Archivo de la etiqueta: democracia

El resurgir histórico de Japón (1945-2016)

por Antonio M. Moral Roncal, historiador

El milagro económico de un país derrotado

Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón se enfrentaba al trauma de la derrota militar y la espantosa cifra de 3,1 millones de muertos, de los cuales 800.000 fueron civiles. Otra consecuencia del conflicto fue la humillante ocupación norteamericana (1945-1952) del país y la apertura de un proceso descolonización que supuso la pérdida de los decisivos mercados chino y coreano. En este sentido no hubo grandes problemas territoriales y se admitió la vuelta a las fronteras de 1868 -el año del comienzo de la Era Meiji- salvo la disputada isla de Sajalín, invadida y ocupada por las tropas soviéticas, que se negaron a abandonarla.

La destrucción de la ciudad de Hiroshima después del estallido de la bomba atómica

Para evitar una vuelta al poder de los militaristas e imperialistas que plantearan una revancha vengativa, la administración norteamericana favoreció una masiva depuración -180.000 personas- de todas las ramas de la administración estatal y política, aunque, finalmente, se culpabilizó a 4.200 de las mismas y se ejecutaron a 700, entre ellas al primer ministro Hideki Tojo. Esa depuración quiso separar de la masa a aquellos japoneses que habían sido culpables de la política imperialista y belicista que había llevado a la nación a la guerra con Estados Unidos y otras potencias aliadas en diciembre de 1941, así como de actuaciones criminales durante el conflicto bélico.

Juicio al primer ministro japonés, Hideki Tojo, después de la Segunda Guerra Mundial

La potencia americana favoreció la implantación de un sistema constitucional democrático, impulsando la celebración de elecciones generales a la Dieta Imperial o Parlamento el 10 de abril de 1946. Se abría así una nueva fase de la historia del Japón que se caracterizaría por el bipartidismo -a diferencia de etapas pasadas de multipartidismo- una gran estabilidad política y la cesión de la defensa exterior a los Estados Unidos. Se abolió el sintoísmo de Estado y la educación ultranacionalista, al considerarse que habían servido como herramientas para la creación y expansión de una idea de superioridad racial y expansión imperial en Asia anteriormente al estallido de la guerra mundial.

Constitución japonesa de 1947

Se creó una nueva constitución democrática en 1947, caracterizada por la división de poderes, amplitud de derechos de los ciudadanos, gobierno responsable ante el Parlamento o Dieta y el mantenimiento del emperador como Jefe de Estado con las características propias de una monarquía constitucional moderna, sin poderes políticos.  La abolición de la figura imperial hubiera supuesto un trauma tan grande para el pueblo japonés que hubiera obstaculizado la construcción de la paz y habría abierto un periodo de insurgencia contra la ocupación norteamericana. En el capítulo II de la constitución, se señaló claramente que “El pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación, y a la amenaza o el empleo de la fuerza como medio de solucionar las disputas territoriales”, en un intento de evitar la vuelta del militarismo. Con el fin de realizar el propósito anterior, no se mantendrían las fuerzas de Tierra, Mar y Aire, al igual que cualquier otro potencial bélico. El derecho de beligerancia del Estado no fue reconocido, en consecuencia. Lo que hasta en Estados Unidos hubiera sido un artículo imposible de firmar, Tokio lo tuvo que aceptar por haber perdido una guerra, aunque en 1950 se autorizó a Japón a poseer una “Reserva de la Policía Nacional” formada por 200.000 hombres, transformada en diez años después en “Fuerza de Defensa Nacional”, eufemístico nombre que ocultaba el lento comienzo del rearme japonés en plena Guerra Fría.

El emperador Hirohito con su esposa

A diferencia de los países vencidos en Europa, Japón no tuvo Plan Marshall, por lo que fue necesario reconstruir el país mediante una política caracterizada por el dirigismo estatal, apoyado en una mentalidad trabajadora y de sacrificio por la comunidad, característica sociocultural propia. La masiva destrucción de plantas industriales durante la guerra favoreció la reinstalación de otras nuevas y modernas, planteándose una más racional localización industrial al lado o cerca de puertos para favorecer la circulación de mercancías. De esta manera, bajaron los costes de transporte y se acortó el ciclo productivo.  Si bien se legalizaron los sindicatos, la mentalidad japonesa favoreció los convenios entre patronos y obreros para crear la paz social necesaria para la reconstrucción del tejido económico. Además, la ausencia de gastos militares desvió grandes cantidades de dinero a la inversión económica y social.

Los ocupantes norteamericanos también favorecieron la creación de una nueva sociedad al obligar a la desaparición de los títulos de nobleza, apoyando una reforma agraria, eliminándose el arrendamiento por la propiedad, con el objetivo de prescindir de diferencias sociales y crear más clase media entre los antiguos trabajadores. Aumentaron los impuestos por la propiedad, de tal manera que muchos propietarios no tuvieron más remedio que poner en circulación tierras e inmuebles en el mercado, disponibles para la nueva burguesía que realizaba negocios con los americanos.

Y es que, poco a poco, llegaron inversiones occidentales, favorecidas por el clima de trabajo y el estallido de la guerra de Corea (1950-1953) que hizo de las islas japonesas una retaguardia económica, estratégicamente necesaria en el escenario de la Guerra Fría entre las dos grandes superpotencias. Además, pronto se advirtió la capacidad generativa de tecnología japonesa, clave no sólo para la reconstrucción interior sino también para su valoración como potencia aliada. La gran capacidad de ahorro de todos los sectores sociales regeneró el sistema bancario, que otorgó créditos a empresas, las cuales también intentaron no depender excesivamente del sector bancario.

Así, poco a poco, el nuevo Japón -democrático y pacifista- fue admitido en la sociedad internacional occidental, de tal manera que los emperadores pudieron visitar varios países con los que habían estado en guerra, como Estados Unidos y Gran Bretaña, simbolizando una nueva etapa histórica y un giro diplomático completo. En 1964, Tokio acogió y organizó los Juegos Olímpicos, demostrando al mundo que se había convertido en una de las grandes potencias económicas no sólo del escenario asiático sino mundial.

