por Luis Suárez, Real Academia de la Historia
No debemos presentar a Ramón Llull como un simple mallorquín. Sin prescindir de esta importante condición, sus estancias en Montpellier, Barcelona y París nos permiten mostrarlo como un ejemplo de pensador universal.
Para él la espada y el espíritu de caballería que compartiera con los trovadores en su juventud debían ceder el paso a una entrega personal en el servicio religioso y económico. La profesión empresarial y universitaria en sus diversas dimensiones aparecía ahora como esencia de aquel conglomerado de reinos que iba a ser definido oficialmente por Pedro IV como “Corona del Casal d´Aragó”. Un nombre que a veces inducía a error al atribuirse al reino lo que en realidad correspondía a una dinastía.
A finales del siglo XIII ya eran bastantes los ejemplares del Llibre de la contemplació y del Gentil e los tres savis de Ramón Llull. De sus empeños de diálogo con los judíos nació en Llull la tendencia a escoger el género de las parábolas que en el siglo XIV se denominan exemplos. Éstos en realidad eran relatos novedosos que el autor emplea, pero ajustándose cuidadosamente a sucesos que pudieron darse para que sirvieran de ejemplo al lector para ajustar correctamente su conducta. Don Juan Manuel, el Arcipreste de Hita y Cervantes recurrieron a este modelo que Llull ya había puesto en marcha en estas dos obras citadas.
En el Llibre del Gentil la inteligencia, que ha revestido forma de una hermosa doncella, convoca a tres grandes maestros: judío, musulmán y cristiano para que, reunidos en un bello jardín, éstos expliquen su doctrina. Martín de Riquer entiende que, en este caso, Llull se dejó guiar por la conocida controversia de Barcelona de 1263 convocada por Jaime I a instancias de un converso, Pablo Christiani, que es uno de los fundadores del antijudaísmo en España. Antes de que los maestros comiencen a hablar se presenta un gentil que ejercerá la misión de árbitro, decidiendo cuál de los interlocutores tiene razón. El libro finaliza sin que se haya llegado a una decisión. Para el lector no hay dudas: el cristianismo es la verdad y la persona suficientemente instruida puede llegar a comprobarlo por sí misma.
En torno a 1285, momento especialmente duro en la guerra entre aragoneses y angevinos, Llull, que reside precisamente en Montpellier, escribe una novela que transmite su pensamiento. Es curioso que su título, Blanquerna, presente cierta similitud con el nombre dado por los emperadores bizantinos a las estancias más íntimas y familiares de su hogar. Es un claro exemplo, ya que trata de demostrar desde una experiencia real cuál es la morada interior que alimenta el espíritu humano. Blanquerna es, como Llull, un joven perteneciente a una gran familia que abandona todos sus bienes para buscar el camino de la perfección. En su ascenso es primero monje, luego abad, más tarde obispo y finalmente Papa. Y entonces descubre que no está ahí el éxito sino en el desprendimiento absoluto que lleva la virtud de la pobreza (sin confundir ésta con la carencia de todo). Blanquerna renuncia a la tiara para convertirse en eremita. Es lo que en diciembre de 1294 haría Celestino V y el recurso al que acudió en nuestros días Benedicto XVI. En todos estos casos aparece muy clara la raíz de la que parte el lulismo: sólo el amor que acerca a Dios puede marcar el camino de perfección en la vida cristiana.
Llegaban de Roma las noticias de aquel enfrentamiento con el Papa Bonifacio VIII y las dos acusaciones que contra el filósofo y teólogo mallorquín se dirigían: era falsa la esperanza de convertir racionalmente al infiel y contraria a la lucidez de la jerarquía eclesiástica aquella decisión de Blanquerna. Entonces Llull decidió dar respuesta con un texto que llamó Félix o Llibre de les marevelles. El protagonista recorre cenobios y eremitorios y encuentra en ellos la respuesta con palabras que proceden de la primera Epístola de San Juan: Dios es Amor y en el Amor han sido creadas todas las cosas de modo que en Él se encuentra el verdadero secreto de la Creación. El conocimiento no sólo confirma la fe sino que la enriquece.
El lulismo, por otra parte, se mantiene fuera de las desviaciones que los espirituales franciscanos y los nominalistas estaban introduciendo. Y a ello dedica esos tres libros esenciales que no alcanzaron el relieve de los que hemos analizado: Llibre d´Amor et Amat, Llibre de Maria y Arbor de Sciencia. Estamos en las vísperas del primer Año Santo de la Iglesia de Roma. El amigo amado es la persona humana a la que el propio Dios ha entregado la administración de la naturaleza. Sólo puede lograr sus fines entregándose plenamente a ese amor a Dios y al prójimo. El lulismo llega a una especie de conclusión al afirmar que la más perfecta de las criaturas es una mujer: María, ya que por ella, Jesús (Dios), se ha encarnado. Así es como la reforma española insistirá en que se declare el dogma de la Inmaculada Concepción. Un gesto que habrá de esperar hasta 1854, pero que explica que la Inmaculada sea patrona de España y de su Infantería.
Estamos, pues, ante una de las dimensiones que caracterizarán la cultura española en momentos clave para restaurar aquella Hispania que tan importante fue para transmitir la cultura europea latina al Nuevo Mundo a partir del siglo XVI. Si Llull hubiera tenido la oportunidad de leer las primeras palabras de la Constitución de los Estados Unidos probablemente hubiera reconocido en ellas uno de los rasgos esenciales de su pensamiento al proclamar que “Dios ha creado a los hombres libres, iguales y en busca de la felicidad”. El progreso humano consiste entonces en acercarse cada vez más, por medio de la virtud y la vida de gracia, a esa meta trascendente.
Bastan estos apuntes para comprender la enorme importancia del lulismo para la cultura y la identidad de Occidente.