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Democracia sin partidos

 por Antonio Cañellas, historiador

            Este año se conmemora el setenta aniversario de la publicación del libro Fines y fin de la política, luego titulado Democracia sin partidos (edición de 1952) de Adriano Olivetti. Hijo del fundador de la primera fábrica italiana de máquinas de escribir, continuó con la empresa familiar hasta convertirla en un referente internacional. EnResultado de imagen de democrazia senza partiti su estancia de formación en los Estados Unidos se imbuyó de las tesis planificadoras del New Deal y de la visión comunitarista nortemanericana. Según ésta, el principio de cooperación –libre y voluntario− de los particulares, organizados en comunidad, resultaba beneficioso para la democracia moderna por cuanto estimulaba el compromiso cívico en la toma concreta de decisiones desde la misma base social. Este ejercicio de los deberes y derechos en el seno de dichas comunidades (culturales, religiosas, profesionales, etc.) alentaría virtudes como la prudencia, la laboriosidad o el servicio a los demás[1]. A partir de aquí Olivetti trazaría una concepción del Estado capaz de integrar los valores solidarios del socialismo con la defensa e impulso de la dignidad humana. En este aspecto destacó la influencia de los pensadores cristianos de la filosofía personalista; tanto Emmanuel Mounier como Jacques Maritain contribuyeron a perfilar su idea de comunidad. El intento por superar el individualismo autosuficiente y las tendencias despersonalizadoras de los totalitarismos de la época, empeñados en reducir al hombre a un instrumento en manos del Estado, constituiría el rasgo más sobresaliente de su propuesta. De ahí que la vindicación de la trascendencia humana como vehículo de apertura a la vida en común desde cada individualidad conformara el eje vertebrador de su esquema de pensamiento[2]. Así las cosas, la reforma orgánica del Estado exigiría de un equilibrio entre su función directiva con el respeto a la autonomía propia de las comunidades sociales. Éstas habrían de articularse a modo de agrupaciones humanas territorialmente estables, con poderes amplios y organizados en el campo de la cultura y del trabajo, con el propósito de encarar eficazmente su autogestión[3].

            Después de la experiencia fascista, la constitución italiana de 1948 consagró un sistema de partidos como herramienta para asegurar la confluencia libre y democrática de los ciudadanos en la vida política del país. Sin embargo, el control paulatino de las instituciones del Estado –hasta el punto de coparlas− por parte de las distintas formaciones, acabó generando una crítica severa contra dichas prácticas. La llamada partitocracia o gobierno de los partidos, cada vez más focalizados en satisfacer sus anhelos de poder en detrimento del interés general, propició una serie de respuestas de diversa índole. Todas ellas se orientaron a limitar su influencia o ajustarla conforme al principio del bien común.

            El debate no era nuevo. Ya en la Europa de entreguerras se había producido la crisis del parlamentarismo con el surgimiento de regímenes autoritarios. Fue el momento del auge de las tesis corporativistas como alternativa política al sistema de partidos. En España, una parte de aquellas corrientes se identificaron con el regeneracionismo brotado a raíz de la crisis de 1898. Al postularse una fórmula que diera voz a las corporaciones de la sociedad se aspiraba a contener la mediatización de los partidos; además de autentificar un sufragio premeditadamente manipulado por la componenda bipartidista de progresistas y conservadores en un país con altos índices de analfabetismo. En su caso, Joaquín Costa abogó por la participación de las cámaras de comercio en la vida política. Su republicanismo federal propugnaba la implicación de todos los ciudadanos en los quehaceres públicos, comenzando por la base de la sociedad hasta trabar un ente comunitario en el que residiría la soberanía y, por tanto, la libertad de agruparse a más altos niveles con fines solidarios. Otros pensadores, vinculados a la tradición católica, diferenciaron dos tipos de soberanías complementarias dentro de la sociedad. Según Juan Vázquez de Mella, las sociedades Resultado de imagen de juan vázquez de mellamenores irían incorporándose a las superiores de una manera espontánea (por un proceso de socialización connatural a la condición humana), de tal forma que los límites entre ellas establecieran una garantía mutua de derechos y deberes, manteniendo así las propias libertades. Los denominados cuerpos inferiores tendrían su núcleo primero en la familia que, una vez agrupadas, darían origen a los municipios, seguidos de las comarcas y regiones. De este modo se configuraría la soberanía social, nacida de aquellos fundamentos para ordenar y perfeccionar la convivencia de dichas entidades. Esta jerarquización natural precisaba, no obstante, una autoridad que dirimiera posibles conflictos. Por eso la necesidad del Estado que, identificado con la soberanía política, velaría por la autonomía de estas expresiones soberanas con un contrapeso de poderes que las coordinara armónicamente en beneficio de todos[4].