La prueba de fuego: Japón ante la crisis del petróleo de 1973

Como consecuencia de una convergencia de hechos políticos y económicos, la subida del precio del petróleo a partir de 1973 provocó un antes y un después en la historia económica mundial. Ello obligó a Japón a intentar reducir el consumo de petróleo, por lo cual el Estado realizó una intensa campaña de ahorro energético -se aconsejó no utilizar coches para ir a trabajar, favoreciendo el transporte público- para evitar depender del producto y salvar al mayor número de puestos de trabajo. A diferencia de otros países que también lo intentaron, el gobierno fue obedecido, convirtiendo la medida en un éxito social, de tal manera que los periodistas ofrecieron fotografías de calles semidesérticas en las ciudades japonesas. Su cultura de obediencia a las altas jerarquías, de concienciación de la importancia de lo colectivo frente al interés individual y su confianza en que “el prójimo hará lo mismo que yo” se encuentran en la raíz de este hecho tan singular.

Por su parte, numerosos empresarios invirtieron en mejores instalaciones y buscaron nuevas tecnologías para ahorrar energía o no depender tanto del petróleo. Se logró de esta manera que la producción de acero redujera el gasto energético a una 1/5 parte. El gobierno y las organizaciones empresariales apostaron por industrias que requieran menos energía: de las pesadas y químicas se pasó a invertir más en la electrónica, la informática, la producción de aparatos de precisión, fibras ópticas y la industria bioquímica. Se favoreció el consumo de productos nacionales frente a los importados, pero no se pudo detener una crisis de consumo a partir entre 1978 y 1980. La misma demostró la dependencia exterior de Japón en algunos productos básicos, en energía y en las ganancias derivadas del comercio. Si la crisis del petróleo repercutió en todas las naciones, también lo hizo en la capacidad de consumo de sus habitantes.

Pero Japón tuvo la capacidad de aprovechar la ola de recuperación económica de las grandes potencias capitalista en los años 80, mediante la coordinación e integración de la industria minorista. Para evitar depender tanto de las exportaciones, se potenció el mercado interior de consumo, el gobierno apoyó la bajada de impuestos y la disminución de jornada laboral. Estas medidas favorecieron la expansión de la construcción privada y de la obra pública, aunque se mantuvo la tradicional mentalidad de trabajo y eficacia meritocrática.

Aumentaron las inversiones japonesas en el exterior, se demostró una gran capacidad para la innovación tecnológica con el desarrollo de nuevas industrias, llegando un mayor número de inversiones extranjeras en el mercado japonés y se potenció nuevas políticas agrícolas para producir más y mejor. Todo ello explica que el crecimiento económico japonés entre 1990 y 1993 fuera superior a los Estados Unidos, emergiendo Japón como una impresionante potencia financiera -gracias al ahorro familiar- y una gran potencia comercial y tecnológica, debido a la calidad de su robótica, siendo el primer constructor y utilizador mundial de robots. A finales del siglo XX, Japón era la segunda potencia mundial desde el punto de vista económico, gracias también a la desaparición de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un nuevo sistema internacional.

Capacidad de desarrollo y adaptabilidad de la economía japonesa

El hecho japonés suscitó el interés de los investigadores, historiadores y políticos. Para los economistas neoclásicos, su éxito fue debido a la pura aplicación de las reglas del capitalismo occidental, aunque reconocieron la propensión al ahorro de las familias, la disposición a contribuir con su esfuerzo, los impuestos bien administrados, como factores coyunturales a tener en cuenta. Sin embargo, para los partidarios de la especificidad cultural japonesa, sus logros se explicaban por su coherencia entre la economía y la tradición. El énfasis en el grupo pequeño, el intercambio de lealtad del empleado y de paternalismo del patrón, la intervención de la empresa en la vida privada del trabajador, entre otras características económico-culturales, resultaron ser fuerzas propias claves.

Una tercera vía de economistas y observadores intentó ser un puente entre las anteriores. Manifestaron que Japón contaba con algunas tradiciones propias interesantes pero las diferencias entre Occidente y la mentalidad japonesa no eran absolutas y podían ser imitadas perfectamente. El Japón que había logrado superar la crisis del petróleo presentaba retos y problemas propios de una economía capitalista desarrollada, aunque algunos de sus rasgos podían ser superiores a los occidentales.

En todo caso, cabe recordar las opiniones de Gaul, Grunenberg y Jungblult que, en su libro Los Siete Pilares del Éxito Económico (1983) concluyeron las siguientes características japonesas que explicaban su reconstrucción económica y sus principales potencialidades para llegar a ser una potencia:

Vivir y trabajar en grupo, supeditando la individualidad al grupo, favorece el crecimiento y la solidaridad.

Japón es una sociedad homogénea y meritocrática.

Predisposición a aprender de extranjeros sin perder identidad desde el siglo XIX.

Estructura social de la empresa: todos sus trabajadores son parte de la misma y se sienten como tales, no es un mero eslogan. Se favorece el compromiso laboral.

Apoyo del Estado a empresas más exportadoras para la lucha de conquista de nuevos mercados.

Estrecha colaboración burocracia-industria para lograr progresar.

Población comprometida en objetivos nacionales (trabajar para ello y ahorrar o consumir, según mande el poder político)

La vida política ¿favoreció o entorpeció el desarrollo socioeconómico?

Si bien Japón tuvo problemas políticos y se denunciaron casos de corrupción que ligaron a sectores gubernamentales y administrativos con determinadas empresas, se desarrolló una vida política que no fue un gran obstáculo para la reconstrucción económica. La misma se caracterizó por varios hechos como una elevada participación de la población en las elecciones, de casi el 75% del censo electoral en votaciones nacionales. La movilización por el voto fue mayor en zonas rurales que urbanas, a diferencia de otros países.

Las victorias electorales del Partido Liberal Democrático (PLD) favorecieron la creación de gobiernos estables, teniendo enfrente una oposición moderada, centrada el Partido Socialista Japonés, siendo testimoniales el resto de las agrupaciones centristas, de extrema derecha o extrema izquierda. El sistema electoral favoreció un escrutinio mayoritario uninominal a primera vuelta. Cada partido presentaba varios candidatos en la misma circunscripción, de tal manera que la competencia era alta, creyendo que de esta manera se dejaba claro la vocación democrática del nuevo Japón.

