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La filosofía como coherencia de pensamiento y vida

  por María del Sol Romano, filósofa

Simone Weil (1909-1943), al igual que los grandes pensadores del mundo antiguo, practicó una filosofía existencial, entendida como una vocación por encarnar el propio pensamiento en la vida y simultáneamente como una reflexión sobre lo que la experiencia hace vivir. Su deseo de verdad y de justicia no permanecen en el plano intelectual, S. Weil reflexiona a partir de una filosofía entendida como sabiduría, como una inagotable búsqueda de verdad y bien. Por esta razón consagró su pensamiento y su acción para encontrar un remedio a los problemas que aquejan a la humanidad y que causan la desdicha humana, como es el caso de la opresión social y la barbarie. S. Weil muestra de este modo que la filosofía no solamente se relaciona con la parte reflexiva del ser humano, sino también, con su sensibilidad y con su acción: “una filosofía es una cierta manera de concebir el mundo, los hombres y a sí mismo. Ahora bien, una cierta manera de concebir implica una cierta manera de sentir y una cierta manera de actuar”[1].

     De acuerdo a esto, S. Weil no puede considerarse como una intelectualista que elabora teorías abstractas o que reflexiona fríamente sobre la cuestión de la condición humana. Tampoco puede ser vista como vitalista, en tanto que no busca exaltar la vida olvidándose de la verdad. La autora tiene simultáneamente una inclinación anti-intelectualista y anti-vitalista, puesto que propone una filosofía que mantiene un equilibrio entre el ámbito del pensamiento y de la experiencia; lo que posibilita la armonía entre el pensamiento y la vida sin mezclarlos ni confundirlos y dando su justo sitio a cada uno.

     Una filosofía entendida como una unidad entre el pensamiento y la vida, hace que quien la practique comprenda mejor el mundo y vea de otra manera la realidad y, al mismo tiempo, ayuda a realizar una transformación no solo del propio pensamiento, sino también de la vida, con el fin de comprometerse en el mundo. Para que la reflexión filosófica sea auténtica debe encarnarse en la experiencia, en esta vida, pues –como subraya Simone Weil– tiene “por objeto una manera de vivir, una mejor vida, no en otro lugar, sino en este mundo y enseguida”[2].

     Por lo tanto, la filosofía –como la concibe Simone Weil– no consiste en una pura “adquisición de conocimientos” sino en un “cambio de toda el alma”[3]. La filosofía no es solamente reflexionar y contemplar, sino también, es mejorarse a sí mismo. La filosofía debe aspirar a una transformación de todas las dimensiones del ser humano. Como afirma la autora, “no hay reflexión filosófica sin una transformación esencial en la sensibilidad y en la práctica de la vida, transformación que tiene igual alcance respecto a las circunstancias más ordinarias y más trágicas de la vida”[4]. La existencia debe estar encaminada hacia una continua transformación, hacia un constante cambio de sí. Como lo manifiesta Simone Weil: “Existir, para mí, es actuar (…) actuar no es otra cosa para mí más que cambiarme a mí misma, cambiar lo que sé o lo que siento”[5].

     Por consiguiente, la filosofía debe ser –siguiendo a S. Weil– una “búsqueda de la sabiduría” y, al mismo tiempo, una virtud que consiste –según los términos de Platón– en un “cambio de toda el alma”[6], en una “transformación del ser”[7]. La filosofía es pues un ejercicio en donde el filósofo hace un trabajo sobre sí mismo uniendo su pensamiento y vida con la finalidad de transformarse. La transformación a la que conduce la filosofía expresa su enfoque ético y el progreso moral que hace experimentar a quien la practica. Este progreso moral que tiene su origen en un deseo natural de verdad y bien inscrito en todo hombre, implícitamente es una respuesta al amor de Dios que es la Verdad y Bien absoluto. Cuando este deseo es auténtico inspira a quien lo experimenta a unir su pensamiento y vida, y más particularmente, a hacer descender el espíritu de verdad y de justicia en el mundo.