            Aunque estas premisas teóricas no cuajaran entonces, sentaron los cimientos para un ensayo posterior, al que también contribuiría Salvador de Madariaga durante la II República. Inserto en la herencia liberal y krausista, contempló la oportunidad de un Estado corporativo para un mejor desarrollo de las libertades ciudadanas. En su obra Anarquía o Jerarquía (1934) aludió a la existencia de una psicología nacional que, en el ámbito hispánico, tendería a un apasionamiento demagógico que recomendaba sustituir el multipartidismo por un sistema que calificaría de democracia orgánica:

La imagen de la República que buscamos es una democracia orgánica unánime, que se proponga sinceramente el bienestar y la libertad de los ciudadanos poniendo a su disposición el ambiente adecuado para su desarrollo. En esta República ideal, las diferencias de opinión quedarán reducidas a un mínimo relativo tan sólo a cuestiones de método, y que será como el reflejo de las diferencias de temperamento entre los ciudadanos[5].

            Pese al contexto general de agitación, con una sociedad europea fuertemente dividida por facciones y grupos de pensamiento, resultaba muy arduo instituir ese modelo sin una previa labor desideologizadora orquestada desde el mismo poder. De hecho, todas las pruebas dispuestas a tal fin (véase el caso de Italia, Portugal, Austria o España) tuvieron que decantarse por gobiernos autoritarios que, por lo demás, se apoyarían en estructuras de partido único más o menos acentuadas para perpetuar un sistema que devino imposible. Quizá sus fundadores confiaban en alumbrar una nueva Era, distinta a la inaugurada a partir de la Revolución Francesa en 1789. Sin embargo, el tránsito de una Edad marcada por la unidad de pensamiento en las cuestiones fundamentales de orden religioso, moral, filosófico o político a otra caracterizada por un pluralismo ideológico creciente, en el que todo es relativo y objeto de discusión[6], revela ese obstáculo cultural (un auténtico choque con la mentalidad imperante) para forjar modelos sociopolíticos de aquel estilo. Así lo percibieron algunos intelectuales y estadistas que, aun siendo conscientes de la división provocada por los partidos en ciertos períodos, prefirieron cavilar fórmulas más conciliables con el sentir de la época, pero sin renunciar a los correctivos necesarios.

            Fue Charles De Gaulle quien, en línea con el legado bonapartista, hizo de los partidos el objeto de sus censuras a causa de los inmensos poderes que habían acumulado en el ordenamiento constitucional de la IV República francesa desde 1946. Para el antiguo líder de la resistencia, la soberanía de la nación −en cuanto unidad histórica− pertenecía al pueblo siempre que se expresara de manera conjunta y directa. Por tanto, no admitía que aquélla pudiera trocearse entre los diferentes intereses representados por los partidos. En su opinión, éstos debían encauzar el contraste de pareceres de la ciudadanía con la elección de los diputados en el Parlamento, pero sin que la continuidad de los gobiernos (poder ejecutivo) dependiera de ellos, como había sido la tónica habitual. El gabinete ministerial debería provenir de un poder suprapartidista (por encima de los partidos) que, en su caso, encarnaría la Jefatura del Estado como exponente de la permanencia y unidad de la nación[7]. Todo un programa contenido en la constitución francesa de 1958, todavía vigente en su armazón fundamental[8].

