por Antonio M. Moral Roncal, historiador
El milagro económico de un país derrotado
Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón se enfrentaba al trauma de la derrota militar y la espantosa cifra de 3,1 millones de muertos, de los cuales 800.000 fueron civiles. Otra consecuencia del conflicto fue la humillante ocupación norteamericana (1945-1952) del país y la apertura de un proceso descolonización que supuso la pérdida de los decisivos mercados chino y coreano. En este sentido no hubo grandes problemas territoriales y se admitió la vuelta a las fronteras de 1868 -el año del comienzo de la Era Meiji- salvo la disputada isla de Sajalín, invadida y ocupada por las tropas soviéticas, que se negaron a abandonarla.
Para evitar una vuelta al poder de los militaristas e imperialistas que plantearan una revancha vengativa, la administración norteamericana favoreció una masiva depuración -180.000 personas- de todas las ramas de la administración estatal y política, aunque, finalmente, se culpabilizó a 4.200 de las mismas y se ejecutaron a 700, entre ellas al primer ministro Hideki Tojo. Esa depuración quiso separar de la masa a aquellos japoneses que habían sido culpables de la política imperialista y belicista que había llevado a la nación a la guerra con Estados Unidos y otras potencias aliadas en diciembre de 1941, así como de actuaciones criminales durante el conflicto bélico.
La potencia americana favoreció la implantación de un sistema constitucional democrático, impulsando la celebración de elecciones generales a la Dieta Imperial o Parlamento el 10 de abril de 1946. Se abría así una nueva fase de la historia del Japón que se caracterizaría por el bipartidismo -a diferencia de etapas pasadas de multipartidismo- una gran estabilidad política y la cesión de la defensa exterior a los Estados Unidos. Se abolió el sintoísmo de Estado y la educación ultranacionalista, al considerarse que habían servido como herramientas para la creación y expansión de una idea de superioridad racial y expansión imperial en Asia anteriormente al estallido de la guerra mundial.
Se creó una nueva constitución democrática en 1947, caracterizada por la división de poderes, amplitud de derechos de los ciudadanos, gobierno responsable ante el Parlamento o Dieta y el mantenimiento del emperador como Jefe de Estado con las características propias de una monarquía constitucional moderna, sin poderes políticos. La abolición de la figura imperial hubiera supuesto un trauma tan grande para el pueblo japonés que hubiera obstaculizado la construcción de la paz y habría abierto un periodo de insurgencia contra la ocupación norteamericana. En el capítulo II de la constitución, se señaló claramente que “El pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación, y a la amenaza o el empleo de la fuerza como medio de solucionar las disputas territoriales”, en un intento de evitar la vuelta del militarismo. Con el fin de realizar el propósito anterior, no se mantendrían las fuerzas de Tierra, Mar y Aire, al igual que cualquier otro potencial bélico. El derecho de beligerancia del Estado no fue reconocido, en consecuencia. Lo que hasta en Estados Unidos hubiera sido un artículo imposible de firmar, Tokio lo tuvo que aceptar por haber perdido una guerra, aunque en 1950 se autorizó a Japón a poseer una “Reserva de la Policía Nacional” formada por 200.000 hombres, transformada en diez años después en “Fuerza de Defensa Nacional”, eufemístico nombre que ocultaba el lento comienzo del rearme japonés en plena Guerra Fría.
A diferencia de los países vencidos en Europa, Japón no tuvo Plan Marshall, por lo que fue necesario reconstruir el país mediante una política caracterizada por el dirigismo estatal, apoyado en una mentalidad trabajadora y de sacrificio por la comunidad, característica sociocultural propia. La masiva destrucción de plantas industriales durante la guerra favoreció la reinstalación de otras nuevas y modernas, planteándose una más racional localización industrial al lado o cerca de puertos para favorecer la circulación de mercancías. De esta manera, bajaron los costes de transporte y se acortó el ciclo productivo. Si bien se legalizaron los sindicatos, la mentalidad japonesa favoreció los convenios entre patronos y obreros para crear la paz social necesaria para la reconstrucción del tejido económico. Además, la ausencia de gastos militares desvió grandes cantidades de dinero a la inversión económica y social.