 

[1] S. Weil, “Cahier inédit I”, [1940], en Œuvres complètes, t. VI vol. 1, Gallimard, Paris, 1994, p. 176. En adelante se usará la abreviatura OC, tomo, volumen y página.

[2] S. Weil, “Quelques réflexions autour de la notion de valeur”, [1941], OC, IV 1, p. 58.

[3] S. Weil, “Quelques réflexions autour de la notion de valeur”, [1941], OC, IV 1, p. 57.

[4] S. Weil, “Quelques réflexions autour de la notion de valeur”, [1941], OC, IV 1, p. 57.

[5] S. Weil, “Du temps”, [1929], OC, I, p. 142.

[6] Platón, República, VII, 518 c.

[7] S. Weil, “Cahier inédit I”, [1940], OC, VI 1, p. 174.

Ramón Llull y el valor de la persona humana

     Hemos llegado al término de esos setecientos años que nos separan del fallecimiento de Ramón Llull cuya fecha, en torno a 1315 no estamos en condiciones de precisar. Es un tiempo clave en la historia de la cultura europea que experimenta cambios tan importantes como la aparición del nominalismo y con él de la «ciencia moderna». También de la revolución política provocada por la conformación de las monarquías, forma de Estado que los catalanes calificaron acertadamente de pactisme. Por otra parte, asistimos al comienzo de la gran depresión, raíz para un primer capitalismo que permitiría a la europeidad extenderse hasta los últimos confines de la tierra. El lulismo estaba ya en plena marcha en 1328 cuando Petrarca encuentra a Laura y define el amor humano como «desorden de las sensaciones» -así hoy se nos manifiesta- y se producen los enfrentamientos políticos que hasta 1945 harán de la guerra un mecanismo esencial en las relaciones entre los Estados. A este complejo cambio el P. Miguel Batllori lo definió como el primer renacimiento, atribuyendo a Llull un protagonismo fundamental.

     Ramón Llull hizo del catalán una verdadera lengua y no simple sermo vulgaris, como eran las otras hablas peninsulares. Contaba con los medios necesarios para poner por escrito todos los avances del saber científico y del pensamiento. También maduraba entonces el castellano, si bien éste acabaría siendo absorbido por la lengua española. El catalán se replegó sobre sí mismo fortaleciéndose. Las obras del famoso sabio mallorquín desempeñan al respecto un gran papel. Es preciso recordar que en el siglo XIV y los inmediatos siguientes las obras de Llull no necesitaban de traductores, pues eran directamente entendidas por todos. Es un error el que ahora se comete cuando por razones políticas mal advertidas, se llama castellana a la lengua que comparten muchos millones de personas en el mundo. Lo que sí se ha mantenido y afirmado es, sin embargo, el fundamento esencial del lulismo: para la cultura hispana el ser humano no es simple individuo, sino persona que se trasciende. Esta idea fue tomada directamente de Llull por el infante don Juan Manuel y muchos otros con él. En consecuencia, podemos calificar al lulismo como patrimonio esencial de la que los historiadores -y ahora también la Iglesia- llamamos la primera reforma católica. El luteranismo y la Contrarreforma vendrían después. Sin embargo, encontramos ya la pregunta clave recogida en el Libro del gentil y los tres sabios: ¿qué es la persona humana?

     Nuestro gran humanista había nacido en Ciutat de Mallorca en 1233; procedía de una de las familias catalanas que habían ido a establecerse en la isla cuando Jaime I la conquistó. Era el comienzo para la creación del imperio catalán mediterráneo, cuyas pisadas alcanzarían Alejandría, Atenas y también las áreas bizantinas. Entre los caídos en Contanstinopla habría un pequeño número de catalanes. Casado y con tres hijos, Ramón parecía destinado a integrarse en la nobleza mallorquina. No tenemos prácticamente noticias de sus primeros treinta años de larga vida. El mismo nos explica que un día contando con la misma edad que Jesucristo, éste se le apareció para hacerle comprender que era otra la misión que se le encomendaba. Esto es, convertir a los infieles por la vía racional del amor. Había una clara coincidencia con el modo de ser catalán. También los súbditos de Alfonso y Jaime se relacionaban con los infieles. En principio había que enmendar ese error de las cruzadas como método de imposición, olvidando aquella máxima de quien recurre a la espada con ella perecerá. Para Llull la verdadera fuerza del caballero reside en sus virtudes y no tanto en sus armas.