            Hasta esa fecha, la inestabilidad de la política francesa, agravada por la atomización política de los partidos, fue un fenómeno también experimentado por Italia. La evolución del sistema hacia la partitocracia precipitó que algunos enarbolaran la bandera del presidencialismo, a ejemplo de París. Aunque no llegara a materializarse la vía comunitarista de Olivetti −fallecido en 1960−, otros autores como Lorenzo Caboara (profesor en la Universidad de Génova) abogaron por una apertura del régimen partidos que facilitara una participación integral de los ciudadanos, también de las corporaciones sociales, en la vida política[9]. Esta pretensión de pergeñar una democracia menos mediatizada por los partidos con arreglo a un criterio técnico, más apoyado en el Estado de razón que en ciertos sinsentidos ideológicos, recibió la acogida de otras voces eminentes. En España, Julián Marías o Camilo José Cela UCD y PSOE suprimen la figura de los senadores reales anulando cualquier  poder del Rey en cámaras legislativas - La Hemeroteca del Buitreaplaudieron el acceso de la sociedad civil a las instituciones representativas sin necesidad de adscripción o concurrencia en las filas de un partido[10]. La figura de los senadores de libre designación real, contemplada hace años por la ley[11], con el nombramiento de personalidades destacadas por su valía humana, intelectual o profesional; o la elección de representantes de los Colegios Profesionales, las Academias, las Cámaras de Comercio, etc. entre sus propios miembros, podría contribuir a enriquecer el debate público y a mejorar la obra legislativa. El conocimiento y la especialización en materias variadas quizá aportarían perspectivas más razonadas, aminorando la demagogia a la que acostumbra la refriega partidista. Probablemente la política ganaría en credibilidad e intensificaría su cometido en la promoción efectiva del bien común.

[1] Russell Kirk, ¿Qué significa ser conservador?, Ciudadela, Madrid, 2009, pp. 48-49.

[2] Adriano Olivetti, Democrazia senza partiti, Edizioni di Comunità, 2013, p. 53.

[3] Ibid., p. 47.

[4] Juan Vázquez de Mella, Regionalismo y Monarquía, Rialp, Madrid, 1957, pp. 112-113.

[5] Salvador de Madariaga, Anarquía o Jerarquía, Aguilar, Barcelona, 1934, p. 163.

[6] Véase la introducción de José Luis Comellas a su Historia breve de España Contemporánea, Rialp, Madrid, 1989, pp. 20, 23.

[7] Charles De Gaulle, Memorias de esperanza. La renovación, Taurus, Madrid, 1970, p. 14.

[8] Para un estudio acerca de sus reformas parciales, Andoni Pérez Ayala, «Revisiones constitucionales y reformas institucionales en la V República francesa», Revista de Estudios Políticos, nº 148, 2010, pp. 105-157.

[9] Lorenzo Caboara, Los partidos políticos en el Estado moderno, Ediciones iberoamericanas, Madrid, 1967, pp. 94-96.

[10] Ante la supresión de los senadores por designación real acordada por las fuerzas políticas mayoritarias en 1978, el filósofo Julián Marías calificó la medida de serio error«pues implicará que la totalidad de la Cámara Alta quedará obligada por la disciplina de los partidos». Sobre la necesidad de preservar una independencia de criterio, al menos entre un grupo de representantes públicos (sin militancia partidista), véanse las palabras de Camilo José Cela en la entrevista a Jesús Hermida en el programa Su turno de TVE (10/05/1983).

[11] Art. 2. 3 de la Ley para la Reforma Política. BOE 1/1977.

 

La derecha republicana en España

 por Antonio Cañellas, historiador

            El apellido Maura es bien conocido en España. Vecino del barrio de la Calatrava en Palma de Mallorca, Antonio Maura Montaner (1853-1925) llegaría a ocupar la presidencia del gobierno de España hasta en cinco ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII.

