Fe y razón en la Edad Media: repercusiones actuales

   por Guillermo Arquero, historiador

En 2011 se estrenó una interesante película italiana sobre Juan Duns Scoto y el debate sobre la Inmaculada Concepción[1]. En ella, se aborda la cuestión de la relación entre la razón y la fe en este pensador y, especialmente, en qué medida la voluntad de Dios sería absolutamente trascendente o responde a la lógica de la razón. No hay duda de que los autores (la película está impulsada por los Franciscanos de la Inmaculada), deseaban plantear una cuestión del pensamiento medieval para los espectadores del tiempo presente. Ciertamente, este tema ha resultado de una enorme trascendencia en la historia.

Quisiera ofrecer por ello una reflexión personal sobre la importancia que el estudio de la relación entre fe y razón, llevado a cabo en la Edad Media, ha tenido en los tiempos posteriores y cómo puede ayudarnos en la actualidad ante los nuevos problemas que se nos plantean. Más allá de ser un aspecto relacionado exclusivamente con la religión,  ha tenido una influencia decisiva en los procesos de secularización posteriores. Ciertamente, los pensadores medievales, en cuanto creyentes, estaban preocupados por las cuestiones sobrenaturales. Pero, al mismo tiempo, los debates que llevaron a cabo, al darse en una sociedad donde la religión estaba presente en todos los aspectos de la vida, tenían implicaciones más allá de la mera fe (política, antropología, ética, economía…). De ahí el interés de pensadores no creyentes por el pensamiento religioso (como es el caso de L. Kolakowski), por cuanto a través de él se han conformado ideas esenciales de nuestra cultura actual secularizada.

Por otro lado, hay que señalar que la Edad Media, lejos de ser un periodo totalmente “pasado”  debe ser puesto en conexión con el tiempo presente. En efecto, suele hablarse de la aportación del Medievo a la historia con la creación de las universidades, la formación de lo que serían los futuros Estados, el desarrollo del papel y la imprenta…, como si estos adelantos sirvieran tan solo para reconocer a la Edad Media una aportación ya superada, como un simple estrato de un yacimiento arqueológico sobre el que se han superpuesto otras épocas que la han rebasado totalmente. Frente a ello, hay que decir que la historia del pensamiento y la filosofía tienen la especial virtud de que nos lleva a replantearnos constantemente los principios sobre los que se basa nuestra propia concepción del mundo y de nosotros mismos. Por ello, y ya que hemos puesto el ejemplo del estrato arqueológico, Husserl decía que a la filosofía bien se la podría llamar “arqueología” o “arcología”, el saber que vuelve al principio (arjé) de las cosas[2]. Desde esta consideración, el pensamiento medieval y el espíritu que creó la Universidad, siguen hoy vivos. Pensemos si, en el caso universitario, el olvido de dicho espíritu frente a la lógica del mercado no está llevando a una crisis de esta institución, en nuestro país al menos[3].

Por tanto, la Edad Media, en la medida en que ha sido una época imprescindible para la historia del pensamiento occidental (digan lo que digan algunos estudiosos actuales que pretenden prescindir de su aportación), sigue viva en el tiempo presente y ambas épocas deben ponerse en conexión, ya que no podemos dejar de estudiar el pensamiento medieval desde los condicionamientos de nuestra propia época. De ahí, por ejemplo, el interés de Étienne Gilson o Henri Pirenne por el pensamiento y el arte contemporáneos, aun cuando su objeto de estudio fuese el Medievo. La tarea de los historiadores del pensamiento puede ser, en este aspecto, releer a aquellos pensadores que en las circunstancias particulares de su tiempo trataron de establecer de modo crítico dichos principios, y ver en qué medida, con las de nuestra época, podemos reflexionar sobre nosotros mismos y nuestro tiempo teniendo en cuenta las respuestas que ellos dieron. No es fácil, ya que, como dice José Manuel Nieto Soria, hemos de analizar el pensamiento del pasado con las categorías del presente ajenas a aquella época[4].

Así pues, ¿qué puede decirnos hoy día la reflexión sobre las relaciones entre razón y fe? En primer lugar, hay que señalar que se trata de una enorme cuestión en la que se incluyen diversas cuestiones a su vez, y es preciso reconocer que hablar del tema de las relaciones entre razón y fe sea quizá demasiado genérico, pero aquí adoptaremos una visión general que sirva de visión panorámica para tratar diversas cuestiones.