     Al poco tiempo Llull transfirió sus bienes a sus familiares y despojado de todo emprendió esa vida religiosa que busca la perfección en la individualidad y que entonces se llamaba béguinaje. También Catalina de Siena será beguina. Aquí estaba una de las dimensiones esenciales de la reforma: buscar la perfección para uno mismo a fin de transmitirla a los demás.

     Retirado a la localidad de Randa, dedicó varios años intensamente al estudio. Su inclinación a la literatura no significaba ninguna novedad. Como la mayor parte de los nobles de su tiempo, se había incorporado a los movimientos trovadorescos que le inducían a asumir la dimensión del amor. El hombre es criatura de Dios que procede del amor divino y en él debe apoyarse. También en las relaciones con el prójimo, sin limitarse a los que con él comparten la fe católica. Profundizó de manera especial en el conocimiento del latín y del árabe; las dos lenguas que permitían relacionarse con las diversas poblaciones que cubrían el Mediterráneo. Desde luego Cataluña, cabeza ahora de reinos, tenía un significado principal, pero era compartido también por el afecto hacia Occitania, Italia y el norte de África. Tres eran las religiones monoteístas que invocaban a Abraham como raíz. Pero, siguiendo a Llull, sólo el cristianismo era la meta final portadora de la Verdad. Y esto podía demostrarse con argumentos racionales sin acudir a presiones políticas o militares. A esta empresa dedicó sus esfuerzos el humanista mallorquín.

     Era preciso escribir libros religiosos en lengua vulgar para que pudieran ser comprendidos por los simples fieles. Antes de 1275 ya había conseguido alcanzar dos de sus principales objetivos. El Llibre de la Contemplació ayuda al fiel a ponerse en presencia de Dios y, de este modo, beneficiarse profundamente de la Revelación. Consiguió de Jaime II de Mallorca permiso para crear un colegio en Miramar, en la Sierra de Tramontana, en donde se formarían los futuros evangelizadores, que procurarían aprender a fondo el hebreo y el árabe. Aquí estaba una de las claves del lulismo. En un momento en que comenzaban a desarrollarse en Europa las corrientes del antijudaísmo, Ramón Llull anduvo otro camino: demostrar con argumentos racionales que el Nuevo Testamento contenía la doctrina verdadera para alentar la conversión de aquellos que compartían el monoteísmo. El Papa confirmó el proyecto y muy pronto algunos de estos instruidos predicadores intentarían llevar a los emiratos del norte de África la nueva noticia, siguiendo así el modelo que muchos años antes ensayara san Francisco de Asís.

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Luis Suárez, miembro de la Real Academia de la Historia, presidente honorario del seminario de Historia José María Quadrado.

El malestar de Occidente

Los sucesos históricos rara vez nos cogen «históricamente preparados». A veces es un avión acercándose a la ventana de nuestra oficina mientras trabajamos, la detonación de un explosivo en el tren que nos lleva al trabajo, la bala de una ametralladora que pone fin a un concierto en un club nocturno, o un camión de 19 toneladas que nos arrolla mientras observamos distraídamente los fuegos artificiales en una cálida noche veraniega.

Es comprensible que ataques como los descritos anteriormente sorprendan a Occidente con la guardia baja. Es también entendible que Occidente tarde en percatarse de las profundas implicaciones que conlleva un acto de este tipo. Lo que resulta llamativo es que tras quince años de ataques terroristas Occidente siga perdido y confuso ante cada nuevo atentado.