Sesión en el parlamento japonés

El predominio del PLD durante décadas provocó el desplazamiento de las luchas interpartidistas a la pugna interpartidista. Las facciones del PDL se disputaron el poder, de tal manera que alguna agrupación del partido logró vencer en cambios de gobiernos y mociones de censura presentadas contra su propio partido, como en 1993. Un hecho impensable en otras democracias occidentales.

Sin embargo, se estancaron los principales problemas políticos: el clientelismo de los partidos y la corrupción, comunes a otras democracias por desgracia hasta nuestros días. La prensa denunció la conexión entre determinados políticos y altos funcionarios con el mundo de los negocios, ya que notables locales -empresarios y emprendedores- aportaban votos y fondos a los parlamentarios que, a cambio, les otorgaban subvenciones y encargos estatales. En política exterior, todos los gobiernos japoneses de la segunda mitad del siglo XX mantuvieron los ideales de pacifismo y antimilitarismo, que no resultaron incompatibles con el mantenimiento de las alianzas con países occidentales, sobre todo con Estados Unidos.

En 1989 subió al trono del Crisantemo el nuevo emperador Akihito, que reinó hasta 2019, inaugurándose la Era Heisei, es decir, “paz en el cielo y en la tierra». Durante su reinado, se manifestaron las opiniones de las nuevas generaciones de japoneses que pensaron que se debían superar los recelos de la Segunda Guerra Mundial y que Japón debía tener una mayor intervención y papel exterior, con un amplio reconocimiento internacional. Ello fue contestado desde otros sectores político-sociales, temerosos de una resurrección de los tiempos anteriores al conflicto mundial que llevaron al desastre a la nación, por lo que siguieron defendiendo el neutralismo, el pacifismo y criticaron el crecimiento de las fuerzas de defensa japonesas. Pronto comenzó también a emerger la competencia comercial china, amenazando espacios de la economía japonesa.

En 2015 las potentes exportaciones cayeron y la deuda pública del Estado, al año siguiente, constituyó más del doble de su Producto Interior Bruto, lo que provocó el inicio de una política de aumento de impuestos al consumo al 10%. El gobierno apostó por una política estatal de inversiones en obras públicas para incentivar el consumo y el trabajo, al calor de la organización de los Juegos Olímpicos de 2020. Los gastos militares, sin embargo, continuaron aumentando, de tal manera que las Fuerzas de Autodefensa de Japón llegaron a superar los 200.000 efectivos más 50.000 reservistas, instrumentos de una posición exclusivamente de autodefensa, pero temerosa de la agresiva política exterior de la Rusia de Vladimir Putin y de la creciente militarización china. En 2011, el presupuesto de defensa de Japón fue el sexto mayor gasto militar del mundo, aunque la mitad del mismo correspondió a los salarios del personal, dedicándose el resto a suministros, armamento, renovación de material… ​Como muestra de la controversia existente alrededor de las Fuerzas y su estatus legal todavía en nuestros días, las palabras «militar», «ejército», «armada» o «fuerza aérea» no son empleadas en referencias oficiales a las Fuerzas de Autodefensa.

A pesar de ello, Japón continuó siendo la tercera economía mundial, pendiente de los cambios que exigen los nuevos tiempos, llenos de retos como la emergencia económica china, la necesaria superación de tensiones históricas no sólo con Pekín sino con las dos Coreas, definiendo mejor la situación de Japón en el escenario asiático y construyendo una sociedad más libre y democrática.

BIBLIOGRAFÍA

Raúl Ramírez y otros, Historia de Asia contemporánea y actual, Madrid, Universitas, 2017.

José Luis Rodríguez Jiménez, Historia contemporánea de Japón, Editorial Síntesis, Madrid, 2020.

Francesc Serra i Massansalvador, Poder y regímenes en Asia Central, Edicions Bellaterra, Barcelona, 2018.

Luis Eugenio Togores Sánchez, Japón en el siglo XX: de imperio militar a potencia económica, Madrid, Arco/Libros, D.L. 2000.

Francisco Lanzaco Salafranca, Cultura japonesa. Pensamiento y religión, Madrid, Satori, 2020.

Florentino Rodao, La soledad del país vulnerable Japón desde 1945, Barcelona, Crítica, 2019.

Joy Hendry, Para entender la sociedad japonesa de hoy, Barcelona, Bellaterra, 2018.

Salvador Rodríguez y Antonio Torres, La monarquía japonesa, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001.

Democracia sin partidos

 por Antonio Cañellas, historiador

            Este año se conmemora el setenta aniversario de la publicación del libro Fines y fin de la política, luego titulado Democracia sin partidos (edición de 1952) de Adriano Olivetti. Hijo del fundador de la primera fábrica italiana de máquinas de escribir, continuó con la empresa familiar hasta convertirla en un referente internacional. EnResultado de imagen de democrazia senza partiti su estancia de formación en los Estados Unidos se imbuyó de las tesis planificadoras del New Deal y de la visión comunitarista nortemanericana. Según ésta, el principio de cooperación –libre y voluntario− de los particulares, organizados en comunidad, resultaba beneficioso para la democracia moderna por cuanto estimulaba el compromiso cívico en la toma concreta de decisiones desde la misma base social. Este ejercicio de los deberes y derechos en el seno de dichas comunidades (culturales, religiosas, profesionales, etc.) alentaría virtudes como la prudencia, la laboriosidad o el servicio a los demás[1]. A partir de aquí Olivetti trazaría una concepción del Estado capaz de integrar los valores solidarios del socialismo con la defensa e impulso de la dignidad humana. En este aspecto destacó la influencia de los pensadores cristianos de la filosofía personalista; tanto Emmanuel Mounier como Jacques Maritain contribuyeron a perfilar su idea de comunidad. El intento por superar el individualismo autosuficiente y las tendencias despersonalizadoras de los totalitarismos de la época, empeñados en reducir al hombre a un instrumento en manos del Estado, constituiría el rasgo más sobresaliente de su propuesta. De ahí que la vindicación de la trascendencia humana como vehículo de apertura a la vida en común desde cada individualidad conformara el eje vertebrador de su esquema de pensamiento[2]. Así las cosas, la reforma orgánica del Estado exigiría de un equilibrio entre su función directiva con el respeto a la autonomía propia de las comunidades sociales. Éstas habrían de articularse a modo de agrupaciones humanas territorialmente estables, con poderes amplios y organizados en el campo de la cultura y del trabajo, con el propósito de encarar eficazmente su autogestión[3].