            Sin embargo, no van estas líneas dedicadas al prócer liberal-conservador, aunque sea menester recordarlo en estos días tan confusos para la política española. Nuestro foco de atención es otro; en este caso el séptimo de los hijos del dirigente mallorquín. La elección no es casual; responde al interés por presentar nuestro último libro. Con el título  MIGUEL MAURA. LA DERECHA REPUBLICANA (escuchar entrevista) ofrecemos al público la primera biografía política del que fuera ministro de la Gobernación en el gabinete provisional que gestionó el tránsito de la Monarquía a la Segunda República en 1931. Ahora miguel maura: la derecha republicana-antonio cañellas mas-9788496729414 que parecen reverdecer sentimientos o anhelos de cambio a distinto nivel, puede resultar útil adentrarse en la trayectoria de un personaje que abrazó resueltamente la República, convirtiéndose en el verso suelto de la tradición monárquica familiar. Esta biografía revela las razones de esta mutación. Mucho tuvieron que ver las complicadas relaciones políticas entre el rey y su padre, poco propicio a componendas, a las que siempre antepuso la defensa de sus principios regeneracionistas. Este proyecto, que aspiraba a materializar la revolución desde arriba autentificando la democracia de partidos, dentro del respeto al orden tradicional representado por la Monarquía –concebida en la Constitución de 1876 como garantía de estabilidad política y de progreso socioeconómico−, se vino al traste por la mediocridad de la mayor parte de la clase dirigente. No sorprendeResultado de imagen de jose ortega y gasset entonces la demanda de las minorías selectas, especialmente instruidas para  el liderazgo del país en todos sus ámbitos, formulada por José Ortega y Gasset en su España invertebrada de 1921. Fueron muchas las coincidencias de Miguel Maura con el filósofo madrileño, hasta el punto de ensayar un intento de colaboración política durante la República que finalmente no cuajó.

              La fundación del Partido Republicano Conservador ideado por Maura en 1932 pretendía actuar como vehículo de expresión de aquellos sectores descontentos con la senda que había tomado la nueva forma de Estado. Su integración en la República sólo podría lograrse si ésta era patrimonio de todos los ciudadanos y no sólo de la izquierda. De lo contrario se corría el riesgo de una quiebra definitiva de la convivencia, como ya pronosticara Antonio Maura poco antes de su muerte en 1924:

La monarquía […] perecerá para ser sustituida por una república de apariencias democráticas en su nacimiento, que evolucionará rápidamente hacia una república de tipo socialista, la cual será desbordada por otra de tipo comunista.

             Precisamente para disipar esos pésimos augurios, su hijo insistió en revisar el contenido más tendencioso de la Constitución de 1931 en materia de enseñanza y de propiedad. A esto se añadía la necesidad de armonizar el proceso autonómico, amparando por igual los derechos y deberes de todos los españoles con independencia de su lugar de residencia. La defensa de la educación, de la justicia y de la fiscalidad como competencias propias del Estado armaron las líneas maestras de su programa.

            El libro también se adentra en las interesantes relaciones del protagonista con José Antonio Primo de Rivera, otro admirador de Ortega y partidario de impulsar la regeneración de la vida nacional mediante una solución autoritaria. La exaltación de un vitalismo juvenil comprometido con el servicio a la patria, que conjugaría el ser histórico de España con la justicia social, fue uno de los rasgos del ideario falangista más admirados por Maura. Ambos coincidían en su propósito reformista, aunque discrepaban en los modos de llevarlo a término. Que Maura propugnara una dictadura republicana en la difícil coyuntura de 1936, sólo se entiende como último recurso para salvar los basamentos democráticos del sistema y detener el estallido de una guerra entre españoles. Los detalles de esta propuesta es otra de las aportaciones de la obra. Con su lectura pueden extraerse varias conclusiones; sobre todo en estos momentos, que tanto se reivindica el legado republicano por parte de algunos.

            En efecto, ningún sistema político constituye un fin en sí mismo. Su legitimidad consiste en procurar la recta inclusión de las distintas entidades de la sociedad de acuerdo con los presupuestos del bien común. Un objetivo que es posible promover desde diversas ópticas. Miguel Maura trató de hacerlo desde una perspectiva liberal-conservadora en un momento muy convulso de nuestra historia. Quizá convendría hacer memoria de este otro Maura para no caer de nuevo en los mismos errores de antaño.

cocktail nocturno

 por Antonio Cañellas, historiador

A nadie se le escapa que estos meses de verano son prolíficos en fiestas nocturnas. Parece que el cronotipo de muchos se troca en vespertino. El fresco de la noche y el misterio de la oscuridad abren paso a la vida desenvuelta, liviana o reflexiva en nuestro ambiente mediterráneo.

