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Los fundamentos humanistas de Ramón Llull

  por Luis Suárez, Real Academia de la Historia

Ramón Llull (1233-1315) intentó difundir el cristianismo en tierras de mayoría musulmana. Su primer viaje a Túnez lo hizo en un barco genovés, pero los musulmanes no le escucharon. Al contrario, le hicieron prisionero, debiendo pagar a los mercaderes catalanes un elevado rescate. Sin embargo, muchos eran los que desconfiaban de sus intenciones. A fin de cuentas su matrimonio permanecía como sacramento vigente aunque los esposos se hubieran separado. Llull decidió completar su formación acudiendo a las Universidades de Montpellier y de París. Pudo conseguir la licenciatura en Artes pero se le negó la de Teología porque no se le consideraba dentro del celibato.

Aun así, los estudios universitarios le permitieron establecer estrechas relaciones con Raimundo de Peñafort, el general de los dominicos a quien el Papa encargara la delicada tarea de redactar un código regulador de la Inquisición que evitase los abusos en los que incurrieran los primeros jueces. Y entonces se afirmó el principal punto de su doctrina: no es el castigo el medio adecuado para lograr la conversión, puesto que ésta debe producirse mediante el deseo de la voluntad que aparece guiada por el libre albedrío. Se estaba conformando ya un ambiente de hostilidad contra el judaísmo que ponía en peligro las normas de tolerancia que se habían venido practicando en los reinos españoles desde finales del siglo XI.

Movido por aquellos propósitos de su pensamiento, Ramón Llull hizo una estancia en Barcelona logrando que en 1299 Jaime II le concediera la autorización para entrar en las sinagogas para poder predicar la doctrina cristiana. El judaísmo era verdadera revelación pero había permanecido anclado en su primera parte. Era necesario que los hebreos llegaran a descubrir, gracias al magisterio de la Iglesia, que la verdad completa se hallaba únicamente en el cristianismo. Su objetivo fracasó. Estaba muy lejos de imaginar que noventa y un años más tarde los “matadores de judíos” barrerían al judaísmo de la gran ciudad catalana. Lo mismo acontecería en Valencia.

En 1300 Llull regresó a Mallorca. Contaba con el apoyo de su rey pero no con el del Papa Bonifacio VIII, que defendía a ultranza su poder político. Martín de Riquer, uno de los mejores conocedores de su obra, destaca la importancia de estos años en la elaboración de la doctrina que habrá de exponer y defender en los años siguientes. Algo que la Iglesia destaca en nuestros días: las tres religiones que invocan el nombre de Abraham deben dialogar hasta descubrir racionalmente dónde se encuentra la correcta definición de la persona humana y de su trascendencia: el cristianismo constituye esa meta final.

Hizo así un viaje a Chipre y Rodas donde fue acogido calurosamente por el Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay. A causa de una enfermedad, Llull hubo de permanecer algún tiempo en Famagusta. Y aquí, en el silencio impuesto por su dolencia, completó el pensamiento que habría de llevar al Concilio de Lyon: la fe no puede ser impuesta por la espada, sólo la voluntad y la misericordia pueden descubrirla y afirmarla. Y esto era lo que quería explicar a musulmanes y judíos.

El Papa Clemente V rechazó el lulismo de forma radical. Llull decidió asistir al Concilio de Lyon de 1311. Las demandas de una evangelización que excluyera el uso de la fuerza no fueron escuchadas. Pese a todo, Lyon iba a proporcionar al lulismo la oportunidad de convertirse en uno de los fundamentos esenciales del humanismo. Presentó entonces tres demandas que fueron atendidas, aunque con ciertas modificaciones:

Primera: siguiendo el modelo de Miramar, se establecieron escuelas para enseñar el hebreo y árabe. La razón parecía bien clara. Si la fe católica debía librarse de las influencias que venían de ambas religiones, era imprescindible penetrar directamente en los textos que aquéllas empleaban. El Concilio acordó que cuatro Universidades (París, Salamanca, Bolonia y Oxford) establecerían centros de este tipo. Con ello se las situaba también en los niveles más altos para el descubrimiento de la persona humana.

Segunda: reformar las órdenes militares reduciendo el uso de la fuerza a los casos de defensa inevitables. Lo importante para los caballeros debía ser la protección y ayuda de los débiles y necesitados. Algunas órdenes, especialmente la de San Juan, se acomodarían a este nuevo modelo. Aún hoy, con el título de orden de Malta, se presenta como una de las principales instituciones benéficas.

Tercera: la podemos calificar como la esencia del lulismo y afín con la doctrina de Tomás de Aquino: la naturaleza de la persona humana. Siendo ésta la criatura que lleva la imagen y semejanza de Dios, como se explica ya en las primeras páginas del Génesis, ha sido dotada de esas dos dimensiones esenciales. A saber: el libre albedrío (que no podemos confundir con independencia, ya que implica el cumplimiento del deber en relación con el orden que en sí lleva la naturaleza); y la capacidad racional, que no se detiene en la simple observación y experimentación, sino que alcanza el conocimiento especulativo. La razón nos permite entender y, en consecuencia, explicar la fe y esto es lo que Llull venía proponiendo desde los lejanos tiempos de Miramar.