Una década y media en la que Occidente todavía sigue sin una estrategia clara para hacer frente al fenómeno terrorista (algo no de extrañar teniendo en cuenta que los líderes occidentales, con Obama a la cabeza, todavía no se ponen de acuerdo siquiera sobre la naturaleza de dichos atentados: las palabras «islam» y «musulmán» siguen proscritas en cualquier discurso público). Frente a una religión ideologizada que alimenta el odio a Europa y América en el mundo musulmán, Occidente no ha ofrecido más respuesta que eslóganes vacuos («Todos somos Charlie», «el islam es una religión de paz»…), bombardeos esporádicos y conmemoraciones emotivas (eso sí, neutros hasta el extremo de quedar libres de cualquier contenido y significancia).

¿Qué sociedad representamos? ¿Merece la pena luchar, matar y morir por defender esa sociedad? ¿Estamos dispuestos a sacrificarnos por nuestros ideales? ¿Qué encaje ofrecemos a los cientos de miles de inmigrantes musulmanes que llegan a Europa? ¿Qué proyecto de futuro estamos construyendo?

A día de hoy las respuestas no son muy alentadoras: desde hace cincuenta años ya no se da un consenso en Occidente sobre qué es Occidente y cuáles son nuestros valores (y sí merece la pena conservarlos o han de ser enterrados). También, desde hace setenta años, ya poca gente está dispuesta a sacrificarse por su país o los ideales sobre los que se fundamenta nuestra civilización (de ahí que de una manera patológica América y Europa inviertan enormes sumas de dinero en desarrollar formas de combatir que posibiliten un mínimo despliegue de tropas sobre el terreno como los drones o misiles guiados). En cuanto a la inmigración y a la cuestión de la creciente minoría musulmana en nuestra sociedad, las políticas han sido erráticas (políticas de acogida y puertas abiertas seguidas de cierres de fronteras y apresurados retornos forzosos) y carentes de cualquier visión a largo plazo (cómo se va a integrar a una considerable población de refugiados cuyas creencias y formas de entender el hombre y la sociedad están en las antípodas de las que imperan en los países que los acogen). Y cuando hablamos de integración y proyecto a largo plazo, visto lo visto, no debería incumbir sólo a esta generación de refugiados, sino a la de sus hijos, nietos y bisnietos.

«Nosotros amamos la muerte más de lo que vosotros deseáis la vida». La bravuconada islamista contiene una verdad esencial del conflicto en el que vivimos. Hay un bando (etéreo, disperso) que está dispuesto a todo. Este bando está firmemente unido por unas creencias religiosas y unos claros objetivos políticos (el que sean ilusorios o apocalípticos no resta claridad al objetivo). Por otro lado, tenemos a unas sociedades divididas, hedonistas, ricas, decadentes y, por ahora, poderosas. La ausencia de motivación y creencias lo suplen con su ventaja tecnológica (que en el plano militar les da una ventaja aplastante sobre los islamistas). Unas sociedades decididas a no afrontar el conflicto en el que llevan inmersas durante quince años. Confiando su paz y bienestar a eslóganes de buena voluntad y guerras por control remoto en lugares lejanos.

Pero los hechos históricos, aunque fastidiosos, son ineludibles. Más allá de una bomba o de un hombre fuera de sí con un hacha, lo que revelan estos sucesos es una profunda transformación en el mundo musulmán que inevitablemente implica a Occidente. Esos hechos no son más que temblores, reflejo del movimiento de las placas tectónicas de la historia. En este caso el de un mundo musulmán confrontado con la modernidad y su impotencia. El de un Occidente en declive y envejecido haciendo frente a poblaciones jóvenes y empobrecidas (de Oriente Medio y el norte de África) y a nuevas potencias que reniegan del estatus quo mundial (Rusia y China).

Y así pasa el tiempo, con nuestra sociedad hastiada y buscando entretenerse ajena a estos problemas. Buscando refugio en cosas fugaces e instantáneas, como los fuegos artificiales. Maravillándose en ello ajena al camión que se acerca rápidamente llevándose todo por delante.

photo  Javier Gil, doctor en Historia.