Los ocupantes norteamericanos también favorecieron la creación de una nueva sociedad al obligar a la desaparición de los títulos de nobleza, apoyando una reforma agraria, eliminándose el arrendamiento por la propiedad, con el objetivo de prescindir de diferencias sociales y crear más clase media entre los antiguos trabajadores. Aumentaron los impuestos por la propiedad, de tal manera que muchos propietarios no tuvieron más remedio que poner en circulación tierras e inmuebles en el mercado, disponibles para la nueva burguesía que realizaba negocios con los americanos.
Y es que, poco a poco, llegaron inversiones occidentales, favorecidas por el clima de trabajo y el estallido de la guerra de Corea (1950-1953) que hizo de las islas japonesas una retaguardia económica, estratégicamente necesaria en el escenario de la Guerra Fría entre las dos grandes superpotencias. Además, pronto se advirtió la capacidad generativa de tecnología japonesa, clave no sólo para la reconstrucción interior sino también para su valoración como potencia aliada. La gran capacidad de ahorro de todos los sectores sociales regeneró el sistema bancario, que otorgó créditos a empresas, las cuales también intentaron no depender excesivamente del sector bancario.
Así, poco a poco, el nuevo Japón -democrático y pacifista- fue admitido en la sociedad internacional occidental, de tal manera que los emperadores pudieron visitar varios países con los que habían estado en guerra, como Estados Unidos y Gran Bretaña, simbolizando una nueva etapa histórica y un giro diplomático completo. En 1964, Tokio acogió y organizó los Juegos Olímpicos, demostrando al mundo que se había convertido en una de las grandes potencias económicas no sólo del escenario asiático sino mundial.
La prueba de fuego: Japón ante la crisis del petróleo de 1973
Como consecuencia de una convergencia de hechos políticos y económicos, la subida del precio del petróleo a partir de 1973 provocó un antes y un después en la historia económica mundial. Ello obligó a Japón a intentar reducir el consumo de petróleo, por lo cual el Estado realizó una intensa campaña de ahorro energético -se aconsejó no utilizar coches para ir a trabajar, favoreciendo el transporte público- para evitar depender del producto y salvar al mayor número de puestos de trabajo. A diferencia de otros países que también lo intentaron, el gobierno fue obedecido, convirtiendo la medida en un éxito social, de tal manera que los periodistas ofrecieron fotografías de calles semidesérticas en las ciudades japonesas. Su cultura de obediencia a las altas jerarquías, de concienciación de la importancia de lo colectivo frente al interés individual y su confianza en que “el prójimo hará lo mismo que yo” se encuentran en la raíz de este hecho tan singular.
Por su parte, numerosos empresarios invirtieron en mejores instalaciones y buscaron nuevas tecnologías para ahorrar energía o no depender tanto del petróleo. Se logró de esta manera que la producción de acero redujera el gasto energético a una 1/5 parte. El gobierno y las organizaciones empresariales apostaron por industrias que requieran menos energía: de las pesadas y químicas se pasó a invertir más en la electrónica, la informática, la producción de aparatos de precisión, fibras ópticas y la industria bioquímica. Se favoreció el consumo de productos nacionales frente a los importados, pero no se pudo detener una crisis de consumo a partir entre 1978 y 1980. La misma demostró la dependencia exterior de Japón en algunos productos básicos, en energía y en las ganancias derivadas del comercio. Si la crisis del petróleo repercutió en todas las naciones, también lo hizo en la capacidad de consumo de sus habitantes.
Pero Japón tuvo la capacidad de aprovechar la ola de recuperación económica de las grandes potencias capitalista en los años 80, mediante la coordinación e integración de la industria minorista. Para evitar depender tanto de las exportaciones, se potenció el mercado interior de consumo, el gobierno apoyó la bajada de impuestos y la disminución de jornada laboral. Estas medidas favorecieron la expansión de la construcción privada y de la obra pública, aunque se mantuvo la tradicional mentalidad de trabajo y eficacia meritocrática.