Lo primero que quisiera decir, como medievalista, es que impresiona la enorme preocupación que los filósofos y teólogos medievales tuvieron por delimitar las relaciones entre razón y fe. Intentaron comprender los contenidos de la fe -siendo ésta un acto del entendimiento movido por la voluntad (impulsada por la gracia de Dios) para acoger las verdades de la revelación: credo ut intelligam, intelligo ut credam-, y en qué medida la razón podía actuar autónomamente. En una época donde socialmente se daba por hecho la existencia de Dios, no se dudaba de su ley y del acto razonable de creer con el consiguiente reconocimiento a la Iglesia, ¿qué necesidad tenían de definir estos límites y “poner freno” al dominio de la fe? En mi opinión, la causa radica en que la fe cristiana precisa del equilibrio y asistencia de la razón. No basta creer sin más, incurriendo en actitudes fideístas. La relación entre Dios y el ser humano es de amor y por eso se requiere la correspondencia inteligente de la persona a este don, conformando la voluntad a lo bueno, noble y elevado. Por tanto, resulta necesario comprender y querer (razón y voluntad). Creo que esta reflexión es la que fundamenta el famoso apotegma escolástico nihil volitum quin praecognitum, o la famosa sentencia de san Anselmo de Canterbury que aún hoy se repite: fides quaerens intellectum. Por ello, hay que comprender la fe ejercitando el entendimiento y el querer, al tiempo que la razón debe reconocer sus limitaciones naturales. Se precisa, por tanto, de un acto de humildad -que es andar en verdad, como afirmaba Santa Teresa de Jesús- y concluir que el ser humano no puede salvarse por sus solas fuerzas. Esta actitud, muy característica del pensador medieval, es la que ha periclitado en los últimos dos siglos del pensamiento, abocando a la humanidad a falsos mesianismos políticos (con un alto precio en vidas humanas aniquiladas o arruinadas) o a la angustia existencial de muchos pensadores contemporáneos.

Entendimiento, voluntad y libertad son, por tanto, conceptos esenciales en el pensamiento medieval. La complementariedad entre razón y fe parecen ir más allá de la simple cuestión entre las verdades de fe y las verdades de razón para el cristiano. El equilibrio entre el entendimiento y la voluntad para ordenar el ejercicio de la libertad hacia lo que se sabe bueno, y por eso mismo verdadero, define -a mi entender- la visión del mundo que los grandes pensadores medievales nos legaron y aún hoy nos puede ser de gran ayuda. El equilibrio del pensamiento medieval es de una enorme sutilidad, y nos aleja de la visión despectiva del Medievo, término que se originó en el Renacimiento para denostar esa época media (Medium Aevum, Media Tempestas) entre el pasado grecolatino y su nuevo renacer. Pensemos que también esa época generó el nombre “gótico” (arte de los godos, los bárbaros) para un arte de una enorme sutilidad y sensibilidad estética. La Summa theologica y la Saint-Chapelle de París responden, en el orden del pensamiento y el arte respectivamente, a ese espíritu medieval de sensibilidad, equilibrio, coherencia, perfección y belleza del que podemos aprender en nuestra época presente.

Pero este equilibrio, quizá por un abuso de los argumentos escolásticos, llevó al inicio de la ruptura de esa armonía entre razón y fe en el siglo XIV, con Guillermo de Ockham y otros. En esencia, lo que se dijo entonces es que la voluntad divina es inalcanzable para la razón humana, absolutamente trascendente, y por tanto el creyente debe limitarse a creer y dejar la razón para las cuestiones mundanas. Este planteamiento es el que adoptarían en buena medida los reformadores (luteranos, calvinistas, etc), dando lugar a un nuevo orden en Occidente. No significa que la Europa reformada y moderna no se valorase la razón, sino que, en buena medida,  se daba una ruptura con la fe y cada una habría de seguir su propio camino, aunque sin contradecirse necesariamente. Esta ruptura se aprecia también en autores del mundo católico. Pensemos por ejemplo en Maquiavelo, quien rompió la tradición de las obras políticas medievales, ya que éstas trataban de teorizar sobre “lo que debería ser” el ejercicio de la política, mientras que él introdujo un pragmatismo en el que la voluntad política del soberano era absoluta, dejando a la razón moral un mero carácter accesorio.

A mi entender, el debate sobre las relaciones entre razón y fe ha tenido repercusión en dos asuntos fundamentales. Por un lado, en lo que se refiere al papel de la religión en la sociedad, tanto en el ámbito de la política institucional como de la sociedad civil. Y, por otra parte -ya sin referencia a lo sobrenatural-, a la relación entre la razón y la voluntad, que es un problema ético que afecta a la persona particular y a la sociedad. La evolución de estos dos temas debe mucho a la herencia del debate sobre la relación fe-razón, de la ruptura de dicha armonía y complementariedad con la secularización iniciada a partir del siglo XVIII en Occidente. Ello responde a los procesos de larga duración que tanto comenzó a preocupar a los historiadores desde la escuela de los Annales, poco después de la Segunda Guerra Mundial. Cuestión que habremos de considerar en otro artículo.

[1] A partir del largometraje, se realizó en diciembre de 2013 una jornada titulada “Juan Duns Escoto: Los años críticos (1303-1305)”, dirigida por el profesor Francisco León Florido en el Seminario Permanente de Filosofía Medieval (Departamento de Historia de la Filosofía, Universidad Complutense de Madrid).

[2] ARANGUREN, José Luis, Ética, Barcelona: Atalaya, 1998, p. 15.

[3] No hace mucho se publicó un artículo en El País: “La mayoría de universidades del mundo van a desaparecer”, donde se entrevistaba a David Roberts, de la Singularity University, donde se trata del futuro de las universidades. Da la sensación de que, abandonado el espíritu humanista que fundó la Universidad en el Medievo, la lógica del mercado está acabando con la institución, y reduciéndola quizá a una escuela técnica o de negocios.

[4] NIETO SORIA, José Manuel, Fundamentos ideológicos del poder real en Castilla (siglos XIII-XVI), Madrid: Eudema, 1988, p. 35.

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