Democracia sin partidos

 por Antonio Cañellas, historiador

            Este año se conmemora el setenta aniversario de la publicación del libro Fines y fin de la política, luego titulado Democracia sin partidos (edición de 1952) de Adriano Olivetti. Hijo del fundador de la primera fábrica italiana de máquinas de escribir, continuó con la empresa familiar hasta convertirla en un referente internacional. EnResultado de imagen de democrazia senza partiti su estancia de formación en los Estados Unidos se imbuyó de las tesis planificadoras del New Deal y de la visión comunitarista nortemanericana. Según ésta, el principio de cooperación –libre y voluntario− de los particulares, organizados en comunidad, resultaba beneficioso para la democracia moderna por cuanto estimulaba el compromiso cívico en la toma concreta de decisiones desde la misma base social. Este ejercicio de los deberes y derechos en el seno de dichas comunidades (culturales, religiosas, profesionales, etc.) alentaría virtudes como la prudencia, la laboriosidad o el servicio a los demás[1]. A partir de aquí Olivetti trazaría una concepción del Estado capaz de integrar los valores solidarios del socialismo con la defensa e impulso de la dignidad humana. En este aspecto destacó la influencia de los pensadores cristianos de la filosofía personalista; tanto Emmanuel Mounier como Jacques Maritain contribuyeron a perfilar su idea de comunidad. El intento por superar el individualismo autosuficiente y las tendencias despersonalizadoras de los totalitarismos de la época, empeñados en reducir al hombre a un instrumento en manos del Estado, constituiría el rasgo más sobresaliente de su propuesta. De ahí que la vindicación de la trascendencia humana como vehículo de apertura a la vida en común desde cada individualidad conformara el eje vertebrador de su esquema de pensamiento[2]. Así las cosas, la reforma orgánica del Estado exigiría de un equilibrio entre su función directiva con el respeto a la autonomía propia de las comunidades sociales. Éstas habrían de articularse a modo de agrupaciones humanas territorialmente estables, con poderes amplios y organizados en el campo de la cultura y del trabajo, con el propósito de encarar eficazmente su autogestión[3].

            Después de la experiencia fascista, la constitución italiana de 1948 consagró un sistema de partidos como herramienta para asegurar la confluencia libre y democrática de los ciudadanos en la vida política del país. Sin embargo, el control paulatino de las instituciones del Estado –hasta el punto de coparlas− por parte de las distintas formaciones, acabó generando una crítica severa contra dichas prácticas. La llamada partitocracia o gobierno de los partidos, cada vez más focalizados en satisfacer sus anhelos de poder en detrimento del interés general, propició una serie de respuestas de diversa índole. Todas ellas se orientaron a limitar su influencia o ajustarla conforme al principio del bien común.

            El debate no era nuevo. Ya en la Europa de entreguerras se había producido la crisis del parlamentarismo con el surgimiento de regímenes autoritarios. Fue el momento del auge de las tesis corporativistas como alternativa política al sistema de partidos. En España, una parte de aquellas corrientes se identificaron con el regeneracionismo brotado a raíz de la crisis de 1898. Al postularse una fórmula que diera voz a las corporaciones de la sociedad se aspiraba a contener la mediatización de los partidos; además de autentificar un sufragio premeditadamente manipulado por la componenda bipartidista de progresistas y conservadores en un país con altos índices de analfabetismo. En su caso, Joaquín Costa abogó por la participación de las cámaras de comercio en la vida política. Su republicanismo federal propugnaba la implicación de todos los ciudadanos en los quehaceres públicos, comenzando por la base de la sociedad hasta trabar un ente comunitario en el que residiría la soberanía y, por tanto, la libertad de agruparse a más altos niveles con fines solidarios. Otros pensadores, vinculados a la tradición católica, diferenciaron dos tipos de soberanías complementarias dentro de la sociedad. Según Juan Vázquez de Mella, las sociedades Resultado de imagen de juan vázquez de mellamenores irían incorporándose a las superiores de una manera espontánea (por un proceso de socialización connatural a la condición humana), de tal forma que los límites entre ellas establecieran una garantía mutua de derechos y deberes, manteniendo así las propias libertades. Los denominados cuerpos inferiores tendrían su núcleo primero en la familia que, una vez agrupadas, darían origen a los municipios, seguidos de las comarcas y regiones. De este modo se configuraría la soberanía social, nacida de aquellos fundamentos para ordenar y perfeccionar la convivencia de dichas entidades. Esta jerarquización natural precisaba, no obstante, una autoridad que dirimiera posibles conflictos. Por eso la necesidad del Estado que, identificado con la soberanía política, velaría por la autonomía de estas expresiones soberanas con un contrapeso de poderes que las coordinara armónicamente en beneficio de todos[4].