            Después de la experiencia fascista, la constitución italiana de 1948 consagró un sistema de partidos como herramienta para asegurar la confluencia libre y democrática de los ciudadanos en la vida política del país. Sin embargo, el control paulatino de las instituciones del Estado –hasta el punto de coparlas− por parte de las distintas formaciones, acabó generando una crítica severa contra dichas prácticas. La llamada partitocracia o gobierno de los partidos, cada vez más focalizados en satisfacer sus anhelos de poder en detrimento del interés general, propició una serie de respuestas de diversa índole. Todas ellas se orientaron a limitar su influencia o ajustarla conforme al principio del bien común.

            El debate no era nuevo. Ya en la Europa de entreguerras se había producido la crisis del parlamentarismo con el surgimiento de regímenes autoritarios. Fue el momento del auge de las tesis corporativistas como alternativa política al sistema de partidos. En España, una parte de aquellas corrientes se identificaron con el regeneracionismo brotado a raíz de la crisis de 1898. Al postularse una fórmula que diera voz a las corporaciones de la sociedad se aspiraba a contener la mediatización de los partidos; además de autentificar un sufragio premeditadamente manipulado por la componenda bipartidista de progresistas y conservadores en un país con altos índices de analfabetismo. En su caso, Joaquín Costa abogó por la participación de las cámaras de comercio en la vida política. Su republicanismo federal propugnaba la implicación de todos los ciudadanos en los quehaceres públicos, comenzando por la base de la sociedad hasta trabar un ente comunitario en el que residiría la soberanía y, por tanto, la libertad de agruparse a más altos niveles con fines solidarios. Otros pensadores, vinculados a la tradición católica, diferenciaron dos tipos de soberanías complementarias dentro de la sociedad. Según Juan Vázquez de Mella, las sociedades 1928-02-29,_Mundo_Gráfico,_Juan_Vázquez_de_Mella,_Kaulakmenores irían incorporándose a las superiores de una manera espontánea (por un proceso de socialización connatural a la condición humana), de tal forma que los límites entre ellas establecieran una garantía mutua de derechos y deberes, manteniendo así las propias libertades. Los denominados cuerpos inferiores tendrían su núcleo primero en la familia que, una vez agrupadas, darían origen a los municipios, seguidos de las comarcas y regiones. De este modo se configuraría la soberanía social, nacida de aquellos fundamentos para ordenar y perfeccionar la convivencia de dichas entidades. Esta jerarquización natural precisaba, no obstante, una autoridad que dirimiera posibles conflictos. Por eso la necesidad del Estado que, identificado con la soberanía política, velaría por la autonomía de estas expresiones soberanas con un contrapeso de poderes que las coordinara armónicamente en beneficio de todos[4].

            Aunque estas premisas teóricas no cuajaran entonces, sentaron los cimientos para un ensayo posterior, al que también contribuiría Salvador de Madariaga durante la II República. Inserto en la herencia liberal y krausista, contempló la oportunidad de un Estado corporativo para un mejor desarrollo de las libertades ciudadanas. En su obra Anarquía o Jerarquía (1934) aludió a la existencia de una psicología nacional que, en el ámbito hispánico, tendería a un apasionamiento demagógico que recomendaba sustituir el multipartidismo por un sistema que calificaría de democracia orgánica:

La imagen de la República que buscamos es una democracia orgánica unánime, que se proponga sinceramente el bienestar y la libertad de los ciudadanos poniendo a su disposición el ambiente adecuado para su desarrollo. En esta República ideal, las diferencias de opinión quedarán reducidas a un mínimo relativo tan sólo a cuestiones de método, y que será como el reflejo de las diferencias de temperamento entre los ciudadanos[5].

            Pese al contexto general de agitación, con una sociedad europea fuertemente dividida por facciones y grupos de pensamiento, resultaba muy arduo instituir ese modelo sin una previa labor desideologizadora orquestada desde el mismo poder. De hecho, todas las pruebas dispuestas a tal fin (véase el caso de Italia, Portugal, Austria o España) tuvieron que decantarse por gobiernos autoritarios que, por lo demás, se apoyarían en estructuras de partido único más o menos acentuadas para perpetuar un sistema que devino imposible. Quizá sus fundadores confiaban en alumbrar una nueva Era, distinta a la inaugurada a partir de la Revolución Francesa en 1789. Sin embargo, el tránsito de una Edad marcada por la unidad de pensamiento en las cuestiones fundamentales de orden religioso, moral, filosófico o político a otra caracterizada por un pluralismo ideológico creciente, en el que todo es relativo y objeto de discusión[6], revela ese obstáculo cultural (un auténtico choque con la mentalidad imperante) para forjar modelos sociopolíticos de aquel estilo. Así lo percibieron algunos intelectuales y estadistas que, aun siendo conscientes de la división provocada por los partidos en ciertos períodos, prefirieron cavilar fórmulas más conciliables con el sentir de la época, pero sin renunciar a los correctivos necesarios.

            Fue Charles De Gaulle quien, en línea con el legado bonapartista, hizo de los partidos el objeto de sus censuras a causa de los inmensos poderes que habían acumulado en el ordenamiento constitucional de la IV República francesa desde 1946. Para el antiguo líder de la resistencia, la soberanía de la nación −en cuanto unidad histórica− pertenecía al pueblo siempre que se expresara de manera conjunta y directa. Por tanto, no admitía que aquélla pudiera trocearse entre los diferentes intereses representados por los partidos. En su opinión, éstos debían encauzar el contraste de pareceres de la ciudadanía con la elección de los diputados en el Parlamento, pero sin que la continuidad de los gobiernos (poder ejecutivo) dependiera de ellos, como había sido la tónica habitual. El gabinete ministerial debería provenir de un poder suprapartidista (por encima de los partidos) que, en su caso, encarnaría la Jefatura del Estado como exponente de la permanencia y unidad de la nación[7]. Todo un programa contenido en la constitución francesa de 1958, todavía vigente en su armazón fundamental[8].