Aumentaron las inversiones japonesas en el exterior, se demostró una gran capacidad para la innovación tecnológica con el desarrollo de nuevas industrias, llegando un mayor número de inversiones extranjeras en el mercado japonés y se potenció nuevas políticas agrícolas para producir más y mejor. Todo ello explica que el crecimiento económico japonés entre 1990 y 1993 fuera superior a los Estados Unidos, emergiendo Japón como una impresionante potencia financiera -gracias al ahorro familiar- y una gran potencia comercial y tecnológica, debido a la calidad de su robótica, siendo el primer constructor y utilizador mundial de robots. A finales del siglo XX, Japón era la segunda potencia mundial desde el punto de vista económico, gracias también a la desaparición de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un nuevo sistema internacional.
Capacidad de desarrollo y adaptabilidad de la economía japonesa
El hecho japonés suscitó el interés de los investigadores, historiadores y políticos. Para los economistas neoclásicos, su éxito fue debido a la pura aplicación de las reglas del capitalismo occidental, aunque reconocieron la propensión al ahorro de las familias, la disposición a contribuir con su esfuerzo, los impuestos bien administrados, como factores coyunturales a tener en cuenta. Sin embargo, para los partidarios de la especificidad cultural japonesa, sus logros se explicaban por su coherencia entre la economía y la tradición. El énfasis en el grupo pequeño, el intercambio de lealtad del empleado y de paternalismo del patrón, la intervención de la empresa en la vida privada del trabajador, entre otras características económico-culturales, resultaron ser fuerzas propias claves.
Una tercera vía de economistas y observadores intentó ser un puente entre las anteriores. Manifestaron que Japón contaba con algunas tradiciones propias interesantes pero las diferencias entre Occidente y la mentalidad japonesa no eran absolutas y podían ser imitadas perfectamente. El Japón que había logrado superar la crisis del petróleo presentaba retos y problemas propios de una economía capitalista desarrollada, aunque algunos de sus rasgos podían ser superiores a los occidentales.
En todo caso, cabe recordar las opiniones de Gaul, Grunenberg y Jungblult que, en su libro Los Siete Pilares del Éxito Económico (1983) concluyeron las siguientes características japonesas que explicaban su reconstrucción económica y sus principales potencialidades para llegar a ser una potencia:
Vivir y trabajar en grupo, supeditando la individualidad al grupo, favorece el crecimiento y la solidaridad.
Japón es una sociedad homogénea y meritocrática.
Predisposición a aprender de extranjeros sin perder identidad desde el siglo XIX.
Estructura social de la empresa: todos sus trabajadores son parte de la misma y se sienten como tales, no es un mero eslogan. Se favorece el compromiso laboral.
Apoyo del Estado a empresas más exportadoras para la lucha de conquista de nuevos mercados.
Estrecha colaboración burocracia-industria para lograr progresar.
Población comprometida en objetivos nacionales (trabajar para ello y ahorrar o consumir, según mande el poder político)
La vida política ¿favoreció o entorpeció el desarrollo socioeconómico?
Si bien Japón tuvo problemas políticos y se denunciaron casos de corrupción que ligaron a sectores gubernamentales y administrativos con determinadas empresas, se desarrolló una vida política que no fue un gran obstáculo para la reconstrucción económica. La misma se caracterizó por varios hechos como una elevada participación de la población en las elecciones, de casi el 75% del censo electoral en votaciones nacionales. La movilización por el voto fue mayor en zonas rurales que urbanas, a diferencia de otros países.
Las victorias electorales del Partido Liberal Democrático (PLD) favorecieron la creación de gobiernos estables, teniendo enfrente una oposición moderada, centrada el Partido Socialista Japonés, siendo testimoniales el resto de las agrupaciones centristas, de extrema derecha o extrema izquierda. El sistema electoral favoreció un escrutinio mayoritario uninominal a primera vuelta. Cada partido presentaba varios candidatos en la misma circunscripción, de tal manera que la competencia era alta, creyendo que de esta manera se dejaba claro la vocación democrática del nuevo Japón.
El predominio del PLD durante décadas provocó el desplazamiento de las luchas interpartidistas a la pugna interpartidista. Las facciones del PDL se disputaron el poder, de tal manera que alguna agrupación del partido logró vencer en cambios de gobiernos y mociones de censura presentadas contra su propio partido, como en 1993. Un hecho impensable en otras democracias occidentales.