            Aunque estas premisas teóricas no cuajaran entonces, sentaron los cimientos para un ensayo posterior, al que también contribuiría Salvador de Madariaga durante la II República. Inserto en la herencia liberal y krausista, contempló la oportunidad de un Estado corporativo para un mejor desarrollo de las libertades ciudadanas. En su obra Anarquía o Jerarquía (1934) aludió a la existencia de una psicología nacional que, en el ámbito hispánico, tendería a un apasionamiento demagógico que recomendaba sustituir el multipartidismo por un sistema que calificaría de democracia orgánica:

La imagen de la República que buscamos es una democracia orgánica unánime, que se proponga sinceramente el bienestar y la libertad de los ciudadanos poniendo a su disposición el ambiente adecuado para su desarrollo. En esta República ideal, las diferencias de opinión quedarán reducidas a un mínimo relativo tan sólo a cuestiones de método, y que será como el reflejo de las diferencias de temperamento entre los ciudadanos[5].

            Pese al contexto general de agitación, con una sociedad europea fuertemente dividida por facciones y grupos de pensamiento, resultaba muy arduo instituir ese modelo sin una previa labor desideologizadora orquestada desde el mismo poder. De hecho, todas las pruebas dispuestas a tal fin (véase el caso de Italia, Portugal, Austria o España) tuvieron que decantarse por gobiernos autoritarios que, por lo demás, se apoyarían en estructuras de partido único más o menos acentuadas para perpetuar un sistema que devino imposible. Quizá sus fundadores confiaban en alumbrar una nueva Era, distinta a la inaugurada a partir de la Revolución Francesa en 1789. Sin embargo, el tránsito de una Edad marcada por la unidad de pensamiento en las cuestiones fundamentales de orden religioso, moral, filosófico o político a otra caracterizada por un pluralismo ideológico creciente, en el que todo es relativo y objeto de discusión[6], revela ese obstáculo cultural (un auténtico choque con la mentalidad imperante) para forjar modelos sociopolíticos de aquel estilo. Así lo percibieron algunos intelectuales y estadistas que, aun siendo conscientes de la división provocada por los partidos en ciertos períodos, prefirieron cavilar fórmulas más conciliables con el sentir de la época, pero sin renunciar a los correctivos necesarios.

            Fue Charles De Gaulle quien, en línea con el legado bonapartista, hizo de los partidos el objeto de sus censuras a causa de los inmensos poderes que habían acumulado en el ordenamiento constitucional de la IV República francesa desde 1946. Para el antiguo líder de la resistencia, la soberanía de la nación −en cuanto unidad histórica− pertenecía al pueblo siempre que se expresara de manera conjunta y directa. Por tanto, no admitía que aquélla pudiera trocearse entre los diferentes intereses representados por los partidos. En su opinión, éstos debían encauzar el contraste de pareceres de la ciudadanía con la elección de los diputados en el Parlamento, pero sin que la continuidad de los gobiernos (poder ejecutivo) dependiera de ellos, como había sido la tónica habitual. El gabinete ministerial debería provenir de un poder suprapartidista (por encima de los partidos) que, en su caso, encarnaría la Jefatura del Estado como exponente de la permanencia y unidad de la nación[7]. Todo un programa contenido en la constitución francesa de 1958, todavía vigente en su armazón fundamental[8].