Pedagogía de los clásicos

Si bien la crítica ha privilegiado, justamente, las cualidades literarias de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), una obra suya —por lo menos— manifiesta también el gran sentido pedagógico de la poetisa. Se trata de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, que en realidad lo es al obispo de Puebla (México), Manuel Fernández de Santacruz. Este obispo, tras alabar las dotes literarias de Sor Juana, la había exhortado a dedicarse a las letras sagradas —“no pretendo […] que V[uestra] m[erced] mude el genio renunciando a los libros, sino que le mejore”—. Sor Juana, en actitud de aparente disculpa, explica que no se debe al desprecio de la teología, sino a la conciencia de su preeminencia, que ella ha preferido, de momento, el estudio de las ciencias que son sus propedéuticas: “¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancilas?” Lógica, retórica, física, música, aritmética, geometría, arquitectura e historia preparan, así, al entendimiento para la comprensión —hasta donde cabe— de las verdades sobrenaturales. Por otra parte, en lo que respecta al saber humano teórico, las ciencias se auxilian mutuamente en el aprendizaje, en virtud de sus conexiones internas: “[las ciencias] se ayudan dando luz y abriendo camino las unas para las otras, por variaciones y ocultos engarces […], y están unidas con admirable trabazón y concierto”. Lo cual no ocurre en las disciplinas prácticas, que requieren destreza física y, por ende, no pueden ser dominadas perfectamente por quien reparte su atención entre varias: “mientras se mueve la pluma descansa el compás y mientras se toca el arpa sosiega el órgano”.

El intelectualismo de Sor Juana nunca decae en mero saber libresco, como lo muestran las anécdotas relativas a la breve temporada en que una superiora le prohibió leer por temor a la Inquisición. Sor Juana aclara que la obedeció en cuanto a no usar libros, pero, “aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Estudiaba, así, geometría en los edificios, psicología en las conversaciones, química en la cocina, física en el movimiento de un trompo…

No permaneció Sor Juana ajena a la situación social de las mujeres de su época. Lamenta la ausencia casi total de maestras, con el resultado de que los padres prefieran privar a sus hijas de una educación intelectual antes que propiciar la familiaridad con maestros varones. Para argumentar contra quienes pretendían que el cultivo del saber era inconveniente para las mujeres, trae a colación la nómina de literatas, filósofas y sabias desde la antigüedad pagana y veterotestamentaria hasta la reina Cristina de Suecia, corresponsal y alumna de Descartes. Deplora las exégesis superficiales y erradas de la Escritura, llevadas a cabo sin un conocimiento adecuado del contexto histórico, cultural y lingüístico. Y hace una elocuente defensa de la humildad intelectual ante el frívolo afán de novedades.

Intelectual por vocación y de profesión, Sor Juana buscó el saber toda su vida con rigor, entrega y pasión intelectual. Sus sonetos y romances de tema filosófico son muestra de ingenio y de su conocimiento profundo y cabal de la tradición escolástica. Su poema gongorista Primero Sueño describe la búsqueda, un tanto trágica, del saber universal. Prescindiendo de su valor literario —que por sí solo lo coloca en la primera fila de la producción aurisecular—, el trabajo de Sor Juana puede leerse no sólo como una defensa del derecho de la mujer a la cultura —Alberto G. Salceda se refiere a la Respuesta a Sor Filotea como “ la Carta Magna de la libertad intelectual de las mujeres de América”—, sino también como un alegato a favor de la disciplina intelectual y la humildad al servicio de la verdad.

Víctor Zorrilla, doctor en Filosofía.

La política de Obama en Oriente Medio

Quienes sostienen que un mundo sin un papel activo de EEUU  sería un mundo más pacífico, acostumbran a señalar la controvertida invasión de Irak de 2003 como botón de muestra del papel desestabilizador estadounidense. Esta noción, común en Europa una vez los americanos libraron al continente del nazismo y el comunismo, parece haber entrado finalmente en la Casa Blanca de la mano de Barack Obama. El presidente norteamericano ha venido utilizando el ejemplo de Irak como un mantra a la hora de justificar su actitud pasiva ante los conflictos de Oriente Medio. Intervenir, viene a señalar, sería echar más leña al fuego. Sin embargo, uno puede preguntarse cómo una intervención podría avivar más las llamas. Al fin y al cabo, si las cosas siguen su curso, dentro de poco ya no quedará nada por arder.  Tras cinco años de guerra en Siria, las consecuencias de la no intervención americana en Siria han sido peores que las consecuencias de la intervención en Irak.

