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Dirigir el pensamiento hacia la verdad

 por María del Sol Romano, filósofa

  Para la filósofa francesa Simone Weil[1] (1909-1943) nadie debe “renunciar a abordar cualquier parte del conocimiento humano porque considere que está fuera de su alcance, ni tampoco porque crea que noSimone Weil - Wikipedia, la enciclopedia libre puede hacer un progreso serio en una ciencia más que a condición de especializarse en ella”[2]. Es decir, no puede rehuirse la búsqueda de la verdad por creer que no se tiene ni el talento ni la aptitud intelectual para alcanzarla. En palabras de la autora “no hay que decirse a sí mismo ‘soy incapaz de comprender’; hay que decirse «soy capaz de orientar los ojos del alma de tal manera que comprenda«[3].

    En su memoria para obtener su diploma de estudios superiores Science et perception dans Descartes, Weil subraya que “cualquier hombre, por muy mediocres que sean su inteligencia y sus talentos, puede, si se aplica a ello, conocer todo lo que está al alcance del hombre”[4]. Así pues, la facultad de conocer no es exclusiva de personas que son superdotadas y que tienen una alta capacidad intelectual. No se necesita “de un don especial o de una sagacidad excepcional para elevarse de las verdades más simples hasta las concepciones más sublimes”[5]. Es más, como sugiere la autora en su Autobiographie spirituelle, el acceso a la verdad es posible para todos por igual en condiciones normales, siempre y cuando se tenga un auténtico deseo de verdad y se haga un continuo esfuerzo de atención:

Cualquier ser humano, aunque sus facultades naturales sean casi nulas, entra en ese reino de la verdad reservado al genio, si solamente desea la verdad y hace un permanente esfuerzo de atención por alcanzarla. Se convierte entonces en un genio, incluso si, por carecer de talento, este genio no pueda ser visible al exterior[6].

    De acuerdo con esto, el verdadero genio está en la posibilidad que se tiene de prestar atención, esto es, “los destellos de atención no son más que destellos de genio”[7], puesto que “toda la fuerza del espíritu es la atención. El único poder que es nuestro”[8]. Esto muestra que existe una igualdad entre los espíritus frente a la verdad, cuando el alma humana se prepara para acoger la verdad con una atención por la que se deja el pensamiento disponible para aprehender la realidad tal cual es. Conjuntamente a esto, la igualdad entre los espíritus de todos los seres humanos la constituye la capacidad que tienen en común de conducir su razón y de dirigir adecuadamente su pensamiento.

   En este sentido, Weil remite a Descartes que “no solo considera que todo espíritu, en cuanto se aplica a pensar como es debido, es igual al genio más grande, sino que también en el pensamiento más común encuentra el espíritu humano”[9]. En efecto, Descartes en sus Règles pour la direction de l’esprit indica las reglas a seguir para hacer un René Descartes - Wikipedia, la enciclopedia librecorrecto ejercicio del pensamiento y que guiarán el espíritu hacia la verdad[10]. Hay que destacar en este punto que el filósofo francés busca “fundar la enseñanza popular universal”[11]. Un ejemplo es cuando enseña matemáticas a su sirviente y a un zapatero, el primero se volverá profesor de matemáticas y el segundo se convertirá en astrónomo. Al mismo tiempo que los reconoce como iguales frente a la ciencia, Descartes no duda en ponerlos al servicio de ella[12]. Por esta razón, Weil afirma que “lo original en Descartes es la idea de que todos pueden conocer la verdad, de ahí el deber de enseñar a todos cuando es posible[13].

  Y si bien puede haber una desigualdad entre las facultades intelectuales, “en la experiencia, en el fruto de reflexiones pasadas, en la memoria, en la rapidez de pensamiento”[14]; no la hay en el ejercicio de estas, como en el caso de la atención. Siguiendo a la autora, “mucha gente no quiere ejercer sus facultades, porque pensar es penoso, no aporta ningún beneficio y no sacia ninguna pasión, al contrario[15]. Por eso, “casi todos evitan ejercer sus facultades en tal o cual ámbito determinado porque las pasiones les lleva a huir de la verdad en ese ámbito”. En consecuencia, “las más brillantes facultades se corrompen en cuanto se las ejerce con vistas a otra cosa que no sea la verdad[16]. Así, el pensar como es debido, el no abandonar la facultad que se tiene de pensar y el armonizar el pensamiento con la acción, además de ser un deber, es una virtud:

El verdadero valor no consiste en los datos y los instrumentos más o menos amplios que posea el pensamiento, sino en el correcto ejercicio del pensamiento. De modo que las desigualdades accidentales no impiden una igualdad fundamental, incluso en el ámbito intelectual, en la medida en que pensar correctamente es una virtud. Pensar correctamente y conformar la acción al pensamiento es el deber más imperioso, o más bien el único deber y la única virtud. Por eso no se puede renunciar nunca al poder de pensar y de juzgar sin cometer una falta capital[17].

