por Luis Suárez, Real Academia de la Historia
Desde el siglo XIX vienen predominando dos corrientes de pensamiento que han influido hasta nuestros días en la concepción del trabajo: el capitalismo y el marxismo. Las dos lo han considerado como una función exclusivamente económica dentro del proceso de producción. Existe, pues, un punto de coincidencia: su materialismo. En este sentido, el capital −o inversión para la ganancia− condiciona a las personas en sus relaciones laborales. La discrepancia de su discurso radica en la manera y los medios de obtener beneficios a gran escala. ¿Es el empresario quien los dispone según la oferta y la demanda del libre mercado? (tesis capitalista) o ¿son los trabajadores quienes, representados por el Estado, organizan la producción con arreglo a las necesidades colectivas? (tesis marxista).
Mucho antes de la irrupción de estos planteamientos, Occidente se nutrió de la aportación de la cultura helenística griega (siglo IV a.C). Durante esta época la actividad humana se dividía en dos grandes sectores; por un lado, aquellos de estricta utilidad práctica y servicio (banausia) y, por otro, los relacionados con la creatividad como la estética, la ciencia o el pensamiento. Éstos últimos fueron los que suscitaron mayor aprecio; sobre todo tratándose de una valoración por parte de quienes desarrollaron estas artes. El mismo Platón infravaloró los oficios manuales, calificando a sus agentes de banausus. Una palabra que podría estar en la raíz del vocablo banal; dicho de aquello trivial, sin importancia o de escaso interés. Es por eso que las minorías intelectuales del mundo griego preferían atribuir a los bárbaros los inventos técnicos, reservándose para ellos las ciencias especulativas como la filosofía en su empeño por alcanzar la sabiduría.
Por su parte, los romanos establecieron una tajante diferenciación entre aquellas labores propias de esclavos (trabajos serviles) y las reservadas a los ciudadanos libres. Aún permanece en nuestros días ese recuerdo cuando denominamos profesiones liberales a algunas actividades humanas. Efectivamente, entre los grupos sociales de la Roma Antigua eran los plebeyos quienes se dedicaban a la artesanía, al comercio y a la inversión; que ensalzaron y presentaron como un valor para la sociedad. Mientras tanto, los patricios o nobles mostraron su menosprecio. Seguían las enseñanzas de los clásicos griegos, que atribuían a los oficios un impedimento para el progreso de la virtud, necesaria para los llamados a gobernar. De este modo, la reserva hacia los trabajos manuales no era generalizada y, en todo caso, se fundaba no tanto en el rechazo a esa actividad propiamente dicha como al vínculo de dependencia que podía generar para la subsistencia de muchos.
En la cultura judeocristiana se observa otra dimensión con respecto al trabajo. De acuerdo con su religión, Dios habría encomendado a los primeros seres humanos el cuidado de la Creación, tal como refiere la Biblia en el Libro del Génesis (2, 15). Con la construcción de la Cristiandad en Europa se produjo un fenómeno en el que se entrecruzaron las influencias que hemos mencionado. Algunos Padres y Doctores de la Iglesia interpretaron el texto sagrado desde una doble óptica. La primera incidiría en el acto creador de Dios destinado al bien del hombre, que lo guardaría en su Providencia trabajando para su salvación. La segunda, mucho más recurrente, subrayaría la misión de la persona humana en la custodia del universo, revirtiendo en beneficio propio al preservarle de la ociosidad y de las pasiones desordenadas. En este sentido, las primeras comunidades monásticas no dudaron en tomar la agricultura −catalogada como el más servil de los trabajos− como uno de los menesteres de los monjes en esa tarea de garantizar el sustento físico (el alimento) y espiritual (fomento de la virtud frente a los vicios de la desocupación). De este modo, siguiendo el ejemplo de Jesús de Nazaret (Dios hecho hombre), que aprendió el oficio de carpintero que le enseñara quien ejerciera como padre −José− hasta el inicio de su predicación, los monjes también venían a declarar el valor y dignidad de cualquier trabajo que se insertara
dentro del plan divino. Es por este motivo que en la regla de la orden religiosa que fundara san Benito en el siglo VI, iba a subyacer la divisa ora et labora (reza y trabaja) que la hiciera conocida por todos; sobre todo con la reforma del Císter. La vida del claustro anticipaba así la imagen celestial en la que la oración y el trabajo manual se armonizarían conforme a la obra creadora de Dios.