He aquí una de las consecuencias fundamentales: la ciencia no es un impedimento para la fe sino al contrario. La Creación debe ser considerada como una parte de la divina revelación. Cuanto mejor conozcamos la naturaleza en todas sus dimensiones mejor comprenderemos las verdades que progresivamente han sido reveladas. El Nuevo Testamento es así una meta que puede presentarse como verdadera noticia.

Hablemos del Islam

Otra matanza. Una vez más, los terroristas no eran amish o metodistas. Los medios de comunicación tardaron horas en confirmar la obviedad: que los atacantes eran musulmanes y que se habían inmolado al grito de “¡Alá es grande!” Y para seguir con el patrón habitual en estos trágicos sucesos (cada vez más frecuentes), los políticos- salvo en el caso de Francois Hollande y Manuel Valls- , en sus declaraciones, pasaron de puntillas la identidad y motivación de los terroristas. Como colofón, como viene siendo habitual, el coro de ciudadanos, periodistas y políticos que bajo los lemas “el Islam es una religión de paz” o “el terrorismo no conoce religión,” se apresuran a absolver al Islam de cualquier conexión (por muy remota que pudiera ser) con los atentados. En otros tiempos, cabe suponer que éstos mismos sujetos, tan activos en las redes sociales, habrían defendido hasta quedarse sin aliento la ausencia de relación entre la gallina y el huevo.

Bueno, para ser sinceros, sí que se suelen enunciar ciertas raíces para explicar el fenómeno del terrorismo islámico: la política de Occidente en Oriente Medio, Israel, la opresión bajo la que viven muchos árabes, la miseria económica… No hace mucho Obama llegó a afirmar que el fundamentalismo islámico podría solucionarse con políticas de empleo en Oriente Medio. Sin embargo, hay desempleo en muchas partes del mundo, hay déspotas oprimiendo regiones o países en diversos continentes y Occidente  se ha ganado la enemistad de muchos pueblos y regiones, no sólo en Oriente Medio. Si la lógica es la opresión política… ¿por qué no vemos tibetanos budistas masacrar viandantes en Hong Kong o Londres? Si es un problema de desigualdad económica y pobreza… ¿Dónde están los suicidas congoleños provocando el caos en Bruselas? ¿Y por qué no hay terroristas tailandeses vengando la explotación que ciertas empresas occidentales llevan a cabo en su país?

Como vemos, en los tiempos en que vivimos no todos los pueblos y culturas reaccionan de forma igual ante situaciones dramáticas o injustas. Unos protestan, otros hacen huelgas de hambre y otros ametrallan los clientes de un café parisino. Pensemos por un momento los principales conflictos armados que están teniendo lugar en estos momentos: Mali, Nigeria, Libia, Somalia, Yemen, Siria, Irak, Afganistán… en todos ellos el denominador común es la presencia de una insurgencia de carácter fundamentalista islámico. Ahora mismo, el único conflicto de importancia en el que no hay musulmanes de por medio es el caso de Ucrania y quizás por ello mucha gente no termina por comprenderlo.

Por supuesto, hay un hecho incontestable: en un mundo en el que viven 1,300 millones de musulmanes no se explica que el Islam sea una religión propensa a la violencia. Si así fuera, los atentados serían constantes y las víctimas, millones por semana. Es innegable que la gran mayoría de musulmanes conciben su fe de forma pacífica y no albergan la más mínima intención de atentar o suicidarse. De hecho, muchos de ellos son las principales víctimas de los terroristas. El Islam no es un fenómeno monolítico, sino increíblemente plural y fragmentado. Hay innumerables escuelas de interpretación y tradiciones. La mayoría, pacíficas. Otras, no tan numerosas pero lo suficientemente influyentes, no lo son.

Muy a pesar de los defensores de la religión de paz y otros eslóganes vacuos, en el Corán y en la vida de Mahoma hay sobrados ejemplos de incitación a la violencia y al odio. Y como todo musulmán sabe, el Corán es la palabra de Dios y Mahoma la perfecta encarnación de lo que debería ser un buen musulmán. Y esto, como no podría ser de otra forma, es una fuente de problemas y equívocos. No es asunto menor que Alá en el Corán prometa una recompensa mayor a aquel que lucha en la guerra santa contra el infiel, ni que Mahoma liderase en repetidas ocasiones un ejército en el campo de batalla.

No obstante, hay muchos otros pasajes en el Corán que predican la tolerancia y el bien, así como bastantes ejemplos en la vida de Mahoma en los que el profeta se comportó con bondad y predicando un mensaje de paz y armonía. Pero mientras no se trate de forma crítica aquellos pasajes en el Corán y en la vida de Mahoma que contradicen el mensaje de paz y tolerancia no podrá darse ningún progreso en la lucha contra el radicalismo religioso. Más que negar la existencia de ningún problema, habría que reconocer la realidad y tratarla. En lo que aquí concierne, mediante una nueva exégesis del Corán y de la vida del profeta que destierre los aspectos más problemáticos mediante una lectura no tan literal y aislada de las fuentes.