            Hasta esa fecha, la inestabilidad de la política francesa, agravada por la atomización política de los partidos, fue un fenómeno también experimentado por Italia. La evolución del sistema hacia la partitocracia precipitó que algunos enarbolaran la bandera del presidencialismo, a ejemplo de París. Aunque no llegara a materializarse la vía comunitarista de Olivetti −fallecido en 1960−, otros autores como Lorenzo Caboara (profesor en la Universidad de Génova) abogaron por una apertura del régimen de partidos que facilitara una participación integral de los ciudadanos, también de las corporaciones sociales, en la vida política[9]. Esta pretensión de pergeñar una democracia menos mediatizada por los partidos con arreglo a un criterio técnico, más apoyado en el Estado de razón que en ciertos sinsentidos ideológicos, recibió la acogida de otras voces eminentes. En España, Julián Marías o Camilo José Cela UCD y PSOE suprimen la figura de los senadores reales anulando cualquier  poder del Rey en cámaras legislativas - La Hemeroteca del Buitreaplaudieron el acceso de la sociedad civil a las instituciones representativas sin necesidad de adscripción o concurrencia en las filas de un partido[10]. La figura de los senadores de libre designación real, contemplada hace años por la ley[11], con el nombramiento de personalidades destacadas por su valía humana, intelectual o profesional; o la elección de representantes de los Colegios Profesionales, las Academias, las Cámaras de Comercio, etc. entre sus propios miembros, podría contribuir a enriquecer el debate público y a mejorar la obra legislativa. El conocimiento y la especialización en materias variadas quizá aportarían perspectivas más razonadas, aminorando la demagogia a la que acostumbra la refriega partidista. Probablemente la política ganaría en credibilidad e intensificaría su cometido en la promoción efectiva del bien común.

[1] Russell Kirk, ¿Qué significa ser conservador?, Ciudadela, Madrid, 2009, pp. 48-49.

[2] Adriano Olivetti, Democrazia senza partiti, Edizioni di Comunità, 2013, p. 53.

[3] Ibid., p. 47.

[4] Juan Vázquez de Mella, Regionalismo y Monarquía, Rialp, Madrid, 1957, pp. 112-113.

[5] Salvador de Madariaga, Anarquía o Jerarquía, Aguilar, Barcelona, 1934, p. 163.

[6] Véase la introducción de José Luis Comellas a su Historia breve de España Contemporánea, Rialp, Madrid, 1989, pp. 20, 23.

[7] Charles De Gaulle, Memorias de esperanza. La renovación, Taurus, Madrid, 1970, p. 14.

[8] Para un estudio acerca de sus reformas parciales, Andoni Pérez Ayala, «Revisiones constitucionales y reformas institucionales en la V República francesa», Revista de Estudios Políticos, nº 148, 2010, pp. 105-157.

[9] Lorenzo Caboara, Los partidos políticos en el Estado moderno, Ediciones iberoamericanas, Madrid, 1967, pp. 94-96.

[10] Ante la supresión de los senadores por designación real acordada por las fuerzas políticas mayoritarias en 1978, el filósofo Julián Marías calificó la medida de serio error «pues implicará que la totalidad de la Cámara Alta quedará obligada por la disciplina de los partidos». Sobre la necesidad de preservar una independencia de criterio, al menos entre un grupo de representantes públicos (sin militancia partidista), cabe mencionar las irónicas declaraciones de Camilo José Cela en la entrevista a Jesús Hermida en el programa Su turno de TVE (10/05/1983): «Me gusta la política de una manera especulativa […]; ahora, quizá no de una manera activa. Yo no creo que sirviese para ministro […]. Y mucho menos para figurar en la Cámara, en el Senado o en el Congreso obedeciendo instrucciones si no estoy de acuerdo […]. Por eso admiro tanto a los diputados y senadores, que nadie sabe cómo se llaman muchos de ellos y se aburren como gatos, pero aguantan marea para que no les riñan».

[11] Art. 2. 3 de la Ley para la Reforma Política. BOE 1/1977.

La filosofía como actitud vital

victor-zorrilla (3) por Víctor Zorrilla, filósofo

En un libro de Jorge Millas, titulado Irremediablemente filósofo. Entrevistas y discursos (selección y prefacio de Maximiliano Figueroa, Ediciones Universidad Austral de Chile, Valdivia, 2017), su estudioso y prologuista nos ofrece una serie de entrevistas y discursos pertenecientes a los últimos años de Jorge Millas (1917-1982). millas (3)Uno de los principales filósofos chilenos, Millas fue profesor en la Universidad de Chile y en la Universidad Austral. Hizo estudios de posgrado en filosofía y psicología en Estados Unidos. Fue profesor visitante en la Universidad de Columbia y miembro de varias sociedades académicas. Algunas de sus obras son: Idea de la individualidad (1943), Goethe y el espíritu del Fausto (1949), Ensayos sobre la historia espiritual de Occidente (1960), El desafío espiritual de la sociedad de masas (1962), Idea de la filosofía (1970) y La violencia y sus máscaras (1978). Entre sus principales influencias se cuentan Bergson, Husserl, William James y Ortega y Gasset.

En 1981, ante el creciente control ejercido por el gobierno militar en la vida universitaria chilena, Millas renuncia a su cátedra en la Universidad Austral y se dedica a la enseñanza privada. Con su vida y su enseñanza dio testimonio de coherencia moral frente al poder, sin perder ponderación y serenidad como comentarista político. A pesar de hacer una brillante carrera como profesor universitario, para Millas la filosofía consistía, sobre todo, en una actitud vital (“la filosofía debe estar siempre impregnando la vida”; p. 133). El volumen comentado aquí muestra esta vertiente del Millas dialogante. En las entrevistas se tratan temas filosóficos, políticos y existenciales, con chispas de humor y a veces de genialidad. Como introducción a la vida filosófica —es decir, a la actitud vital, no la erudición—, las intervenciones contienen pequeñas joyas. Millas explica que “el hombre filosofa cuando se da cuenta que en el mundo nada es obvio y que las cosas son siempre algo más de lo que parecen” (p. 130). Filosofar requiere, por otra parte, comprometerse vital y existencialmente: “filosofar es perder la tranquilidad. Y […] la tranquilidad se pierde porque el pensamiento […] nos priva de las certezas, nos hace desconfiar de las convenciones, nos arranca del seno materno del sentido común” (p. 51). Hay también lecciones de humildad intelectual: “El filósofo […] solo puede ayudar a clarificar los problemas […], pero no los resuelve” (p. 34).