No es fácil asistir a un cocktail de medianoche cuando uno no dispone de las señas del evento. Llega entonces la hora de enfrentarse con un jeroglífico callejero. De poco sirven los dispositivos electrónicos. Las circunstancias obligan a abandonar el ensimismamiento digital para adentrarse en el trato real con las gentes. El tour por bares y restaurantes adquirió tonos conmovedores cuando unos niños interrumpieron su cena con sus padres para ofrecerse como guías. Se hizo patente esa fuerza cautivadora que transmiten siempre los sencillos de corazón. Por poco reelaboramos el plano urbano del municipio, pero ¡por fin! …una llamada, la que devolvió el anfitrión a nuestros anteriores requerimientos. En medio de la noche se hizo la luz.

La llegada a la residencia se nos presentó como un tránsito. El de la ignorancia al conocimiento. ¡Qué gusto hallar el camino acertado y orillar los extravíos! En compañía del celebrante (que festejaba su pronta incorporación al estado matrimonial) entramos en el jardín de la casa. Fue él quien me presentó a su hermosa prometida, a sus padres y amigos. Enseguida un gin and tonic y a departir con el público asistente. No era aquella una reunión al uso. La delicadeza del trato y el buen hacer no dejaban lugar a vulgaridades. Mucho tenían que ver los convocantes y sus invitados, con una educación a la vez formal y alegre. Y es que la alegría no consiste sólo en un estado fisiológico (propenso a la risotada fácil), sino en un estado del alma, como recordó José Ortega y Gasset. La alegría hunde así sus raíces en el contento más profundo de una motivación sublime y elevada. La misma que debía albergar un joven recién graduado en filosofía y dispuesto a ingresar en el seminario diocesano. Es claro que su afable presencia imprimía al cocktail un acento poco común. También el de una bella alumna de medicina que cursa sus estudios en la Universidad de Malta. Un enclave sin duda emblemático, pues fue allí donde se instalaron los Caballeros Hospitalarios (hoy conocidos como la Orden de Malta). La asistencia sanitaria y el cuidado de los menesterosos son dos rasgos característicos de su naturaleza. Su lema, “guarda de la fe y regalo de los pobres”, revela ese afán de servicio cristiano que anima los fines de la fundación desde el siglo XI.

El diálogo con estos jóvenes trajo a mi memoria aquella célebre sentencia del Eclesiastés: “yo sé que nada hay mejor para el hombre que alegrarse y hacer el bien mientras viva”. Comprendí que los novios tenían en sus familiares y amigos a unos seguidores entusiastas de Aristóteles, porque muestran esa capacidad de entrega desinteresada en bien de la persona querida. Tal es la definición del amor formulada por el clásico.

Llegó la hora del baile, de las bromas y de las risas. También el de la despedida. Pensé, entre los besos corteses y afectuosos de la anfitriona (despojados de esa amargura existencial que los catalogaría como sexistas), que los prometidos tenían muy buenos ejemplos en la construcción de su proyecto matrimonial.

De nuevo me adentré en la opacidad de la noche considerando que en nuestra existencia hay un tiempo para todo, pero si hay amor pocas cosas faltan. La vida es cocktail, como ya observara José María Pemán.

El imperio de las masas

 por Antonio Cañellas, historiador

     El cierre en falso de la Primera Guerra Mundial en 1918 conllevó dos efectos inmediatos. Por un lado, la conciencia intelectual de que la cultura moderna había entrado en crisis. Y, por otro, el surgimiento de nuevos movimientos políticos y corrientes de pensamiento que intentaron enderezar aquella situación. Con estos precedentes se inauguró el llamado período de entreguerras hasta el estallido del segundo gran conflicto a escala planetaria en 1939. Era la hora de la revancha y de saldar las cuentas pendientes que, cual memorial de agravios, algunos venían contabilizando desde hacía lustros. La caída de los regímenes liberales en buena parte de Europa y su sustitución por sistemas autoritarios, el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia o la puesta en escena del nazismo, fueron las consecuencias empíricas de aquel malestar generalizado.

