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El poder en la España del siglo XVIII

por Gregorio Alayón, jurista

Al Rey, la hacienda y la vida

se ha de dar; pero el honor

es patrimonio del alma,

y el alma sólo es de Dios.

La concepción del privilegio

Los versos que encabezan este estudio y que Calderón de la Barca pone en boca de Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, encierran una de las claves de la concepción jurídica del poder y su ejercicio práctico durante la Edad Moderna. A partir de las palabras del padre agraviado se puede entender la noción de privilegio.

Pedro Crespo, representa el honor personal en la obra teatral de Calderón de la Barca

La idea de privilegio, que vertebra el derecho preliberal, no supone una quiebra del sistema y abuso de unos sobre otros. Antes al contrario, el término, libre de las connotaciones con las que hoy carga, se refiere al derecho propio; al estatuto jurídico que corresponde a cada persona.

Por ello, Pedro Crespo no exige más de lo que le es debido, pero tampoco duda en defender por todos los medios a su alcance su propio derecho, en este caso, ejemplificado por la honra de su hija.

La diferencia entre las personas -esto es, el privilegio- no se comprende como ilegítima, sino como natural y, en consecuencia, el estatuto jurídico de cada cual será distinto por venir determinado por las diversas circunstancias -como vecindad, oficio, sexo u origen familiar- que concurran en ese individuo.

El criterio de vecindad dará, por ejemplo, derecho al disfrute de los bienes comunales de un concejo a sus vecinos. Este derecho, privilegio de los vecinos, aun de los más pobres pecheros, puede excluir a otros que no sean vecinos, con independencia de que disfruten de un estatuto jurídico, en teoría, privilegiado, debido a su condición de nobles o de clérigos.

Además, siguiendo con el ejemplo anterior, la condición de vecino no es excluyente. Esto quiere decir que los derechos de vecindad se acumulan a otros como puede ser la condición de noble o la pertenencia a un gremio o a una determinada cofradía.

La función del rey

Otra cuestión a destacar, que viene implícita en la historia del Alcalde de Zalamea, es la posición del Rey. No tanto como gobernante, sino como máximo juez; es decir, como componedor y árbitro de derechos en una sociedad compleja y diversa. En ese sentido, Martínez Pérez subraya que:

[…] para la jurisdiccional cultura del Antiguo Régimen, no solo es que no había separación de poderes políticos, sino aún más tampoco había ontológicamente una distinción de lo que hoy denominamos poderes políticos: se legislaba juzgando y se juzgaba, obviamente, juzgando […] Y quien no reconocía superior jurisdiccional, esto es, quien no solo tenía el más alto grado de jurisdicción sino que además podía juzgar (iudicare) sin ser juzgado por otros (iudicari), ostentaba una jurisdicción suprema y, por eso, podía decirse soberano. Ni que decir tiene, […] que la marca inequívoca de la soberanía era la de determinar, en última instancia, a quien correspondía la «competencia jurisdiccional»[1].

Esta forma de comprender la posición del rey como encargado de mantener la paz social, arbitrando entre derechos y legitimidades múltiples, deriva de uno de los postulados básicos del ius commune: dar a cada uno lo suyo[2]. Esta referencia de dar a cada uno lo suyo, es decir, su propio derecho o aquello que le corresponda, es la forma apocopada de la máxima iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere -Los principios del derecho son estos: vivir honradamente, no hacer daño a otro, dar a cada uno lo suyo- formulada por Ulpiano, jurista del final de la etapa clásica[3].

Felipe II, conocido como el rey prudente

Sin embargo, la herencia del ius commune no agota el pensamiento político del siglo XVIII español. Entre otras razones porque por sí misma no explicaría la posición superior del monarca dentro del ordenamiento jurídico. La configuración de la figura del rey absoluto es producto de un largo proceso iniciado en el siglo VIII con la aparición de la idea de “sucesión dinástica” que según Artola permitió “…la construcción de la imagen del rey como persona distinta y superior, a la que todos sus súbditos debían obediencia como señor natural…” al excluir de la sucesión a “…pretendientes extraños a la familia…” y evitar “...el conflicto entre hermanos, con ventaja para el reino…”[4].

La aplicación a lo largo de los siglos de este principio dio lugar, sumada a otros factores de diversa naturaleza, a entidades políticas cada vez más complejas articuladas en torno a la persona del príncipe. En el caso español, esta circunstancia se hace fácilmente entendible a la vista del matrimonio de los Reyes Católicos, que permite la unión personal de unidades políticas diversas que mantienen de forma más o menos inalterada su régimen jurídico particular. Naturalmente, esos otros factores presentes -relacionados con el aumento del poder del rey y con la creación de estructuras de gobierno permanente (ejército, hacienda o «administración» territorial)- que coadyuvan a la unión, también facilitan la asimilación de las formas jurídicas vigentes en cada territorio[5].

En otro orden de cosas, es justo reconocer que esas monarquías jurisdiccionales conformadas como uniones personales no fueron únicamente una concatenación de tribunales y jurisdicciones que compartían un mismo “juez” superior, sino que, como apunta Garriga “…desde la baja Edad Media avanza una deriva voluntarista que, arrancando en la fórmula «potestas extraordinaria» o «absoluta», culmina en la noción de soberanía y, en el curso de la Edad Moderna, tiende cada vez más claramente a situar la figura del «princeps» por encima del derecho, reconociéndole la capacidad de modificar el universo normativo mediante actos de voluntad imperativa (y con unos u otros requisitos según cuál fuera su alcance). Ahora bien, estas facultades se entendieron siempre al servicio (y no en contra) del orden constituido; propias del oficio de «princeps» estaban vinculadas a ciertas finalidades y debían ser ejercidas en consciencia; de hecho, como extraordinarias habían de servir precisamente para resolver los problemas que no encontraban solución con los medios ordinarios…”[6]. Tradicionalmente, la puesta en práctica de esta noción se ha conocido como absolutismo y se ha expresado en lo político a partir del aforismo princeps legibus solutus est.