Así que empecemos por hablar del Islam.

Javier Gil es doctor en Historia

Publicado originalmente en el periódico ABC (22/11/2015).

El hombre y el conocimiento: divergencias y convergencias entre la Biblia y el Corán

      No hay mejor manera de esclarecer la idea acerca de la naturaleza del hombre que alberga una religión más que consultando los relatos sagrados acerca de su creación y origen. Las religiones abrahámicas, siguiendo la tradición judía, comparten a rasgos generales un mismo relato acerca de la creación del hombre y el mundo. Tanto cristianos como musulmanes son educados en la idea de Adán como primer hombre, creado por Dios como culminación de una proceso de seis días que dio lugar al universo, la tierra y la vida. Musulmanes como cristianos profesan una misma fe en la idea de la caída del hombre tras sucumbir a la tentación del demonio. En ambos casos, el hecho de la ruptura del hombre con Dios y la creación queda plasmado en el árbol prohibido y la expulsión del paraíso.

      Hasta aquí las similitudes, pero un análisis más exhaustivo presenta una gran divergencia en los detalles que en última instancia nos lleva a una idea bien distinta acerca del hombre por parte de cristianos y musulmanes. Para empezar, en el Corán se explicita que los ángeles fueron creados a partir del fuego y el hombre a partir del barro. (Corán, VII, 12)[1] En la Biblia Dios crea al hombre a partir del polvo de la tierra y le insufla directamente la vida. (Génesis 2, 6-9) Al contrario que en el Corán, la Biblia presenta Dios personalmente dando la vida al hombre, marcando así la diferencia con la creación del resto de seres vivos que pueblan la tierra. En concreto, se dice que el hombre fue creado a “imagen y semejanza” de Dios. (Génesis 1, 26) En el Corán no hay ninguna aseveración semejante. Aunque el hombre es presentado como la culminación del proceso de creación de la tierra y la vida, el hombre nunca es elevado a la categoría que hace la Biblia.

      Ambos textos sagrados inciden el predominio del hombre en la tierra. “Ha creado para vuestro uso todo cuanto hay sobre la Tierra.” (Corán, II, 27) En la Biblia, al hombre se le da dominio sobre la creación, convidándole a “someter” la tierra y todo cuanto habita en ella. (Génesis 1, 27) Sin embargo, aquí nos encontramos con una pequeña diferencia muy reveladora: Mientras que en el Corán Dios es quien da nombre a todas las criaturas de la tierra y así se lo enseña a Adán (Corán, II, 29), en la Biblia es Dios quien invita a Adán a designar a todos los animales, reuniéndolos ante él para que les de nombre. (Génesis 2, 19-20). Este punto señala una profunda divergencia en torno a la idea del conocimiento del hombre. Mientras que en el Corán tanto Adán como los ángeles son incapaces de conocer y nombrar a los animales (admitiendo su ignorancia ante Dios e implorándole que les revele la ciencia de la creación: “Nosotros sólo tenemos los conocimientos que nos vienen de ti. La ciencia y la sabiduría son tus atributos.”), (Corán, II, 30) en la Biblia Dios deja la puerta abierta a la autonomía del hombre y le anima a conocer por sí mismo. En el Corán, la capacidad del hombre de conocer y razonar autónomamente queda explícitamente negada. “Yo sé lo que vosotros no sabéis.” (Corán, II, 28) “Su ciencia es la única que abarca todo el universo.” (Corán, II, 27) Sólo lo que Dios revela puede ser conocido. La especulación queda como un acto de arrogancia.

      En el Corán, el hombre es tan ignorante que ni siquiera sabe cómo implorar perdón a Dios una vez que ha comido del fruto prohibido. Es Dios mismo quien tiene que enseñar a Adán como pedirle perdón. (Corán, II, 35) La ignorancia del hombre y los ángeles es reafirmada por la “arbitrariedad” del comportamiento de Dios. Los ángeles eran superiores al hombre, pues así los había creado Dios, sin embargo, en el Corán, Dios ordena a los ángeles que se postren ante Adán. Algunos de ellos, con Eblis al frente, se niegan a adorar al hombre, ya que sólo Dios es digno de su adoración. (Corán, II, 32) Son éstos los llamados ángeles caídos, quienes rehusaron humillarse ante una criatura inferior a ellos por orden de Dios.

      Mientras que en la Biblia se hace un ejercicio por “razonar” o al menos presentar coherentemente las acciones de Dios y sus mandamientos, en el Corán se incide en su arbitrariedad. Sólo aquel que dándose cuenta que van contra su razón se pliega ante ellos es quien pasa la prueba.

Javier Gil es doctor en Historia.