Sin embargo, se estancaron los principales problemas políticos: el clientelismo de los partidos y la corrupción, comunes a otras democracias por desgracia hasta nuestros días. La prensa denunció la conexión entre determinados políticos y altos funcionarios con el mundo de los negocios, ya que notables locales -empresarios y emprendedores- aportaban votos y fondos a los parlamentarios que, a cambio, les otorgaban subvenciones y encargos estatales. En política exterior, todos los gobiernos japoneses de la segunda mitad del siglo XX mantuvieron los ideales de pacifismo y antimilitarismo, que no resultaron incompatibles con el mantenimiento de las alianzas con países occidentales, sobre todo con Estados Unidos.
En 1989 subió al trono del Crisantemo el nuevo emperador Akihito, que reinó hasta 2019, inaugurándose la Era Heisei, es decir, “paz en el cielo y en la tierra». Durante su reinado, se manifestaron las opiniones de las nuevas generaciones de japoneses que pensaron que se debían superar los recelos de la Segunda Guerra Mundial y que Japón debía tener una mayor intervención y papel exterior, con un amplio reconocimiento internacional. Ello fue contestado desde otros sectores político-sociales, temerosos de una resurrección de los tiempos anteriores al conflicto mundial que llevaron al desastre a la nación, por lo que siguieron defendiendo el neutralismo, el pacifismo y criticaron el crecimiento de las fuerzas de defensa japonesas. Pronto comenzó también a emerger la competencia comercial china, amenazando espacios de la economía japonesa.
En 2015 las potentes exportaciones cayeron y la deuda pública del Estado, al año siguiente, constituyó más del doble de su Producto Interior Bruto, lo que provocó el inicio de una política de aumento de impuestos al consumo al 10%. El gobierno apostó por una política estatal de inversiones en obras públicas para incentivar el consumo y el trabajo, al calor de la organización de los Juegos Olímpicos de 2020. Los gastos militares, sin embargo, continuaron aumentando, de tal manera que las Fuerzas de Autodefensa de Japón llegaron a superar los 200.000 efectivos más 50.000 reservistas, instrumentos de una posición exclusivamente de autodefensa, pero temerosa de la agresiva política exterior de la Rusia de Vladimir Putin y de la creciente militarización china. En 2011, el presupuesto de defensa de Japón fue el sexto mayor gasto militar del mundo, aunque la mitad del mismo correspondió a los salarios del personal, dedicándose el resto a suministros, armamento, renovación de material… Como muestra de la controversia existente alrededor de las Fuerzas y su estatus legal todavía en nuestros días, las palabras «militar», «ejército», «armada» o «fuerza aérea» no son empleadas en referencias oficiales a las Fuerzas de Autodefensa.
A pesar de ello, Japón continuó siendo la tercera economía mundial, pendiente de los cambios que exigen los nuevos tiempos, llenos de retos como la emergencia económica china, la necesaria superación de tensiones históricas no sólo con Pekín sino con las dos Coreas, definiendo mejor la situación de Japón en el escenario asiático y construyendo una sociedad más libre y democrática.
BIBLIOGRAFÍA
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Francesc Serra i Massansalvador, Poder y regímenes en Asia Central, Edicions Bellaterra, Barcelona, 2018.
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Florentino Rodao, La soledad del país vulnerable Japón desde 1945, Barcelona, Crítica, 2019.
Joy Hendry, Para entender la sociedad japonesa de hoy, Barcelona, Bellaterra, 2018.
Salvador Rodríguez y Antonio Torres, La monarquía japonesa, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001.









