por Antonio Cañellas, historiador
No es ninguna novedad la contradicción que estos términos –memoria e historia− pueden plantear cuando se asocian. El interés por construir una visión del pasado acorde con las pautas mentales e ideológicas que imperan en el presente viene siendo la tónica habitual en las últimas décadas. Como bien apuntó René Rémond, la labor del historiador debe consistir en establecer la importancia de los hechos pasados, explicándolos dentro de su contexto sin emitir juicios de valor. Éstos, en todo caso, deberían corresponder a los particulares dentro de los márgenes naturales de la libre opinión. Al revelar la complejidad del pasado en su totalidad, ajustándose siempre a la verdad de lo acontecido, el historiador puede suscitar la articulación de una conciencia histórica sobre el pasado más reciente, es decir, ahondar rigurosamente en el saber conforme al principio inequívoco de integralidad, que no en una visión selectiva o sesgada más característica de la subjetividad de la memoria [1]. Lo contrario implica una instrumentalización por parte de quienes alientan una memoria interesada –su memoria− acerca de la interpretación del pasado con fines presentistas. Su propósito radicaría entonces en lograr unos reconocimientos ventajosos y exclusivos, bien de carácter político, social o económico.
Desde que en España se promulgara la Ley de Memoria Histórica en 2007 hemos asistido a una creciente tergiversación del pasado. El homenaje a quienes lucharon por la República del Frente Popular o fueron represaliados por los vencedores de la guerra civil esconde una intención de mayor alcance. No se trata únicamente de recuperar a las víctimas de un bando y restituir algunos de sus derechos ciudadanos, como viene haciendo la legislación desde el tránsito a los años setenta, de acuerdo con el espíritu de reconciliación que intentó activarse. Ciertamente, es de justicia que en un régimen fundado en el pluralismo ideológico los familiares de cualquier caído puedan disponer de sus restos para sepultarlos como es debido, amén de otras gratificaciones sociales. El problema reside en el maniqueísmo de dicha ley, que reduce todo y sin matices a dos bandos opuestos de “malos y buenos”. A medida que se homenajea a la izquierda republicana se desprecia a sus contrarios, haciendo tabla rasa de su recuerdo con la demolición de cruces y lápidas en su memoria. Se financian exhumaciones de los represaliados republicanos, pero se ignoran aquéllas que todavía acogen los restos de la otra trinchera. Es claro que existe una doble vara de medir ajena a lo que debiera ser el sentido de una conciencia histórica común. Precisamente por las circunstancias que originaron la violencia fratricida de la guerra, se requiere de una generosidad compartida de perdón sincero −que olvida la afrenta−, como ya lo entendieron algunas destacadas personalidades del exilio –conscientes de sus errores durante la República− y de aquellos vencedores que vislumbraban otra fórmula política de entendimiento[2]. De lo contrario, como de hecho ocurre, se tiende a espolear una confrontación entre españoles que parecía superada, quebrando con ello el pacto de concordia articulado durante la Transición. En el trasfondo ideológico de la Ley de Memoria subyace el intento de algunos de sus promotores de incitar paulatinamente un cambio de régimen político. Al enmendar en su totalidad el sistema político del Movimiento Nacional, se dispara de soslayo en la línea de flotación de la Monarquía, restaurada por un acto legal de aquel ordenamiento jurídico. De poco vale el papel reformista desempeñado por la Corona y la estabilidad que sigue aportando a nuestro modelo constitucional. Ciertos sectores de la izquierda atizan para la pronta proclamación de la República, concebida como una reedición de la de 1931 con sus correspondientes sectarismos.