            Hasta esa fecha, la inestabilidad de la política francesa, agravada por la atomización política de los partidos, fue un fenómeno también experimentado por Italia. La evolución del sistema hacia la partitocracia precipitó que algunos enarbolaran la bandera del presidencialismo, a ejemplo de París. Aunque no llegara a materializarse la vía comunitarista de Olivetti −fallecido en 1960−, otros autores como Lorenzo Caboara (profesor en la Universidad de Génova) abogaron por una apertura del régimen partidos que facilitara una participación integral de los ciudadanos, también de las corporaciones sociales, en la vida política[9]. Esta pretensión de pergeñar una democracia menos mediatizada por los partidos con arreglo a un criterio técnico, más apoyado en el Estado de razón que en ciertos sinsentidos ideológicos, recibió la acogida de otras voces eminentes. En España, Julián Marías o Camilo José Cela UCD y PSOE suprimen la figura de los senadores reales anulando cualquier  poder del Rey en cámaras legislativas - La Hemeroteca del Buitreaplaudieron el acceso de la sociedad civil a las instituciones representativas sin necesidad de adscripción o concurrencia en las filas de un partido[10]. La figura de los senadores de libre designación real, contemplada hace años por la ley[11], con el nombramiento de personalidades destacadas por su valía humana, intelectual o profesional; o la elección de representantes de los Colegios Profesionales, las Academias, las Cámaras de Comercio, etc. entre sus propios miembros, podría contribuir a enriquecer el debate público y a mejorar la obra legislativa. El conocimiento y la especialización en materias variadas quizá aportarían perspectivas más razonadas, aminorando la demagogia a la que acostumbra la refriega partidista. Probablemente la política ganaría en credibilidad e intensificaría su cometido en la promoción efectiva del bien común.

[1] Russell Kirk, ¿Qué significa ser conservador?, Ciudadela, Madrid, 2009, pp. 48-49.

[2] Adriano Olivetti, Democrazia senza partiti, Edizioni di Comunità, 2013, p. 53.

[3] Ibid., p. 47.

[4] Juan Vázquez de Mella, Regionalismo y Monarquía, Rialp, Madrid, 1957, pp. 112-113.

[5] Salvador de Madariaga, Anarquía o Jerarquía, Aguilar, Barcelona, 1934, p. 163.

[6] Véase la introducción de José Luis Comellas a su Historia breve de España Contemporánea, Rialp, Madrid, 1989, pp. 20, 23.

[7] Charles De Gaulle, Memorias de esperanza. La renovación, Taurus, Madrid, 1970, p. 14.

[8] Para un estudio acerca de sus reformas parciales, Andoni Pérez Ayala, «Revisiones constitucionales y reformas institucionales en la V República francesa», Revista de Estudios Políticos, nº 148, 2010, pp. 105-157.

[9] Lorenzo Caboara, Los partidos políticos en el Estado moderno, Ediciones iberoamericanas, Madrid, 1967, pp. 94-96.

[10] Ante la supresión de los senadores por designación real acordada por las fuerzas políticas mayoritarias en 1978, el filósofo Julián Marías calificó la medida de serio error«pues implicará que la totalidad de la Cámara Alta quedará obligada por la disciplina de los partidos». Sobre la necesidad de preservar una independencia de criterio, al menos entre un grupo de representantes públicos (sin militancia partidista), véanse las palabras de Camilo José Cela en la entrevista a Jesús Hermida en el programa Su turno de TVE (10/05/1983).

[11] Art. 2. 3 de la Ley para la Reforma Política. BOE 1/1977.

 

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