieron curso a las ideas expuestas por Jean-Jacques Rousseau en su Contrato Social (1762). Los individuos como seres aislados y libres, pero obligados a convivir por necesidad, cederían todos sus derechos para someterse al criterio de la voluntad general[5]. Aunque dicha consideración perseguía la protección de la persona y sus bienes, sería finalmente el Estado el que determinaría el grado de libertades ciudadanas por convenio. De aquí que la proclamada objetividad del bien común se desvaneciera frente a la voluntad cambiante de la mayoría.

   Que este seísmo democratista pudiera hallar su réplica en España y sus dominios de Ultramar centró desde entonces la atención de Floridablanca, ya como ministro de Carlos IV. Su respuesta de acordonamiento sanitario para inmunizar al país de aquel foco infeccioso daría origen al pensamiento reaccionario de la España contemporánea. Una contestación de barricada y contraataque ante un acopio de innovaciones que juzgaban disolventes para la paz y el orden social. Sin embargo, ese combate a la revolución no sólo procedió de las filas tradicionalistas o del reformismo moderado de los ilustrados de la monarquía carolina. También algunos whigs ingleses (precursores del Partido Liberal Británico) arremetieron duramente contra la quiebra que implicaban los postulados violentos de la revolución francesa.

   La apuesta de Edmund Burke (1729-1797) se fundamentaba en la Declaración de Derechos elaborada en Inglaterra por los lores y comunes (aristocracia y burguesía) de manera conjunta en 1689, por cuanto definía solemnemente las libertades de la nación, al tiempo que limitaba los poderes de la monarquía en una búsqueda de equilibrio entre las partes. Esta adecuación pactada (no sin previas violencias) en un contexto de transformaciones sociales y económicas fue el que intentó adoptarse en España conforme a las particularidades propias del reino.

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El ascenso de la hidalguía y de la pequeña burguesía a puestos relevantes de la Administración según los criterios de virtud y mérito dispuestos por Carlos III, aspiraba a un cambio de mentalidad basado en el pragmatismo y el refuerzo de la autoridad civil. Un programa que, sin pretenderlo entonces, introdujo de soslayo ciertas innovaciones, también aplicadas a la consecución de antiguos intereses.

   El afán por acrecentar las prerrogativas reales sobre el ámbito de las competencias eclesiásticas (incluso con la aquiescencia de algunos clérigos) acabaría legando la idea de la plena supremacía del poder civil[6]. Este presupuesto, unido a otras pautas de pensamiento, alimentaría progresivamente una mentalidad revolucionaria entre las élites intelectuales y burguesas hasta certificar la disolución del régimen tradicional de cristiandad[7].

   Que a la altura de 1808 el pensamiento de Jovellanos y –en menor medida− el del viejo Floridablanca coincidiera con el de Burke, al afirmar la libertad como un acto viril, moral y ordenado, conforme a la recta razón en armonía con la verdad religiosa, explica que estos sectores encarnaran una suerte de modernidad tradicional[8]. Es decir, un espíritu de renovación en la continuidad sin prescindir de los principios morales permanentes, acordes con la condición de la naturaleza humana. Los mismos que, según esta óptica, estarían radicados en los presupuestos cristianos como definidores de la cultura, expresada en la mentalidad y costumbres de la vida social. Se comprenden así las declaraciones de Jovellanos contra todo procedimiento revolucionario y subversivo al erosionar los cimientos del derecho social. Su oposición a las monstruosas teorías constitucionales emanadas de la tesis del contrato social de Rousseau[9], alejaron a este grupo de lo que luego vendría en llamarse el liberalismo continental de cuño francés. La filosofía inmanentista, propia de un individualismo extremo acunado desde antaño por los sofistas griegos, el nominalismo y el libre examen derivado de las doctrinas luteranas, conformaron la idea de libertad de conciencia. Según esto, el hombre sería un ser autosuficiente, capaz de decidir por sí mismo la validez moral de sus actos sin otras consideraciones externas. El hombre se erige así en principio y fin de su propia existencia, convertido en la medida de todas las cosas. De ahí las severas reprobaciones de la Iglesia[10].

   Por su parte, lo que más tarde se conocería como el liberalismo de ascendencia anglosajona no contaría –a grandes rasgos− con esas características tan ajenas a la trascendencia y al valor de lo religioso. Quizá porque influyera menos el racionalismo en favor de corrientes empiristas y románticas que, en el primer caso, tendieron por igual hacia el escepticismo o el positivismo, reduciendo el conocimiento solamente a lo constatado por los sentidos.

   Es verdad que estas filosofías se entremezclaron con los movimientos liberalistas del siglo, cuyos orígenes también se remontan a las mutaciones económicas de la Edad Moderna con la puesta en escena del mercantilismo. No debe olvidarse que años después Adam Smith teorizará sobre La riqueza de las naciones (1776) con un marcado tono individualista. Para el pensador escocés, el interés personal constituye el verdadero motor de la economía. En efecto, según el capitalismo liberal, el progreso sería la consecuencia del despliegue de la libertad en la busca de la riqueza individual. Las injusticias que pudieran sucederse no resultarían tan perturbadoras como una hipotética reglamentación por parte de la autoridad sobre la base de una moral pública debidamente interpretada por los gobernantes[11]. El problema de la libertad individual en cuanto estado de naturaleza de la persona pudo derivar de la libertad considerada en sí misma (entendida como un fin y no como un medio), al igual que de las finalidades para las cuales se ejercita.