por Álvaro Sureda, historiador






por Gregorio Alayón, jurista





por Víctor Zorrilla, filósofo
dieran una solución distinta a la de Santo Tomás. En realidad, ellos no se plantearon ni se habrían planteado siquiera semejante problema. Aristóteles consideraba al comercio antinatural, innecesario e incompatible con la virtud, alegando, además, que no debía permitirse a jornaleros y campesinos entrar al ágora salvo que un magistrado los convocase. Así como el trabajo físico era asunto de esclavos, el comercio en la Grecia clásica era coto de extranjeros
vida cristiana
adquirían nuevas tierras. Los monasterios educaban a los talentos más aptos para desempeñar los cargos directivos y administrativos clave, seleccionándolos de entre su abundante y altamente motivado capital humano. Al final, los monasterios brindaron el modelo de negocio que habrían de seguir las grandes firmas y bancos italianos de la Edad Media, que fueron las primeras empresas capitalistas multinacionales de la historia
natural o una guerra, hay gran carestía de alimentos. Organizándose con otros mercaderes, él empaca trigo en costales o petacas, prepara a sus animales de carga y emprende el viaje. Como a sus compañeros, lo anima el deseo de aventura, el afán de lucrar, el impulso de socorrer al necesitado, la curiosidad del viaje. Poco a poco, sin embargo, los compañeros se van rezagando. Uno se demora visitando a un pariente. A otro le arredran las incomodidades y peligros del viaje. Otros más se entretienen en las tabernas. Nuestro protagonista, en cambio, duerme seis horas, se levanta de madrugada y se arma para defenderse de los salteadores. Despreciando las dificultades, y recordando al hijo enfermo que ha dejado en casa, emprende cada día el camino antes de despuntar el alba. Gracias a su diligencia y tesón, llega al destino justo a tiempo para salvar a un niño, un enfermo o un anciano que, de no recibir el alimento que él trae, habría muerto de inanición.
como Santo Tomás y muchos otros habitantes de la Europa medieval— de un régimen de libertad
pierda abiertamente y de repente. Resulta mucho más probable que ésta se erosione poco a poco entre brillantes promesas y expresiones de nobles ideales”




por Luis Suárez, Real Academia de la Historia
el alejamiento de esta supuesta fuente con resultados que, muchas veces, precipitan divisiones y enfrentamientos. En este sentido, la idea de pacto que hemos abordado cede a la del pacto social, planteado en el siglo XVIII, expresado por la voluntad general ˗sinónimo de mayoritaria˗ como criterio de verdad, incluso en aspectos sustanciales. Es aquí donde se pierde su valor absoluto y decaen las certezas para un auténtico entendimiento y desarrollo de la comunidad política.
por Álvaro Sureda, historiador
políticas exteriores de los Reyes Católicos, en concreto con las uniones matrimoniales de sus hijos, se estuvo muy cerca de conseguir de nuevo la unificación de ambos territorios bajo un mismo monarca. Miguel de la Paz, nieto de los Católicos, será el destinado a ocupar el trono, pero con sólo dos años de edad morirá, haciendo que la unión no sea posible hasta más tarde en la persona de Felipe II.
llegó en 1578, cuando el monarca de Portugal, Sebastián, murió en una campaña suicida en Alcazarquivir. El soberano portugués intentó la conquista de Marruecos con el objetivo de convertir a los musulmanes al cristianismo. Sin embargo, la falta de experiencia, el calor abrasador y la falta de suministros, convirtieron la campaña en un desastre. No sólo se perdió al monarca, que no dejaba un heredero a la corona, sino que el gran número de nobles que fueron capturados hizo que la economía portuguesa se viera bastante resentida. “Fue sucedido por su tío-abuelo el cardenal Enrique, el último hijo legítimo superviviente de Manuel I; el reinado de este anciano epiléptico no podía pasar de ser un compás de espera, mientras el problema sucesorio seguía por resolver.”
comparación con los realizados por Felipe. Si bien algunos sectores de la sociedad lusa no querían saber nada de un monarca español en el trono portugués, otra parte considerable mostró un gran interés, sobre todo desde el punto de vista económico, por la idoneidad de su candidatura. Además, el empeño del cardenal Enrique por asegurar la liberación de la nobleza apresada tras Alcazarquivir significaba todavía una desprotección de las defensas lusas ante posibles amenazas exteriores. Una vez preparado el terreno al monarca Habsburgo sólo le quedaba esperar la defunción del cardenal. Un acontecimiento que ocurrirá en febrero del año 1580.
el cual se administraba todo el Imperio. Tal y como prometió, quizá por el temor a una oposición o porque creía que era mejor mantener un sistema descentralizado al tratarse de tan vastos territorios, Felipe conservó una administración distinta a los otros reinos españoles. Como cabía esperar, situará al frente de la administración a portugueses que sean más cercanos a su causa, como fue el caso de Moura.