En política, Millas se definía por un espíritu libertario y democrático (“la auténtica libertad es un derecho, no una graciosa concesión”; p. 60). Pero la libertad no es un valor absoluto; está en relación con otros valores y debe ser modulada por la responsabilidad. La democracia, por lo demás, no garantiza la buena conducción de los asuntos públicos, sino que es constitutivamente “un riesgo, una aventura” (p. 135).

Millas advierte contra dos peligros a los que la juventud está expuesta y ante los cuales la filosofía constituye un baluarte. El primero de ellos es la multiplicación de los saberes, con la consiguiente fragmentación y la pérdida de la unidad. La filosofía —explica Millas—, al tener por objeto la la totalidad, procura la integración del saber, previniendo así la “barbarie de la especialización”, para usar la expresión orteguiana. El segundo peligro son las ideologías, que “convierten en dogmas lo que es dudoso”, transformando así “una posibilidad de concebir la sociedad humana en la única concebible” (p. 129). La filosofía, al defender la autonomía de la razón, sostiene Millas, también previene a los jóvenes contra este peligro.

En cuanto desarticulador de ideologías, Millas representa muy bien el aspecto negativo o “destructivo” de la filosofía. La filosofía tiene, en efecto —como ha señalado Ignacio Ellacuría—, una doble función constructiva y crítica. Además de intentar comprender la realidad (aspecto positivo o constructivo), ella debe detectar y desarticular las ideologías (aspecto negativo o crítico), es decir, las teorías que, con pretensión de totalidad, enmascaran la realidad para servir a intereses políticos o económicos. En este sentido, la palabra de Millas invita al sereno examen crítico y al sano escepticismo ante entusiasmos fáciles: “en nombre de la patria se cometen las peores iniquidades […]. El noble concepto de patria se utiliza como excusa […] no solo por parte de los terroristas de izquierda sino, también, por parte de los terroristas que los combaten a ellos” (p. 113). ¿Cuál es la responsabilidad del estudiante universitario? No dejarse embaucar: “el ánimo exaltado, que ayuda a obrar, impide a menudo ver y pensar” (p. 37). Reacio a suscribir partidismos cómodos —“las palabras derecha o izquierda y toda la nomenclatura política no tienen la virtud de separar moralmente a las personas” (p. 108)—, Millas abogaba más bien por un humanismo que elevara la vida y promoviera el ejercicio responsable de las libertades ciudadanas en el marco de una auténtica democracia.

Personaje de claras reminiscencias socráticas, Millas ofrece el testimonio de una vida vivida en plena coherencia con sus convicciones filosóficas, aun ante las amenazas del poder. A la vez, Millas se muestra inserto en una problemática, la de la reflexión racional bajo una dictadura, que puede considerarse característica de la historia latinoamericana. El tema no es nuevo en el pensamiento hispánico: ya Francisco de Vitoria (1483-1546) habíaImagen relacionada propuesto, en un contexto diferente, una concepción del poder de raigambre tomista que, a la par que suscribía la doctrina de la soberanía popular, dejaba a salvo la validez del poder político legítimamente establecido. Tal concepción se basaba en una idea fundamental que proporciona a la reflexión política su cimiento metafísico: la del origen natural de la sociedad humana y, por tanto, del poder político erigido para gobernarla. De esta manera, Vitoria consiguió impugnar tanto el absolutismo monárquico como los movimientos de carácter anarquizante surgidos al filo de las reformas protestantes[1]. Un fundamento metafísico tal es quizá el único aspecto que se echa en falta en la reflexión milleana sobre la política (al menos, en los textos reunidos en este volumen). Ello puede explicar la tendencia hacia cierto escepticismo perceptible en el autor. En el pensamiento de Millas predomina, en efecto, la vertiente crítica sobre la vertiente constructiva.

Actualmente, las dictaduras son a veces más veladas, más disimuladas que las clásicas dictaduras militares que han sido objeto de una notable y meritoria literatura en Latinoamérica. La dictadura de la “corrección política”, por ejemplo, puede llegar a coartar la libertad de expresión tan eficazmente como la más siniestra policía secreta, con daño igualmente grave del debate público. En la actual coyuntura, dominada por el choque de ideologías de diverso signo sin posibilidad aparente de conciliación, Millas puede sugerir vías para asumir responsablemente la libertad del pensar y del decir como intelectuales y como ciudadanos.

[1] Para Vitoria, Dios es la causa eficiente del poder civil. Y lo es en cuanto creador de la naturaleza humana racional y social. Por lo tanto, la tesis vitoriana no es una tesis teocrática, como podría pensar un lector distraído: el poder civil proviene de Dios creador, no de Dios redentor ni de la Iglesia.

La derecha republicana en España

 por Antonio Cañellas, historiador

            El apellido Maura es bien conocido en España. Vecino del barrio de la Calatrava en Palma de Mallorca, Antonio Maura Montaner (1853-1925) llegaría a ocupar la presidencia del gobierno de España hasta en cinco ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII.