Esta visión del trabajo revolucionó a la entonces predominante. Sin embargo, pronto se presentaron las resistencias por parte de unas élites que buscaron el modo de mantener la vieja distinción del pasado. La nobleza, por ejemplo, alegó que estaba exenta de los oficios mecánicos y de la tributación por el servicio armado que prestaba. También la Iglesia experimentó cambios con movimientos que abundaron en la excelencia de la contemplación incompatibilizándola con las dedicaciones manuales. A pesar del interés de los humanistas del siglo XVI por promover −también desde los ámbitos laicales− la cultura cristiana y sus implicaciones en el mundo moderno, el tratamiento del trabajo no se retomó con fuerza hasta la Ilustración.
La confianza en la razón y el anhelo de progreso como instrumentos para un mayor acceso al bienestar y a la felicidad que éste pudiera implicar, hicieron que los ilustrados del siglo XVIII alentaran la recuperación de los oficios mecánicos y mercantiles, asociados a la utilidad, para estimular la producción y la consiguiente ganancia económica. Tanto la fisiocracia, que aseguraba que la riqueza de las naciones radicaba en la agricultura, como el liberalismo, que postulaba el interés y la iniciativa individual como premisa para el crecimiento económico, apuntaban a la necesaria rentabilidad. En el mundo hispánico, los principales ilustrados (Feijóo, Campomanes y Jovellanos) aceptaron los principios de la ciencia moderna sin por ello renunciar a los basamentos católicos. Es más, todos éstos anteponen los presupuestos morales –el cultivo de la virtud (incluida la de religión)− como fundamento para conseguir la felicidad humana y causa que habrá de estimular el desarrollo ordenado de la ciencia y el progreso. En este nuevo contexto, Feijóo −monje benedictino y profesor en la Universidad de Oviedo− divulgó una de las ideas nucleares de su Orden, según la cual todo trabajo humano resultaría honorable u honroso; no por su naturaleza manual o intelectual, sino en tanto conducente al servicio de Dios (cooperando en su obra creadora) y, en segundo término, al provecho de la nación. Por su parte, Campomanes −formado en esos parámetros− incidiría en los aspectos prácticos al fomentar la industria mediante la liberalización del sector para estimular su competitividad y dinamismo. En continuidad con esta línea, Jovellanos propondría cambios en la
propiedad agraria con los mismos fines. No se trataba tanto de enajenar los bienes de la nobleza ni de la Iglesia, como de acabar con los señoríos, es decir, permitir que sus titulares pudieran disponer de ellos para su venta en lo que se necesitara para garantía de su rentabilidad. De este modo, la legitimidad o fuerza moral de la nobleza debía residir en el mérito y la virtud, demostrada en el trabajo de inversión económica del que derivaría el beneficio para su propio linaje, al tiempo que servía al progreso del país.
Esta relación entre el orden moral y la técnica (científica, económica, etc.) fue diluyéndose a medida que se impusieron las ideologías materialistas anteriormente mencionadas. Y es que cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega el desarrollo humano al no considerar a la persona en la globalidad de su ser. Muy recientemente el Papa Francisco ha insistido en ello: no se atiende ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si no son “útiles” para la sociedad o la economía, obsesionadas por reducir costes. Ciertamente, no estamos hablando de objetos. En este sentido, el trabajo debe ser realmente un medio para dignificar a las personas que lo realizan y a quienes se dirige. Ésta ha sido una de las grandes contribuciones del catolicismo a la cultura occidental, especialmente acreditada por su magisterio reciente. Por eso, no cabe considerar como trabajo aquellas ocupaciones que degradan a la persona (apartándola de la virtud), por mucho que entren en la dinámica de la oferta y la demanda.
Es claro que, al visualizar los efectos de la crisis por la pandemia del coronavirus, tendríamos que interrogarnos acerca del modelo socioeconómico que queremos construir. Sin una concepción antropológica adecuada de lo que es en verdad el ser humano, difícilmente daremos con un sistema acorde con la dignidad de la persona, esto es, que mire a su bien en sintonía con el orden moral.