alteró la fisonomía institucional de aquellos territorios, preservando sus características propias. Esta unión en la diversidad se habría de plasmar después con la conquista de Mallorca y de Valencia por parte del rey Jaime I. Los territorios ganados a los musulmanes conservaron su estatus de reino con derechos y privilegios particulares que los distinguían de las fórmulas jurídicas e instituciones imperantes en Cataluña. No se trató, por tanto, de una anexión o asimilación a Cataluña, sino de una incorporación al mosaico regido por el Casal de Barcelona.
resultar factible, se establecía el principio de que mediante ellas se contribuiría a ejercer plenamente el poder legislativo con la participación de los tres estamentos sociales. Por consiguiente, la potestad regia ˗aun teniéndola˗ no podría desempeñarse por simple y personal iniciativa del monarca, que estaba obligado a atender las otras instancias del reino.
tomado. Éstos últimos y sus sucesores ˗copartícipes en la conquista˗ poseerían las correspondientes proporciones salvando la fidelidad y homenaje al rey, su señor. Dicho modelo, basado en las dimensiones características de un reino, con un territorio definido, unas leyes y unas Cortes propias, no anulaba el contenido absoluto de la soberanía de los reyes; esto es, independiente de cualquier autoridad política superior. La ley moral, procedente de Dios, y la civil, promulgada por el rey con la asistencia de los representantes del reino, fijaban los límites del poder.
que debía aumentar el bienestar, creaba armas con una capacidad destructiva cada vez mayor, produciendo heridas nunca vistas por los cirujanos anteriormente. El alejamiento de Dios favorecía pensamientos supremacistas, racistas y preparaba el camino para los totalitarismos (comunismo, fascismo y nazismo). El historiador católico José Luis Comellas analizó hace años esa época en su libro El último cambio de siglo. Gloria y crisis de Occidente (Ariel, 2004).
dadaísta Hugo Ball en 1916 admitió que el arte está más cerca de la religión que de la ciencia. Y así comenzó una lucha cultural -sobre la que hoy deberían reflexionar quienes quieren responder a la actual crisis del modelo de vida occidental- donde el catolicismo fue revalorizado en los medios intelectuales y artísticos. Ese renacimiento cultural católico en Europa tuvo su motor en Francia desde donde se irradió, apareciendo fenómenos paralelos en Gran Bretaña, Alemania y España, como bien ha observado Enrique Sánchez Costa en su libro
fenómeno que casi era único en Europa. K. Ch. F. Krause fue un filósofo alemán que no tuvo mucha importancia en su país, pero que fue impulsado por algunos liberales españoles que crearon el krausismo como un complejo movimiento intelectual, religioso y político que agrupó a la izquierda cultural. Si bien parecía que adoptaban un universo moral cristiano, lo vaciaron deliberadamente del dogma. Krause y Renan consideraron a Jesucristo como un líder religioso importante pero negaron su divinidad. Su doctrina resultaba interesante solamente por su enseñanza moral.
religiones políticas para apoyar la idea de que la humanidad fuera Dios y se salvase a sí misma, pero con ayuda de un líder mesiánico, indiscutible, apoyado en un partido único. Y fue paralela su reivindicación de la violencia como legítima y necesaria herramienta para la conquista del poder y la preparación de la nueva modernidad. En España también aparecieron profetas ligados al hermetismo, el ocultismo, el espiritismo y la teosofía, que tuvieron su época dorada en el periodo de entreguerras.
mantener la esperanza y hacer partícipes a sus lectores de la Nueva Buena. Su experiencia introspectiva le condujo a la defensa del patrimonio cultural y espiritual español, frente a las influencias francesas y europeístas. De esa manera, en su obra se aprecia su amor por lo español y castizo y fustiga a los españoles por sus carencias espirituales que derivan en la envidia, la pereza mental, clericalismo obtuso y el ateísmo irracional.