            Sin embargo, no van estas líneas dedicadas al prócer liberal-conservador, aunque sea menester recordarlo en estos días tan confusos para la política española. Nuestro foco de atención es otro; en este caso el séptimo de los hijos del dirigente mallorquín. La elección no es casual; responde al interés por presentar nuestro último libro. Con el título  MIGUEL MAURA. LA DERECHA REPUBLICANA (escuchar entrevista) ofrecemos al público la primera biografía política del que fuera ministro de la Gobernación en el gabinete provisional que gestionó el tránsito de la Monarquía a la Segunda República en 1931. Ahora miguel maura: la derecha republicana-antonio cañellas mas-9788496729414 que parecen reverdecer sentimientos o anhelos de cambio a distinto nivel, puede resultar útil adentrarse en la trayectoria de un personaje que abrazó resueltamente la República, convirtiéndose en el verso suelto de la tradición monárquica familiar. Esta biografía revela las razones de esta mutación. Mucho tuvieron que ver las complicadas relaciones políticas entre el rey y su padre, poco propicio a componendas, a las que siempre antepuso la defensa de sus principios regeneracionistas. Este proyecto, que aspiraba a materializar la revolución desde arriba autentificando la democracia de partidos, dentro del respeto al orden tradicional representado por la Monarquía –concebida en la Constitución de 1876 como garantía de estabilidad política y de progreso socioeconómico−, se vino al traste por la mediocridad de la mayor parte de la clase dirigente. No sorprendeResultado de imagen de jose ortega y gasset entonces la demanda de las minorías selectas, especialmente instruidas para  el liderazgo del país en todos sus ámbitos, formulada por José Ortega y Gasset en su España invertebrada de 1921. Fueron muchas las coincidencias de Miguel Maura con el filósofo madrileño, hasta el punto de ensayar un intento de colaboración política durante la República que finalmente no cuajó.

              La fundación del Partido Republicano Conservador ideado por Maura en 1932 pretendía actuar como vehículo de expresión de aquellos sectores descontentos con la senda que había tomado la nueva forma de Estado. Su integración en la República sólo podría lograrse si ésta era patrimonio de todos los ciudadanos y no sólo de la izquierda. De lo contrario se corría el riesgo de una quiebra definitiva de la convivencia, como ya pronosticara Antonio Maura poco antes de su muerte en 1924:

La monarquía […] perecerá para ser sustituida por una república de apariencias democráticas en su nacimiento, que evolucionará rápidamente hacia una república de tipo socialista, la cual será desbordada por otra de tipo comunista.

             Precisamente para disipar esos pésimos augurios, su hijo insistió en revisar el contenido más tendencioso de la Constitución de 1931 en materia de enseñanza y de propiedad. A esto se añadía la necesidad de armonizar el proceso autonómico, amparando por igual los derechos y deberes de todos los españoles con independencia de su lugar de residencia. La defensa de la educación, de la justicia y de la fiscalidad como competencias propias del Estado armaron las líneas maestras de su programa.

            El libro también se adentra en las interesantes relaciones del protagonista con José Antonio Primo de Rivera, otro admirador de Ortega y partidario de impulsar la regeneración de la vida nacional mediante una solución autoritaria. La exaltación de un vitalismo juvenil comprometido con el servicio a la patria, que conjugaría el ser histórico de España con la justicia social, fue uno de los rasgos del ideario falangista más admirados por Maura. Ambos coincidían en su propósito reformista, aunque discrepaban en los modos de llevarlo a término. Que Maura propugnara una dictadura republicana en la difícil coyuntura de 1936, sólo se entiende como último recurso para salvar los basamentos democráticos del sistema y detener el estallido de una guerra entre españoles. Los detalles de esta propuesta es otra de las aportaciones de la obra. Con su lectura pueden extraerse varias conclusiones; sobre todo en estos momentos, que tanto se reivindica el legado republicano por parte de algunos.

            En efecto, ningún sistema político constituye un fin en sí mismo. Su legitimidad consiste en procurar la recta inclusión de las distintas entidades de la sociedad de acuerdo con los presupuestos del bien común. Un objetivo que es posible promover desde diversas ópticas. Miguel Maura trató de hacerlo desde una perspectiva liberal-conservadora en un momento muy convulso de nuestra historia. Quizá convendría hacer memoria de este otro Maura para no caer de nuevo en los mismos errores de antaño.

El imperio de las masas

 por Antonio Cañellas, historiador

     El cierre en falso de la Primera Guerra Mundial en 1918 conllevó dos efectos inmediatos. Por un lado, la conciencia intelectual de que la cultura moderna había entrado en crisis. Y, por otro, el surgimiento de nuevos movimientos políticos y corrientes de pensamiento que intentaron enderezar aquella situación. Con estos precedentes se inauguró el llamado período de entreguerras hasta el estallido del segundo gran conflicto a escala planetaria en 1939. Era la hora de la revancha y de saldar las cuentas pendientes que, cual memorial de agravios, algunos venían contabilizando desde hacía lustros. La caída de los regímenes liberales en buena parte de Europa y su sustitución por sistemas autoritarios, el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia o la puesta en escena del nazismo, fueron las consecuencias empíricas de aquel malestar generalizado.

            La progresiva superación del Estado mínimo de la burguesía liberal −atenta a sus negocios− por un sistema cada vez más intervencionista y ajustado a las demandas de una socialización creciente en el acceso a los bienes y servicios, derivó en ocasiones hacia el extremo del Estado totalitario. Se trataba de regímenes políticos –que todavía coletean− en el que un partido o movimiento se imponía a los demás, erigiéndose en organización única y apoderándose del control exclusivo del Estado y de todos sus resortes. Esta monopolización de la vida política se extrapolóXI ideal de la URSS para la Eurocopa si no se hubiera separado | Sopitas.com también al plano social, económico y cultural. De forma absoluta en la Rusia comunista, y relativa −en distinto grado− en la Italia fascista o la Alemania nazi. Este proceso paulatino de anulación del individuo en favor de la colectividad, encuadrada en este caso de un modo jerárquico por aquellos Estados, fue el objeto de las denuncias de varios intelectuales.