            La progresiva superación del Estado mínimo de la burguesía liberal −atenta a sus negocios− por un sistema cada vez más intervencionista y ajustado a las demandas de una socialización creciente en el acceso a los bienes y servicios, derivó en ocasiones hacia el extremo del Estado totalitario. Se trataba de regímenes políticos –que todavía coletean− en el que un partido o movimiento se imponía a los demás, erigiéndose en organización única y apoderándose del control exclusivo del Estado y de todos sus resortes. Esta monopolización de la vida política se extrapolóXI ideal de la URSS para la Eurocopa si no se hubiera separado | Sopitas.com también al plano social, económico y cultural. De forma absoluta en la Rusia comunista, y relativa −en distinto grado− en la Italia fascista o la Alemania nazi. Este proceso paulatino de anulación del individuo en favor de la colectividad, encuadrada en este caso de un modo jerárquico por aquellos Estados, fue el objeto de las denuncias de varios intelectuales.

            Con la publicación de La rebelión de las masas en 1930, José Ortega y Gasset planteó un tema siempre recurrente en su obra. En realidad, el filósofo madrileño se alineaba con otros autores que apuntaban el mismo problema, asociándolo a la propia decadencia de la cultura occidental. La visión cíclica de la historia presentada La rebelión de las masas - José Ortega y Gasset | Planeta de Librospor Oswald Spengler para explicar el auge y declive de Occidente, comparándolo con las distintas etapas biológicas del ser humano, no significaba una renuncia a sentar las bases para un renacimiento. Una vez constatada la defunción de toda una civilización, había que preparar el camino para que surgiera otra mejor. Por eso pensó el profesor alemán que Hitler estaría llamado a imprimir en la cultura germana el viejo espíritu de dirección y disciplina prusiano como método para contener y aun neutralizar el dominio del hombre-masa. Según Ortega, la caracterización de este tipo humano se habría originado con motivo de un crecimiento económico continuado y la participación general en sus beneficios. La convicción de que el progreso carecería de límites, alimentaría una mentalidad vulgar, poco formada en inteligencia y virtudes, como el deber, la autoexigencia o el servicio. De ahí la vindicación de élites que, con independencia de su procedencia social, estuvieran culturalmente formadas en el sentido más pleno de la palabra. Es decir, de un modo integral: conforme a la virtud personal y a la unidad del saber. El propósito era análogo al expuesto porBiografía de Oswald Spengler. Quién es, vida, historia, bio resumida Spengler. Esto es: que aquellas minorías se alzaran verdaderamente con la dirección de los asuntos públicos para regir y orientar debidamente al resto. Dicho de otro modo, despojar al pretendido derecho a la vulgaridad de su consideración de virtud para reducirla a su verdadera condición de defecto. La implantación de un sistema de certezas, fundado sobre el criterio objetivo de la razón, constituiría el medio para poder alcanzar esa meta.  De ahí la inspiración en las enseñanzas de aquellos clásicos greco-latinos que reconocerían la realidad misma de la naturaleza humana y de sus distintas dimensiones, abogando por su equilibrio y armonía.

            Sin embargo, a juicio de los citados autores, la tendencia socializante y populista de los totalitarismos −coincidentes en su origen socialista− dificultaría que sus cuadros directores (más preocupados por perpetuarse en el poder) aplicaran los debidos correctivos para liberar a la masa de su condición amorfa y vulgar. El primer paso consistiría en que éstas se mostraran dóciles a la guía de las minorías rectoras. Una diferencia, la existente entre dirigidos y dirigentes, implícita a la propia diversidad (en talento, posición, veteranía, virtud, etc) de la naturaleza humana.