al socialismo y el materialismo, apostó por una regeneración que no pasaba por modificar solo los factores de producción sino que también abría los ojos a una concepción espiritual y cordial que tenía en cuenta el factor religioso. Sin embargo, sus dudas, su pesimismo -contradictorio con la esperanza en la fe- aumentó su desprecio y su soberbia con el paso de los años, enfrentándose con todos los proyectos políticos y con todo hasta su muerte. Sin embargo, su obra destaca por su exaltación del hijo de Dios en El Cristo de Velázquez (1920) o aquellos poemas donde se reza como himno de la Hora Intermedia del domingo de la tercera semana de la Liturgia de las Horas.
opinión, la salud de la sociedad no residía sino en la familia y en cada persona. Lo que importaba realmente en la vida era la lucha moral de cada hombre o mujer, el cultivo de la libertad interior y la responsabilidad que llevaba aparejada. Si no se educaba antes a cada persona, si no se lograba dilatar su espíritu para que pudiera acoger un sistema político más igualitario, toda cambio sería artificial, automático, visto por los ciudadanos como algo impuesto desde el exterior, y condenado a morir por ello. Y el papel de la religión resultaba parte esencial de su proceso educativo. Negó la existencia de una Cristiandad -en pleno auge de la Historia positivista y crítica con el pasado- pues nunca la había habido en la Historia humana, ni siquiera en la Edad Media -plena de violencia y desigualdad-, pues lo que había existido realmente era la Iglesia, una comunidad peregrinante de creyentes. Pero no se encerró en sus pensamientos y en sus cuartillas pues, ante el problema social existente, Maragall solicitó a los católicos de su tiempo que no volvieran a cerrar las puertas al pobre y que retornasen al fervor de la Iglesia primitiva, perseguida por el poder pero libre y ardiente de amor. Y, como dijo San Agustín, «ama y haz lo que quieras».
sociales y su relación con diplomáticos extranjeros, como el cubano Ramón Estalella. Miembro de la bohemia madrileña, conoció a la mayoría de aspirantes a escritores y artistas del reinado de Alfonso XIII. Participó en la creación de La Gaceta Literaria que fue la revista más emblemática de la vanguardia española y publicó en medios intelectuales como Revista de Occidente, La Vie des peuples o Le Mouton blanc.
biografías como Riesgo y ventura del duque de Osuna (1930). Al dominar el inglés, escribió en The Criterion, el órgano más famoso de la intelectualidad británica, y se posicionó a favor de la «nueva crítica» francesa que postulaba la misma como parte del arte y la literatura. Era necesario criticar orientando en sentido afirmativo para dotar al lector de un órgano visual más perfecto. La crítica asumía así los contornos de una atenta dirección espiritual, que no debía conformar al otro según el criterio del director, sino potenciar aquello que existía mejor en él y que, por estar todavía en ciernes, esperaba su plena realización.
Garrigues, escribiendo en ella miembros de las generaciones de 1914 y 1927. Sin embargo, su núcleo esencial fueron intelectuales católicos que se sintieron alejados del confesionalismo y se manifestaron a favor de una apertura a todos los valores del espíritu. En consecuencia, Bergamín no fue afín a postulados tradicionalistas y así lo declararon los editores de la revista, que quisieron hacer cruz y raya sobre las soluciones aportadas por el siglo XIX: el liberalismo individualista y el tradicionalismo.
espirituales desde 1907. Su retorno al catolicismo se produjo ya en 1916, camino que desembocó en su obra La crisis del humanismo (1919). Maeztu revalorizó la Edad Media frente a la ética renacentista que había perdido al ser humano al impulsarle a no sentirse pecador. Sus ideas políticas cambiaron al admitir que la autoridad se debía basar en el servicio de valores a la comunidad.