Conviene recordar algunas cifras y hechos: la invasión ordenada por Bush en Irak causó el derrocamiento de Sadam Hussein, pero a la larga supuso un conflicto en el que perecieron 130.000 iraquíes. El ejemplo es citado por Obama para alertar de los riesgos catastróficos de una intervención militar. Sin embargo, su política de abstención en Siria ha traído como resultado la muerte de 500.000 sirios y la continuidad en el poder del presidente Bashar al-Ásad. Por muy fallida que fuera la intervención en Irak, al menos supuso la caída de Hussein y las muertes causadas por el conflicto iraquí palidecen en comparación con el sirio. ¿Puede estar Obama satisfecho con su legado? Es cierto que hay una diferencia sustancial: mientras que el conflicto en Irak es resultado directo de una decisión de Bush, el conflicto sirio es resultado de un proceso interno ajeno a Obama. Pero puede afirmarse que la inhibición de Obama ha supuesto una prolongación innecesaria de la guerra que ha permitido al régimen autoritario de al-Ásad mantenerse y a grupos como el Estado Islámico prosperar al amparo del caos y el abandono internacional.  Obama no puede pretender camuflar su legado en Oriente Medio señalando constantemente la invasión de Irak de 2003. Su dejadez ha avivado las llamas de un conflicto del que inicialmente no era responsable. El resultado es que sus ocho años de Gobierno han sido muchísimo más sangrientos y desestabilizadores en la región que los ocho de Bush. Y esto en gran parte es el resultado de su política de retirada militar de Oriente Medio. Más que pacificar, retirar las tropas y mantener un perfil bajo en el terreno diplomático y militar ha resultado en la apertura de las compuertas que a duras penas contenían las divisiones, odios y rivalidades de la región. La muy criticada presencia militar y diplomática de EEUU en la región, más que una fuente de inestabilidad, era precisamente la frágil estructura que impedía que todo se desmoronase como un castillo de naipes. El resultado: un incremento de las guerras por terceros entre Arabia Saudí e Irán que amenaza con llevarse por delante países como Yemen, Irak, Siria y Líbano así como un ahondamiento en la espiral de anarquía que amenaza Libia, Egipto, Pakistán y Afganistán.

Obama, no obstante, permanece impasible, repitiendo sin cesar que la responsabilidad no puede recaer en EEUU ya que no es un país que deba ni pueda hacerse cargo de los problemas que azotan la región. El problema es que EEUU debe y puede, pero lo que ocurre es que Obama no quiere. Y para acallar el coro de voces críticas, Obama saca de nuevo el fantasma de la invasión de Irak de 2003. «¿Es eso lo que quieren?», interpela maliciosamente. Pero su pregunta encierra dos falsedades: la primera es que hay un gran abanico de posibilidades de intervenir. La idea de dos únicas opciones es falsa: no todo es no hacer nada o intervenir como en 2003. Entre medias hay multitud de alternativas y posibilidades. Pero Obama no está interesado en ellas, tan solo en defender su pasividad y aislacionismo.  La segunda falsedad es que el espectro de la invasión de Irak no es más que un recurso para ocultar el monstruo provocado por su política de no intervención en Siria. Más bien habría que preguntarle cuantas sirias son necesarias para hacer cambiar el rumbo de su política.

Javier Gil, doctor en Historia.

El hombre y el conocimiento: divergencias y convergencias entre la Biblia y el Corán

      No hay mejor manera de esclarecer la idea acerca de la naturaleza del hombre que alberga una religión más que consultando los relatos sagrados acerca de su creación y origen. Las religiones abrahámicas, siguiendo la tradición judía, comparten a rasgos generales un mismo relato acerca de la creación del hombre y el mundo. Tanto cristianos como musulmanes son educados en la idea de Adán como primer hombre, creado por Dios como culminación de una proceso de seis días que dio lugar al universo, la tierra y la vida. Musulmanes como cristianos profesan una misma fe en la idea de la caída del hombre tras sucumbir a la tentación del demonio. En ambos casos, el hecho de la ruptura del hombre con Dios y la creación queda plasmado en el árbol prohibido y la expulsión del paraíso.