                La Segunda Guerra Mundial y el escenario surgido de sus cenizas no variaron tampoco el ascenso del hombre-masa, acondicionado a las nuevas circunstancias. Es más, con la era del desarrollismo económico a partir de los años cincuenta y la configuración de los modernos Estados sociales en Occidente, caracterizados por amplísimas posibilidades en la promoción del progreso, generarían −en frase de Ortega− graves deformaciones y Del consumo al consumismo by Clandesta Ediciones - issuuvicios en el existir humano. La sobreabundancia, el consumo desenfrenado, la falta de sobriedad y de dominio de sí, darían al traste con la auténtica formación del hombre. El mismo que, llegado el caso, habría de convencerse de las potencialidades ordenadas de su inteligencia, sociabilidad y libertad, para orillar cualquier caricatura representada por el hombre vulgar y chabacano, ligada a la imagen del “niño mimado” (prototipo psicológico del hombre-masa). El capricho, el arbitrio, el sentimiento versátil o la apetencia voluble prevalecerían entonces frente a la pauta objetiva, ceñida a lo razonable dentro de cada contexto.

            La civilización, entendida como el acierto en el vivir considerando el bien de los demás, habría de introducir su antítesis con la transgresión de los valores y de los principios morales. Se inauguraría así un cambio de ciclo histórico en el que las minorías dirigentes se adecuarían al querer de la masa; cuando no, se confundirían con ella al proceder de su misma entraña. Esta realidad apuntada por Ortega −convertido en auténtico visionario− encontraría su máxima expresión a partir de los años sesenta. La revolución cultural de 1968 supondría el colofón de ese dominio creciente de las masas. La democracia como norma de derechoMayo del 68. Cincuenta años después…. Algunos elementos de ... político −que debiera garantizar la ordenada representatividad del pueblo con miras al bien común según los márgenes de la libertad responsable−, degeneraría entonces en plebeyismo. Esto es, en el intento de trocar la igualdad de los hombres ante la ley (resultado, a decir de los filósofos escolásticos, de la esencia espiritual, racional, libre y social de la naturaleza humana creada por Dios, que constituiría el fundamento de su dignidad) por la imposición del igualitarismo nivelador en todos los órdenes de la vida. Una tendencia que, en la práctica, arrumbaría cualquier principio elemental de justicia. Y es que si ésta consiste en dar a cada persona lo que en derecho le corresponde, se infiere que −en lo contingente− las circunstancias y necesidades de cada cual son bien distintas y no pueden tratarse de la misma manera ni utilizarse igual medida.

            El convencimiento de que la voluntad de la mayoría es criterio de verdad −más allá de parámetros objetivos− en un contexto de deformación cultural, ha introducido una nueva forma de colectivismo totalitario. Los comportamientos individualistas actúan entonces como válvula de escape, generando –en último término− otro problema añadido para la sana convivencia social. La voz selecta y egregia de algunos nombres propios, cede al predominio de la zafiedad, de la soez o del mal gusto en un marco de frívola y general superficialidad que sobrevalora la imagen −el cuidado por lo mediático−, sin atender la verdadera importancia del contenido. Es la sesera vacía y febril espoleada por el modelo consumista. El mismo que acostumbra a considerar a las personas como objetos o instrumentos propios de consumo hasta deshumanizar al hombre. Esta degradación, plasmada en nuestro quehacer diario, fue la que diagnosticó Ortega hace ya casi un siglo. Poco a poco ocupa terreno la peor de las tiranías, echando por la borda los principios de la lógica y del buen sentido. Que nos adentremos en una nueva Edad Media −como señalara NicolaiNicolas Berdiaeff - Babelio Berdiaeff−, capaz de regenerar la cultura (informadora de las mentalidades y las costumbres) desde las mociones de la inteligencia y del espíritu cristiano hasta alumbrar un auténtico renacimiento, dependerá de muchos factores. Si las minorías integralmente formadas no toman conciencia de su misión −acorde con una correcta concepción antropológica− aunándose con valor para llevarla a cabo, difícilmente se producirá esta perentoria vertebración. Preservar y perfeccionar la civilización exige una labor de enderezamiento constante capitaneada por los mejores. En esto Ortega acertó de lleno.