Celestina (1926) y fundó, junto a Eugenio Vegas Latapié, Acción Española, una revista quincenal de notable influencia en los medios monárquicos y tradicionales. Precisamente, varios de sus artículos en la misma formaron su Defensa de la Hispanidad (1934), donde amparó un conjunto de valores espirituales y culturales que, procedentes del tronco católico hispánico, se habían desarrollado en el árbol común hispanoamericano. Reivindicó así la España imperial de los Austrias porque había sido la España más pura y con más valores, había expandido el catolicismo y la cultura por el mundo y su semilla era evidente. Al igual que Bergamín y muchos otros, Maeztu terminó radicalizando su pensamiento y convirtiéndose, según algunos biógrafos, en un nacionalista español.
por José Luis Orella, historiador
que en diversos países, cuando surjan grupos miméticos del fascismo italiano, unos provengan de una radicalización de la derecha y otros de una izquierda que iba perdiendo su discurso internacionalista a favor de un programa más nacionalista. Estas diferentes cunas, hace más complejo su estudio y favorece que muchos investigadores promuevan una descripción del fascismo como oposición del liberalismo, del comunismo, del internacionalismo… lo que no ayuda a explicar su discurso ideológico. La variedad de fascismos, tantos o más que países donde se desarrollaron, imposibilita algo tan sencillo como crear unos mínimos ideológicos que los agrupe y favorezca su estudio de manera global.
de los intereses de los diferentes grupos económicos, potenciando un ejecutivo fuerte que gestionase el interés público con mayor determinación y agilidad. Esta corriente proautoritaria no iba contra la tradición liberal, sino que bebía directamente en el nacionalismo romántico y hundía sus raíces en el nacionalismo jacobino. Los nacionalistas como reformistas no pretendían un cambio total del sistema imperante, sino un reforzamiento de su ejecutivo.
Sociales de París, luchará no por integrar al obrero en la sociedad burguesa liberal, sino por independizarlo de ella, creando una conciencia propia, dispuesta para aniquilar al régimen burgués, como expresará en Reflexiones sobre la violencia, su obra más célebre. La violencia para Sorel era instrumento necesario en la historia para transformar la realidad ante la incapacidad del socialismo parlamentario de cambiar la sociedad. Sorel propugnará la vuelta del gremio como organismo base de una sociedad sustituta de la liberal capitalista.
generación de excombatientes a unir el hipernacionalismo nacido de su experiencia de combate y heredero de los radicalismos derechistas decimonónicos, con las reivindicaciones sociales del sindicalismo revolucionario de George Sorel y los socialismos nacionalistas de Benito Mussolini. El sindicalismo revolucionario se convertía en una de las principales aportaciones del fascismo, y fue Sorel, quien influyó a un joven Mussolini que, en 1913 fundó, en el seno del Partido Socialista Italiano, la revista Utopía, en la que colaboraba el sindicalista revolucionario Sergio Pannunzio, teórico del sindicalismo revolucionario, y quien se sumará al fascismo como teórico.
cambio, y defendieron el honor y deseo de la juventud en “quemarse” en algo importante, al punto de que muchos se fueron voluntarios a la Primera Guerra Mundial encabezados por su propio líder. El futurismo expresaba velocidad y movimiento, características vinculadas con la juventud, por lo que una motocicleta se convertía en un símbolo característico de aquella generación. Los futuristas eran favorables a cortar con el pasado burgués, se mostraban contrarios a las herencias contraídas por las generaciones anteriores.
Benito Mussolini. El fascismo revolucionario irá quedando en minoría ante la llegada en aluvión de los miles de nuevos fascistas procedentes de los escalones medios de la sociedad que derechizaron el movimiento. El fascismo se fue convirtiendo en un verdadero fenómeno de masas y uno de los protagonistas de la vida política italiana. La «marcha sobre Roma» visualizó su capacidad de movilización, pero el poder les vino de las negociaciones con el rey y los viejos políticos liberales. El 30 de octubre de 1922 el Rey Víctor Manuel III nombró a Benito Mussolini nuevo jefe del Gobierno de Italia. El 16 de noviembre se constituyó el Gobierno de Mussolini, que fue de Coalición, y donde de catorce ministros, sólo cuatro eran fascistas de origen, el resto representaban a otras fuerzas parlamentarias. El nuevo ejecutivo juró en el Parlamento (Aventino), donde recibió el apoyo de 306 votos a favor, 116 en contra y 7 abstenciones. Dos semanas después, el 3 de diciembre de 1922, en la Cámara del Senado, 196 fueron a su favor y 19 en contra, otorgando al ejecutivo plenos poderes durante un año. Se habían dispuesto las bases para un cambio hacia el autoritarismo en la difícil coyuntura de la primera posguerra mundial.