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 Si como temía el conde de Floridablanca la libertad se saca de quicio acaba produciéndose un endiosamiento del hombre como «sujeto autosuficiente», por encima de toda jerarquía de valores morales. De este modo acontece una transgresión de la misma realidad antropológica, tal como observaron los escolásticos[12]. Para éstos, el objeto del hombre consiste en disponer su libre albedrío –en tanto facultad de la voluntad y de la razón− hacia el soberano bien (Dios), conforme al orden establecido en la Creación[13]. Una explicación del cosmos y del fin del hombre al margen de la autoría de Dios reduce o inhabilita las potencialidades y el ejercicio de la razón humana. Es entonces –con un intelecto languidecido que, paradójicamente, se tiene por superior en fuerza y volumen− cuando puede provocarse lo que algunos autores apuntaron como una auténtica catástrofe para la sana convivencia social[14].

   Poco a poco, en palabras de John Locke, el estado de ley natural –conocida por la razón− degeneraría en estado de guerra al imponerse el apasionamiento humano, atentatorio contra la vida y las propiedades de otros semejantes[15]. La conculcación de esos bienes, interpretados en la práctica como valores absolutos, alteraría de igual modo la visión integral de la persona humana aportada por la filosofía realista. Y es que esa idea liberalista de Locke, si bien algo más templada, tampoco atinaba a explicar el porqué de la violación de las normas de coexistencia dictadas por la razón de la ley natural. En el fondo se trata de un enfoque parcial acerca de la realidad misma del hombre y su naturaleza, que no considera el estado de caída original como consecuencia de una actitud de pretendida autosuficiencia. Dicho de otro modo: un canto al antropocentrismo; siempre recurrente a lo largo de la historia bajo un amplio espectro de formulaciones ideológicas.

   Si algunos autores vislumbraron la posibilidad de conciliar la tradición cristiana y el liberalismo fue desde una noción conservadora, que admitió la primacía del orden moral y la validez de la Revelación como condición para desarrollar y ejercer la libertad en plenitud[16]. El error del liberalismo radicaría, por tanto, en ese componente individualista inclinado a rechazar o infravalorar la trascendencia del plano sobrenatural con tal de absolutizar la libertad de cada cual. Su acierto, sin embargo, el de procurar contener –en su edición moderada− ciertos abusos en la práctica política, heredada de una tendencia a concentrar todo el poder en manos de los príncipes y, asimismo, la de estimular la libertad de iniciativa, la competitividad económica y la libre circulación de capitales. La controversia continúa ahora pendiente cuando de nuevo se absolutiza el poder de las asambleas –rehabilitando a Rousseau con el hondo lamento de Jovellanos−, al tiempo que se impone un capitalismo de raíz smithiana. En ambos casos se arrumba cualquier soporte moral –y por eso mismo religioso− para instalarse en una autosuficiencia subjetiva que, en último término, tiende a socavar la convivencia ordenada de nuestras sociedades.

[1] Véanse los argumentos formulados por Jovellanos en el Dictamen de la Comisión de Cortes elevado a la Junta Central sobre la convocatoria de Cortes (junio 1809). Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

[2] Gaspar Melchor de Jovellanos: Memoria en defensa de la Junta Central, La Coruña, 1811, p. 107.

[3] Reflexión referida por Jovellanos acerca del Conde de Floridablanca en Memoria…, ibid., p. 99.

[4] Jaime Vicens Vives, Aproximación a la Historia de España, Salvat, Madrid, 1970, p. 139.

[5] Jean-Jacques Rousseau, El Contrato Social, Alba, Madrid, 1987, p. 23.

[6] Juan Pablo Domínguez, «Reformismo cristiano y tolerancia en España a finales del siglo XVIII», en Hispania Sacra, LXV, 2013, p. 123.

[7] Vicente Rodríguez Casado, La política y los políticos en el reinado de Carlos III, Rialp, Madrid, 1962, p. 173.

[8] Véase, Patricio Peñalver, Modernidad tradicional en el pensamiento de Jovellanos, EEH, Sevilla, 1953.

[9] Manuel Moreno Alonso, Jovellanos. La moderación en política, Gota a Gota, Madrid, 2017, p. 146.

[10] Gregorio XVI, Mirari Vos, (1832); Pío IX, Quanta Cura, (1864).

[11] Vicente Rodríguez Casado, Orígenes del capitalismo y del socialismo contemporáneo, Espasa, Madrid, 1980, p. 209.

[12] STh 1, 2, qu. 1, art. 1.

[13] STh 1, 2, qu. 1, art. 8.

[14] Véanse las reflexiones de José María Pemán en Signo y viento de la hora, Estella, Salvat, 1970, p. 137.

[15] John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, (1690), Alianza, Madrid, 1998, pp. 48-49.

[16] Rafael Calvo Serer, La fuerza creadora de la libertad, Rialp, Madrid, 1958, p. 217; Russell Kirk, La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos, Rialp, Madrid, 1956, p. 21.