Horizonte político en España

            De nuevo los partidos se disponen a alzarse con la palma de la victoria electoral el próximo 26 de junio. Esta segunda vuelta nada tiene que ver con la institucionalizada en otros países, donde compiten las dos candidaturas más votadas con el declarado propósito de consolidar el bipartidismo. Un sistema que demuestra ser el menos contraproducente para preservar la estabilidad política. No se entiende entonces el jolgorio con que algunos reciben el retroceso del bipartidismo si no es porque les beneficia directamente. ¿Qué sacamos de la atomización parlamentaria? La respuesta es clara: la imposibilidad de formar gobierno. Cosa distinta es que el debilitamiento del bipartidismo se deba a sus carencias y defectos. Poco ayuda la organización cerrada de los partidos que, pese a la autoproclamada democracia, son los que menos la ejercen en su régimen interno. Habrá quien señale que la apelación al militante puede originar un Donald Trump para manifestar su inconveniencia, mientras otros aleguen su oportunidad justamente por eso mismo. El problema es que para que un sistema funcione requiere de la aristocracia, es decir, de la toma de conciencia de las minorías dirigentes del país para servir con rectitud al bien integral de la sociedad. El deterioro de la cultura, del que resulta un confusionismo generalizado, no favorece este proceso. Nos encontramos entonces ante la fragmentación política, reflejo de la propia división social. Ya habló Felipe González de una italianización de la vida política española al estilo de lo acontecido en el país vecino hace décadas.

            El comportamiento de los partidos españoles es similar al de la Italia de los sesenta. La pérdida de la mayoría parlamentaria de la Democracia Cristiana, obligó a un complejo juego de alianzas para evitar que la segunda fuerza –el Partido Comunista Italiano− se hiciera con el poder. Es lo que se llamó la apertura a la izquierda: la Democracia Cristiana, sacrificando algunos de sus principios, se prestó al pacto con los socialistas en calidad de tercera fuerza. El objetivo era neutralizar un frente de izquierdas que amenazara la permanencia de Italia en el Mercado Común y en la OTAN.

            En España no ha cuajado todavía esta solución. La diferencia estriba en que el PSOE no ha sido desplazado, por el momento, a un tercer puesto del arco parlamentario. Pero, si como apuntan todas las encuestas, la coalición Podemos-IU logra ese objetivo la situación puede cambiar por completo. Tendremos una fuerza de inspiración comunista como primer partido de la izquierda, muy crítica con Bruselas y con el libre mercado. Es entonces cuando resultaría más factible un pacto a la italiana. Un PP, que haría las veces de la Democracia Cristiana, tendiendo de nuevo la mano a los socialistas para que no fueran fagocitados por Podemos-IU. Una operación avalada por la Unión Europea para salvar sus propios intereses. El terreno ya está trillado ¿cómo se explica si no –además de otros factores, comunes en Occidente−, la renuncia del PP a buena parte de su ideario? La aceptación de la ley del aborto, la consagración del llamado “matrimonio homosexual”, el mantenimiento de la carga tributaria sobre las pequeñas empresas y la propiedad, son muestras de apertura hacia un consenso con los socialistas que valida su modelo de sociedad. Parece cristalizar una suerte de pensamiento único en el que el bipartidismo (alternancia entre dos proyectos) deriva hacia el monopartidismo.

            El recurso a este tipo de medidas manifiesta el deterioro en el que se ha sumido Europa. Las tensiones internas en Gran Bretaña, el ascenso del populismo en Italia y de la derecha nacionalista en Francia y ahora también en Alemania, reflejan la hondura y el alcance de la crisis. Estamos ante un cambio de época, consecuencia de las mutaciones de una civilización que parece generar otro ciclo histórico, distinto al que hemos conocido. En este sentido, el recurso a las grandes alianzas institucionales es un intento por sobrevivir al embate y enmendar la plana al populismo. Se trata de acometer las reformas imprescindibles para aplacar la virulencia de esos grupos emergentes y salvar así la estabilidad del sistema. Que eso se haga desatendiendo los principios fundamentales en los que se asienta la dignidad de la persona −la defensa de la vida en todos sus estadios, de la familia y del pleno reconocimiento a la libre iniciativa−, ha de repercutir necesariamente en perjuicio de la justicia social como elemento vertebrador de las sociedades. La crisis del bipartidismo la han generado sus propios actores.

Antonio Cañellas, doctor en Historia.

Publicado en el periódico El Mundo/El Día de Baleares (21/06/2016).