[1] El presente texto es un extracto del artículo “Simone Weil: la educación como medio de igualdad”, publicado en Diálogo Filosófico, n. 113, 2022, pp. 289-303. Es importante destacar que en este extracto se remite, principalmente, a los escritos de juventud de la autora.

[2] S. Weil, “Science et perception dans Descartes”, [1930], en Œuvres complètes, t. I, Gallimard, Paris, 1988, p. 176. En adelante se usará la abreviatura OC, tomo, volumen y página.

[3] S. Weil, “Plans divers. Platon”, [1933-1934], en Leçons de philosophie, Union Générale d’Éditions, Paris, 1959, p. 285. En adelante se usará la abreviatura LP.

[4] S. Weil, “Science et perception dans Descartes”, OC, I, p. 177.

[5] A. Bertrand, “Descartes et l’éducation”, en La revue pédagogique, n. 31, 1897, p. 195.

[6] S. Weil, “Autobiographie spirituelle”, [1942], en Attente de Dieu, Fayard, Paris, 1966, p. 39.

[7] S. Weil, “L’attention. Cours du Puy”, [1931-1932], OC, I, p. 392.

[8] S. Weil, “L’attention”, [s.f.], OC, I, p. 391.

[9] S. Weil, “Science et perception dans Descartes”, OC, I, pp. 181-182.

[10] Cf. R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Alianza, Madrid, 1996.

[11] A. Bertrand, “Descartes et l’éducation”, p. 194.

[12] Cf. A. Bertrand, “Descartes et l’éducation”, pp. 203-204.

[13] S. Weil, “Étude des moralistes rationnels”, [1933-1934], LP, p. 231.

[14] S. Weil, “Question de l’égalité des esprits”, [1930-1931?], OC, I, p. 282.

[15] S. Weil, “Question de l’égalité des esprits”, OC, I, p. 281.

[16] S. Weil, “Question de l’égalité des esprits”, OC, I, p. 281.

[17] S. Weil, “Question de l’égalité des esprits”, OC, I, p. 282.

Los ideales de caballería en el siglo XXI

 por Antonio Cañellas, historiador

            Alrededor de 1275 Ramón Llull, ya por completo entregado a su labor misionera en la orden franciscana de los frailes menores, agrupó en un breve tratado las que debían ser virtudes propias del caballero. Buen conocedor de la corte –en este caso del reino de Mallorca− en la que había servido como mayordomo del infante don Jaime, el autor quiso retomar los principios de la caballeríaJaume II de Mallorca - Viquipèdia, l'enciclopèdia lliure conforme a su valor original. En pleno auge de la filosofía y la teología escolástica, Llull sentó los cimientos de un humanismo que habría de responder con eficacia a los retos del siglo XIV. Y es que frente a las tesis nominalistas de otro fraile franciscano, Guillermo de Ockham, según las cuales sólo puede conocerse lo concreto o individual[1], Llull había afirmado la directa comunicación entre la realidad empírica o demostrable y la dimensión abstracta o trascendente –igualmente real−, que confluye en la naturaleza humana[2]. De este modo, fe y razón forman en la persona una unidad que, en planos distintos pero complementarios, la capacitan para conocer y merecer. El libre albedrío tiene aquí una importancia capital, por cuanto puede disponer el entendimiento hacia la virtud, a la que también ordena la voluntad para su ejercicio efectivo. Por eso Cervantes presentó, de labios de don Quijote, la libertad como «uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los Cielos»[3]. De esto modo, la libertad se contempla como una dádiva que, ejercitada de acuerdo con la recta razón, asemeja al ser humano con Dios. En este sentido, otros autores del Siglo de Oro abundaron en esta interpretación, reconociendo la inmutabilidad de lo ético por la fuerza del intelecto, que se decantaría por la verdad, subordinándose a ella[4]. Al actuar así, la libertad se desplegaría mediante la acción coordinada del entendimiento y la voluntad ordenados a la consecución del bien, destino último de la persona humana[5]. De aquí derivaría la misión del caballero que, según Llull, habría de servir a la caridad, la justicia y la verdad, restableciéndolas de acuerdo con el ordenamiento moral inscrito en la Creación:

Cuando en el mundo cundió el menosprecio de la justicia por disminución de la caridad, fue preciso que la justicia retornase por su honor. Por eso eligió de entre el pueblo el que fuese más amable, y más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo, de mejor instrucción y de mejores costumbres que los demás[6].

            Así pues, estas cinco facultades, adquiridas con ese esfuerzo interior que armoniza la trascendencia, el intelecto y el deseo, constituyen virtudes propias del caballero (lo mismo puede decirse de la dama) al encauzar todo su potencial hacia la justicia y el bien. En este sentido, la amabilidad que, según su etimología, alude al que tiene capacidad de amar, es una manifestación clara de la caridad o del amor. Esto supone un acto de entrega a los demás, tratándolos como nos gustaría que hicieran con nosotros. Desde el siglo IV a. C se percibe la fuerza de esta corriente de pensamiento, tanto en la cultura griega, hebrea, oriental o romana, aunadas por un humanismo compartido. La conciencia acerca de la realidad antropológica, común a todo el género humano, establecería vínculos de fraternidad e implicaciones éticas basadas en el respeto mutuo[7]. Dicha premisa entrañaría un compromiso de donación a una promesa por parte del caballero; la que éste habría asumido de aprovechar sus dones en servicio y edificación de sus semejantes. Una tarea ardua, sólo superada por la capacidad amorosa de sacrificar la propia comodidad en bien del otro. Y es que el amor en sus distintas expresiones −a la familia, a los amigos, a la patria, etc.− supone una entrega que, al sobrenaturalizarse, se convierte en agapé o amor sublime fundado o plasmado por la fe religiosa[8]. Por consiguiente, al reconocer la condición creatural de la persona y su filiación divina por el bautismo, el caballero se ofrecería a los demás por Dios a imitación de Jesucristo[9].

            En cuanto a la sabiduría, apunta don Quijote en una de sus digresiones a Sancho Panza que jamás la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Es decir, el servicio a las armas es conciliable, y aún necesario, con el cultivo de la inteligencia; pues de todo han de saberCVC. El Conjuro de los libros. Don Quijote le lee a Sancho la ... los caballeros andantes[10]. Pero ¿qué es la sabiduría? Los latinos distinguían el verbo sciô-scire de sapio-sapere, que designa la formación del recto juicio y no la exclusiva acumulación de conocimientos. Sólo su ordenación a comprender la causa primera de las cosas es identificada con la sabiduría. La que permite dar cuenta y razón de la existencia del ser humano de un modo completo e integral.

            Por lo que respecta a la lealtad cabe distinguirla de la fidelidad, aunque vayan habitualmente de la mano si miran al bien que se busca. La lealtad, en efecto, exige de la fidelidad, esto es, la adhesión constante a un código de honor definido por la hombría de bien. No es leal quien, por ahorrarse un mal momento, calla cuando puede hacer un bien con lo que dice, con ánimo siempre de contribuir a lo mejor para la persona o grupo al que se dirige. Se trata, pues, de corregir con espíritu constructivo cuando resulta menester en bien de todos.

            La fortaleza referida por Llull no es la simple fuerza física o de medios, sino la virtud de la perseverancia en la decisión prudentemente adoptada, inclinada por tanto al bien en cada circunstancia y sostenida en el tiempo a pesar de las dificultades que se puedan presentar. No es fuerte el soberbio, sino el humilde, conocedor de sus propias limitaciones. Bien lo advirtió Cervantes al calificar «la humildad como el fundamento de todas las virtudes, pues sin ella no hay virtud que lo sea realmente». Por eso recuerda el doctor iluminado que la fuerza del caballero no reside tanto en la energía corporal como en la virtud del buen ánimo[11]. Se trata, en definitiva, de que el espíritu noble del caballero le obligue en conciencia a prestar con sencillez -sin aparatosidad- un servicio útil y constante a la sociedad en la que vive. La persona noble no es aquí la que ostenta un título y nada más, sino la cualidad moral de quien merece ser conocido por sus virtudes.