            Con la publicación de La rebelión de las masas en 1930, José Ortega y Gasset planteó un tema siempre recurrente en su obra. En realidad, el filósofo madrileño se alineaba con otros autores que apuntaban el mismo problema, asociándolo a la propia decadencia de la cultura occidental. La visión cíclica de la historia presentada La rebelión de las masas - José Ortega y Gasset | Planeta de Librospor Oswald Spengler para explicar el auge y declive de Occidente, comparándolo con las distintas etapas biológicas del ser humano, no significaba una renuncia a sentar las bases para un renacimiento. Una vez constatada la defunción de toda una civilización, había que preparar el camino para que surgiera otra mejor. Por eso pensó el profesor alemán que Hitler estaría llamado a imprimir en la cultura germana el viejo espíritu de dirección y disciplina prusiano como método para contener y aun neutralizar el dominio del hombre-masa. Según Ortega, la caracterización de este tipo humano se habría originado con motivo de un crecimiento económico continuado y la participación general en sus beneficios. La convicción de que el progreso carecería de límites, alimentaría una mentalidad vulgar, poco formada en inteligencia y virtudes, como el deber, la autoexigencia o el servicio. De ahí la vindicación de élites que, con independencia de su procedencia social, estuvieran culturalmente formadas en el sentido más pleno de la palabra. Es decir, de un modo integral: conforme a la virtud personal y a la unidad del saber. El propósito era análogo al expuesto porBiografía de Oswald Spengler. Quién es, vida, historia, bio resumida Spengler. Esto es: que aquellas minorías se alzaran verdaderamente con la dirección de los asuntos públicos para regir y orientar debidamente al resto. Dicho de otro modo, despojar al pretendido derecho a la vulgaridad de su consideración de virtud para reducirla a su verdadera condición de defecto. La implantación de un sistema de certezas, fundado sobre el criterio objetivo de la razón, constituiría el medio para poder alcanzar esa meta.  De ahí la inspiración en las enseñanzas de aquellos clásicos greco-latinos que reconocerían la realidad misma de la naturaleza humana y de sus distintas dimensiones, abogando por su equilibrio y armonía.

            Sin embargo, a juicio de los citados autores, la tendencia socializante y populista de los totalitarismos −coincidentes en su origen socialista− dificultaría que sus cuadros directores (más preocupados por perpetuarse en el poder) aplicaran los debidos correctivos para liberar a la masa de su condición amorfa y vulgar. El primer paso consistiría en que éstas se mostraran dóciles a la guía de las minorías rectoras. Una diferencia, la existente entre dirigidos y dirigentes, implícita a la propia diversidad (en talento, posición, veteranía, virtud, etc) de la naturaleza humana.

                La Segunda Guerra Mundial y el escenario surgido de sus cenizas no variaron tampoco el ascenso del hombre-masa, acondicionado a las nuevas circunstancias. Es más, con la era del desarrollismo económico a partir de los años cincuenta y la configuración de los modernos Estados sociales en Occidente, caracterizados por amplísimas posibilidades en la promoción del progreso, generarían −en frase de Ortega− graves deformaciones y Del consumo al consumismo by Clandesta Ediciones - issuuvicios en el existir humano. La sobreabundancia, el consumo desenfrenado, la falta de sobriedad y de dominio de sí, darían al traste con la auténtica formación del hombre. El mismo que, llegado el caso, habría de convencerse de las potencialidades ordenadas de su inteligencia, sociabilidad y libertad, para orillar cualquier caricatura representada por el hombre vulgar y chabacano, ligada a la imagen del “niño mimado” (prototipo psicológico del hombre-masa). El capricho, el arbitrio, el sentimiento versátil o la apetencia voluble prevalecerían entonces frente a la pauta objetiva, ceñida a lo razonable dentro de cada contexto.

            La civilización, entendida como el acierto en el vivir considerando el bien de los demás, habría de introducir su antítesis con la transgresión de los valores y de los principios morales. Se inauguraría así un cambio de ciclo histórico en el que las minorías dirigentes se adecuarían al querer de la masa; cuando no, se confundirían con ella al proceder de su misma entraña. Esta realidad apuntada por Ortega −convertido en auténtico visionario− encontraría su máxima expresión a partir de los años sesenta. La revolución cultural de 1968 supondría el colofón de ese dominio creciente de las masas. Mayo del 68. Cincuenta años después…. Algunos elementos de análisis -  Viento Sur La democracia como norma de derecho político −que debiera garantizar la ordenada representatividad del pueblo con miras al bien común según los márgenes de la libertad responsable−, degeneraría entonces en plebeyismo. Esto es, en el intento de trocar la igualdad de los hombres ante la ley (resultado, a decir de los filósofos escolásticos, de la esencia espiritual, racional, libre y social de la naturaleza humana creada por Dios, que constituiría el fundamento de su dignidad) por la imposición del igualitarismo nivelador en todos los órdenes de la vida. Una tendencia que, en la práctica, arrumbaría cualquier principio elemental de justicia. Y es que si ésta consiste en dar a cada persona lo que en derecho le corresponde, se infiere que −en lo contingente− las circunstancias y necesidades de cada cual son bien distintas y no pueden tratarse de la misma manera ni utilizarse igual medida.

            El convencimiento de que la voluntad de la mayoría es criterio de verdad −más allá de parámetros objetivos− en un contexto de deformación cultural, ha introducido una nueva forma de colectivismo totalitario. Los comportamientos individualistas actúan entonces como válvula de escape, generando –en último término− otro problema añadido para la sana convivencia social. La voz selecta y egregia de algunos nombres propios, cede al predominio de la zafiedad, de la soez o del mal gusto en un marco de frívola y general superficialidad que sobrevalora la imagen −el cuidado por lo mediático−, sin atender la verdadera importancia del contenido. Es la sesera vacía y febril espoleada por el modelo consumista. El mismo que acostumbra a considerar a las personas como objetos o instrumentos propios de consumo hasta deshumanizar al hombre. Esta degradación, plasmada en nuestro quehacer diario, fue la que diagnosticó Ortega hace ya casi un siglo. Poco a poco ocupa terreno la peor de las tiranías, echando por la borda los principios de la lógica y del buen sentido. Que nos adentremos en una nueva Edad Media −como señalara NicolaiNicolas Berdiaeff - Babelio Berdiaeff−, capaz de regenerar la cultura (informadora de las mentalidades y las costumbres) desde las mociones de la inteligencia y del espíritu cristiano hasta alumbrar un auténtico renacimiento, dependerá de muchos factores. Si las minorías integralmente formadas no toman conciencia de su misión −acorde con una correcta concepción antropológica− aunándose con valor para llevarla a cabo, difícilmente se producirá esta perentoria vertebración. Preservar y perfeccionar la civilización exige una labor de enderezamiento constante capitaneada por los mejores. En esto Ortega acertó de lleno.