Vivimos en un mundo de especialistas. Nuestro saber –de Dios, del mundo y de nosotros mismos– se ha roto en fragmentos. El progreso científico es indudable, pero las ciencias han perdido el contacto con la sociedad y con el hombre. Incluso los especialistas en diferentes campos de una misma disciplina ya no se entienden entre sí. Una de las gran tareas, tal vez la gran tarea, del siglo XXI es de reunir estos fragmentos del saber en una visión de conjunto.
La historia occidental revela que una visión unitaria del saber casi siempre ha existido. En la antigua Grecia, la educación se caracterizaba por el ideal del enkyklios paideia, que abarcaba todas las disciplinas, y la misma idea resuena en la noción ciceroniana del “orador universal”, que sabe del fondo no solo las letras , sino también las ciencias matemáticas y la física. La educación medieval se basaba en las “siete artes liberales ” (gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música), concebidas como una unidad armónica, y también los humanistas del Renacimiento estaban convencidos de la unión necesaria de todas las disciplinas. Ellos, además, ponían particular atención a la pregunta de cómo los conocimientos específicos de las ciencias podían ser transmitidos a la sociedad. El vínculo con el hombre, pues, era lo que justificaba en última instancia la necesidad de cualquier tipo de saber.
La visión unitaria del saber empezó a disolverse, poco a poco, en el transcurso de la “revolución científica”, que trajo consigo el predominio de las ciencias empírico-matemáticas. La verdad, cuya búsqueda hasta aquel entonces había sido una tarea común de todas las artes y ciencias, fue sometida bajo los criterios de cuantificación y medición. Por consecuencia, todas aquellas disciplinas que no seguían estos criterios perdieron su autoridad. Es decir que las humanidades ya no eran “ciencias”, es decir, “verdaderas”. Sabemos adónde nos llevó este desarrollo desafortunado. La foca entre las “ciencias” y las “humanidades” se hizo cada vez más profundo, hecho por el que Charles Percy constató la existencia de “dos culturas” que ya no se relacionan entre sí. Esta realidad sigue dominando la vida académica hasta hoy día, pero el anhelo de superar sus límites se hace cada vez más obvio. En este contexto, no se debe al azar que la palabra “interdisciplinariedad” resuena por todas partes (aunque nadie sabe que significa exactamente).
¿Cómo podemos volver a una visión de conjunto? Tal vez hace falta acordar que hasta aquella ruptura, todas las disciplinas tenían una misión común. Era gran misión del hombre: saber quién es, lo que implica conocer la verdad sobre su origen y su papel en este mundo, lo que a su vez implica la pregunta por Dios. No hay que olvidar que las ciencias empírico-matemáticas nacieron por el deseo, profundamente humano, de conocer al Creador a través de la Creación. Sin este deseo, probablemente no existirían.
¿Podrán reunirse las disciplinas, de nuevo, para buscar la verdad humana, nuestra verdad? Aunque suene ingenuo, es una esperanza que tenemos. Creemos que la relativización del saber científico –es decir, del saber empírico-matemático– que se reveló a lo largo del siglo XX es una oportunidad para acabar con el afán cuantificador, para reordenar y reunir los saberes bajo el pretexto de una misión común del hombre. Creemos que es la hora del humanismo futuro .
Felix K. E. Schmelzer es doctor en Filología.