En estas circunstancias, el ejecutivo socialista de Pedro Sánchez ha dado otra vuelta de tuerca para desenterrar al general Franco del Valle de los Caídos. Es muy preocupante observar cómo un Estado que se dice garantista ha constreñido el derecho que asiste a la familia del difunto para apelar judicialmente la resolución del gobierno o de impedir que, en cumplimiento de la misma, pueda trasladar sus despojos a la sepultura de su propiedad, ubicada en la cripta de la catedral de La Almudena. Es verdad que la idea inicial de los impulsores del complejo arquitectónico del Valle fue perpetuar la memoria de los «héroes y mártires de la Cruzada», conforme a la disposición del decreto del 1 de abril de 1940. Sin embargo, con la progresiva inspiración de las leyes civiles en los postulados de la tradición católica se produjo un cambio de planteamiento. Ya Pío XII en su radiomensaje a los fieles de España del 16 de abril de 1939 había invitado a una política de pacificación acorde con los principios inculcados por la Iglesia, en el que se garantizara una benévola generosidad para con los equivocados. Según el Pontífice debían iluminarse las mentes de los engañados por el materialismo, proponiendo el camino de una justicia individual y social que, contenida en el Evangelio, asegurara la paz y prosperidad de la nación[3]. Este intento por estructurar la convivencia social en plena euforia posbélica de los vencedores encauzó el proyecto de la basílica de Cuelgamuros hacia unos derroteros más integradores, a pesar de las resistencias de algunos. Según el decreto del 23 de agosto de 1957, que establecía la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, se dispuso que el monumento sirviera como memorial de los combatientes católicos de ambos bandos fallecidos en la guerra. Sus restos serían acogidos bajo el signo pacificador de la cruz y custodiados por la Orden de San Benito –procedente del Monasterio de Santo Domingo de Silos−, encargada del culto y de sostener un Centro de Estudios Sociales. Éste debería promover el análisis y resolución de problemas relacionados con la materia para evitar conflictividades como las acaecidas en los años treinta[4]. La victoria de 1939 vino a administrarse -en palabras del propio Franco en la inauguración del Valle veinte años después- en favor de toda la nación y de su unidad. Sobre los principios inspiradores del denominado Movimiento Nacional, nuevamente reivindicados, debía articularse «ese ambiente que haría fructífero el desarrollo del progreso económico-social, afianzando un clima de entendimiento y unidad que ya no admitiría el viejo espíritu de banderías»[5]. Conforme a aquella visión, la Santa Sede atendió las peticiones del Abad para elevar el templo a la dignidad de Basílica Menor por medio de la Carta Apostólica Salutiferae Crucis firmada por el Papa Juan XXIII en 1960.
No cabe duda de que el proyecto es difícil de entender fuera de las coordenadas de la fe católica. Sin embargo, artistas como Juan de Ávalos –depurado en 1942 por su militancia socialista− pudo comprenderlo hasta convertirse en el principal escultor del Valle. Fue él uno de los que también insistió en dar al complejo un tono despolitizado si en verdad quería materializarse aquel deseo de hermandad. Dicho empeño engarzaba con el sentir de aquellas palabras finales de José Antonio Primo de Rivera, sepultado a los pies del altar mayor: ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. De hecho, en el interior de la basílica sólo se hallan imágenes y representaciones religiosas con el fin de alentar el sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico, a decir del decreto de 1957. Su propósito reconciliador y funerario quedan bien perfilados[6]. No se precisa, por tanto, reivindicar una significación que ya de por sí posee.
El hecho de que el cuerpo de Franco haya reposado en la basílica hasta su forzada exhumación, respondía a la costumbre inmemorial de sepultar en los templos a sus principales benefactores. Así lo entendió el gobierno de Carlos Arias de acuerdo con el príncipe, luego rey Juan Carlos, según el protocolo previsto en la operación Lucero ante el inminente deceso de Franco. No cabe duda de que levantar un cadáver de un recinto sagrado, menospreciando el parecer de la comunidad benedictina que lógicamente ha de secundar la voluntad de los familiares, es una conculcación del derecho particular. Para obviarlo, el Tribunal Supremo lo ha presentado como un asunto público que trasciende el derecho de los familiares[7]. Es entonces el gobierno quien se arroga la plena facultad de decisión, con el correspondiente agravante para el ejercicio efectivo de las libertades individuales. Con este proceder no se favorece la construcción de una conciencia colectiva, sino únicamente una memoria parcial, que desvanece un clima de pacto y concordia.
El Valle debiera ser un lugar destinado exclusivamente a la oración y al culto. Aquí estriba uno de los aciertos de la Ley de Memoria después de que algunos –quizá igualmente desconocedores del proyecto final de Cuelgamuros− lo convirtieran en lugar de exaltación política. Si se pierde este sentido religioso se altera la significación de la basílica. El poder político quizá debería haber asumido responsablemente aquel histórico mensaje del Presidente de la República en el exilio, Claudio Sánchez Albornoz, conocedor de los errores que implica la mutua incomprensión. Fue él -historiador- quien al regresar a España abogó por el entendimiento de todos en un régimen de libertad que desterrara antiguos odios y rencores. Sólo desde esta premisa puede conformarse una conciencia histórica que conjure discordias y procure el bien común.
(Texto publicado en diciembre de 2018 y actualizado en noviembre de 2019).
[1] Véase la entrevista televisada a René Rémond (1918-2007) en Collection Paroles d’historien (publicada por ina.fr en 2018).
[2] Santos Juliá, «Año de memoria». El País. (31/12/2006).
[3] Radiomensaje de Pío XII a los fieles de España (16/04/1939).
[4] Véase el Decreto-ley de 23 de agosto de 1957 por el que se establece la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
[5] Discurso de Franco en la inauguración del Valle de los Caídos (02/04/1959).
[6] Juan XXIII, Carta Apostólica Salutiferae Crucis (1960).
[7] Sentencia del Tribunal Supremo sobre la exhumación de los restos mortales de Francisco Franco de la Basílica del Valle de los Caídos (24/09/2019).