      Hasta aquí las similitudes, pero un análisis más exhaustivo presenta una gran divergencia en los detalles que en última instancia nos lleva a una idea bien distinta acerca del hombre por parte de cristianos y musulmanes. Para empezar, en el Corán se explicita que los ángeles fueron creados a partir del fuego y el hombre a partir del barro. (Corán, VII, 12)[1] En la Biblia Dios crea al hombre a partir del polvo de la tierra y le insufla directamente la vida. (Génesis 2, 6-9) Al contrario que en el Corán, la Biblia presenta Dios personalmente dando la vida al hombre, marcando así la diferencia con la creación del resto de seres vivos que pueblan la tierra. En concreto, se dice que el hombre fue creado a “imagen y semejanza” de Dios. (Génesis 1, 26) En el Corán no hay ninguna aseveración semejante. Aunque el hombre es presentado como la culminación del proceso de creación de la tierra y la vida, el hombre nunca es elevado a la categoría que hace la Biblia.

      Ambos textos sagrados inciden el predominio del hombre en la tierra. “Ha creado para vuestro uso todo cuanto hay sobre la Tierra.” (Corán, II, 27) En la Biblia, al hombre se le da dominio sobre la creación, convidándole a “someter” la tierra y todo cuanto habita en ella. (Génesis 1, 27) Sin embargo, aquí nos encontramos con una pequeña diferencia muy reveladora: Mientras que en el Corán Dios es quien da nombre a todas las criaturas de la tierra y así se lo enseña a Adán (Corán, II, 29), en la Biblia es Dios quien invita a Adán a designar a todos los animales, reuniéndolos ante él para que les de nombre. (Génesis 2, 19-20). Este punto señala una profunda divergencia en torno a la idea del conocimiento del hombre. Mientras que en el Corán tanto Adán como los ángeles son incapaces de conocer y nombrar a los animales (admitiendo su ignorancia ante Dios e implorándole que les revele la ciencia de la creación: “Nosotros sólo tenemos los conocimientos que nos vienen de ti. La ciencia y la sabiduría son tus atributos.”), (Corán, II, 30) en la Biblia Dios deja la puerta abierta a la autonomía del hombre y le anima a conocer por sí mismo. En el Corán, la capacidad del hombre de conocer y razonar autónomamente queda explícitamente negada. “Yo sé lo que vosotros no sabéis.” (Corán, II, 28) “Su ciencia es la única que abarca todo el universo.” (Corán, II, 27) Sólo lo que Dios revela puede ser conocido. La especulación queda como un acto de arrogancia.

      En el Corán, el hombre es tan ignorante que ni siquiera sabe cómo implorar perdón a Dios una vez que ha comido del fruto prohibido. Es Dios mismo quien tiene que enseñar a Adán como pedirle perdón. (Corán, II, 35) La ignorancia del hombre y los ángeles es reafirmada por la “arbitrariedad” del comportamiento de Dios. Los ángeles eran superiores al hombre, pues así los había creado Dios, sin embargo, en el Corán, Dios ordena a los ángeles que se postren ante Adán. Algunos de ellos, con Eblis al frente, se niegan a adorar al hombre, ya que sólo Dios es digno de su adoración. (Corán, II, 32) Son éstos los llamados ángeles caídos, quienes rehusaron humillarse ante una criatura inferior a ellos por orden de Dios.

      Mientras que en la Biblia se hace un ejercicio por “razonar” o al menos presentar coherentemente las acciones de Dios y sus mandamientos, en el Corán se incide en su arbitrariedad. Sólo aquel que dándose cuenta que van contra su razón se pliega ante ellos es quien pasa la prueba.

Javier Gil es doctor en Historia.