            Dentro de esta concepción, el espíritu de caballería exige gobernanza, señorío personal, con el que poder prestarse a los demás. Aquí estriba la cualidad moral del honorpatrimonio del alma[12], como evocara Pedro Calderón de la Barca−, que lleva al cumplimiento del deber por dignidad propia y ajena. Sobre este presupuesto Cervantes elaboró un perfil muy preciso del caballero: único en ingenio, sólo en cortesía, extremo en gentileza, fénix de la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno[13].

            Más recientemente, filósofos como José Ortega y Gasset asociarían estos altos ideales a la acción de las minorías escogidas, precisamente por su responsabilidad en el servicio. Con la expresión nobleza obliga, el autor apela también al buen ánimo; un atributo interior que marca la autoexigencia y el esfuerzo personal con el que alcanzar la excelencia para contribuir así a la edificación de las otras personas[14]. Sin esta actitud resulta harto difícil lanzarse a unCómo motivar al Equipo Directivo de una Empresa crecimiento −personal y colectivo− que, por oposición, deriva en parálisis o estancamiento ante la vida. La pregunta clave para este representante de la razón vital reside en el propósito u objeto al que, una vez aplicada la inteligencia, fijamos nuestra atención a la hora de encarar la existencia. En caso de desenfoque, por omisión –falta de optimismo vital− o por equivocación −al errar en la finalidad; bien por presunción de medios o por ausencia de ideales justos y buenos− la vida humana carece de la debida articulación, pues «caminará desvencijada, sin tensión y sin forma. […] perdida en el laberinto de sí misma por no tener a qué entregarse»[15]. Es lo que Henri Bergson –exponente francés del vitalismo filosófico− calificó como individuos o sociedades de moral cerrada. A saber, los que se ensimisman en su egoísmo incapacitándose para la apertura a la trascendencia y a la consiguiente fuerza del espíritu, auténtico motor del dinamismo vital que mira siempre al bien objetivo[16]. En realidad, se apela a una ascesis −del griego asketés: el que se ejercita o entrena−, con una práctica recurrente de las virtudes que acaban dibujando el genio de la persona. Las mismas que desglosara Llull y que, por su naturaleza −siempre inalterable− persisten vinculadas a la ética o moral, característica de la condición humana. La realización personal propia del caballero y de la dama radica entonces en esa vertebración con la que ofrecerse al progreso integral de la sociedad, tan apremiante o más en nuestros días que en los del doctor iluminado.

[1] Rafael Ramón Guerrero, Historia de la filosofía medieval, Akal, Madrid, 1996, p. 224.

[2] Luis Suárez, «Los fundamentos humanistas de Ramón Llull» en CIDESOC (08/06/2017).

[3] Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Libro II, Cap. LVIII.

[4] Véase Juan Cruz, Fragilidad humana y ley natural. Cuestiones disputadas en el Siglo de Oro, Eunsa, Pamplona, 2009, pp. 25-26.

[5] Sth, I-II, q. 1, a. 1

[6] Ramón Llull, Libro del orden de caballería, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1949, p. 21.

[7] Para el caso, consúltese la obra de Aristóteles, Confucio, Séneca o la tradición judía, al menos desde los últimos profetas del Antiguo Testamento, que anticipan el mensaje evangélico posterior.

[8] Benedicto XVI, Deus caritas est, Palabra, Madrid, 2006, p. 20.

[9] «Si eres caballero, es que recibes la honra y la servitud  propias de los amigos de caballería; porque, en cuanto tienes más nobles principios, eres tanto más obligado a ser bueno y agradable a Dios y a las gentes». Ramón Llull, op. cit, pp. 23-24.

[10] Miguel de Cervantes, op. cit, Libro I, Cap. XVIII.

[11] Ramón Llull, op. cit, p. 36.

[12] Pedro Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea, Jornada I, escena XVIII, vv. 875-877.

[13] Miguel de Cervantes, op. cit, Libro I, Cap. XIII.

[14] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid, 2007 (1ª ed. 1937), pp. 130-132.

[15] Ibid, p. 203.

[16] Henri Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Editorial Sudamericana, 1962 (1ª ed, 1907).