Con todo, estas ideas de privilegio, jurisdicción, soberanía o absolutismo, no agotan la visión política del poder en la Edad Moderna. Antes al contrario, se trataba de presupuestos, de conceptos implícitos en la mentalidad de quienes gobiernan, que deben tenerse presentes para tratar de comprender la acción de gobierno.

Igualmente, resulta necesario advertir del peligro que supone la traslación de la concepción de Estado contemporánea al Antiguo Régimen. Con independencia de las continuidades más o menos evidentes entre algunos estados actuales y las principales monarquías europeas del siglo XVIII como Francia, el Reino Unido o España, la manera en la que se entiende hoy el Estado como aparato de poder e instancia totalizadora del derecho, entendido como mandato, es producto de una experiencia histórica concreta -la nuestra- heredera de los postulados político-filosóficos que Grossi denominó como “las múltiples mitologías laicas inauguradas por la Revolución de 1789[7].

Visto de modo muy sucinto, el marco jurídico general en que se incardina la comprensión del poder en la monarquía absoluta y habiendo puesto de manifiesto el riesgo de proyectar hacia el pasado el concepto contemporáneo de Estado, procede destacar algunos elementos propios y característicos del modo de entender el poder de las élites jurídico-políticas españolas en el siglo XVIII.

El absolutismo regio

Como es sabido, el siglo XVIII se inaugura de forma aparatosa con la muerte de Carlos II y la llegada de una nueva dinastía: los Borbones. Por diversas cuestiones de política nacional e internacional la posición del nuevo rey, Felipe V, fue discutida. Más allá de las consideraciones en torno a la legitimidad de Felipe V o del pretendiente austriacista, el archiduque Carlos, y de las razones que justificaban la postura de quien apoyaba a uno u a otro, lo cierto es que la guerra de Sucesión Española alteró el statu quo de la monarquía. Por razones de espacio no cabe repasar aquí las reformas institucionales ni las variaciones territoriales derivadas de la sucesión de Carlos II y de la consolidación en el trono de Felipe V y, en consecuencia, tampoco sería razonable llevar a cabo un análisis relativo al proceso jurídico-político que aconteció. Por ello, a continuación, se procederá a introducir algunas de las ideas más características y definitorias del periodo final de la monarquía absoluta que, a grandes rasgos, puede identificarse con los reinados de Fernando VI, Carlos III y Carlos IV o con la segunda mitad del siglo XVIII.

La familia del rey Felipe V

Quizá por su mayor duración, centralidad en el periodo, carga simbólica y ausencia de elementos de distorsión como la enfermedad mental de Fernando VI o el final abrupto -invasión francesa y abdicación mediante- de Carlos IV, el reinado de Carlos III permite identificar más fácilmente las ideas que subyacen entre los principales colaboradores del rey y miembros de los principales órganos de gobierno, que explican cómo entendían el poder político y cuál era su concepción de la república.

Carlos III fue proclamado rey de España el 11 de septiembre de 1759[8]. La acción de gobierno no era una experiencia nueva para don Carlos, ya que para entonces habían transcurrido más de 25 años desde que el tercer hijo de Felipe V fuera enviado a Italia. Tras dos décadas y media rigiendo Nápoles y Sicilia, el rey conocía las dificultades a las que iba a enfrentarse[9].

El periodo napolitano de Carlos III forjó su carácter y su forma de entender el oficio de rey. La conciencia de la necesidad de reformas políticas y económicas para mejorar la vida de sus súbditos se combinó con un profundo sentido de la dignidad de la corona. De ahí que el llamado despotismo ilustrado pueda entenderse mejor a partir de las ideas económicas de los fisiócratas y de los arbitristas y del regalismo.

Carlos III, rey de España (1759-1788)

Naturalmente tanto el rey como sus principales colaboradores, entre los que se contaban algunas de las mentes más brillantes de la España de su tiempo como Campomanes, conocían y fueron influidos por las ideas ilustradas; extremo que explica, en parte, su espíritu reformista. Sin embargo, eso no significa que dudasen en modo alguno de la legitimidad de su posición ni de su deber.

El episodio probablemente más conocido del reinado de Carlos III, el motín de Esquilache, ejemplifica perfectamente todo este conjunto de ideas. Con independencia de las diversas interpretaciones historiográficas sobre el carácter político antirreformista o la reducción a uno de tantos motines de subsistencia[10], lo cierto es que estos hechos se relacionan con una medida de reforma teorizada por los fisiócratas: la liberalización del comercio del grano. El rey responde con el Auto Acordado de 5 de mayo de 1766 con una proclamación formal de la dignidad del rey y con una reforma institucional.

El motín popular contra el ministro Esquilache (1766)

De la lectura del Auto Acordado de 5 de mayo de 1766 llama la atención que más de la mitad del documento se dedica a los desórdenes públicos y a la vinculación de estos con el ramo de abastos. En esta parte, incluso se reprende a las autoridades, que han abusado de su jurisdicción invadiendo la prerrogativa real de la gracia, al otorgar perdones a algunos de los alborotadores. Esto es una manifestación del regalismo.

El resto del Auto Acordado de 5 de mayo de 1766 sienta las bases de una reforma municipal general, que tenía por objetivo revitalizar la vida institucional de los concejos -ayuntamientos-, entes gubernativos con los que tenía contacto directo la población, y mejorar la gestión del ramo de abastos y de las haciendas locales. Nótese que, en esas mismas fechas, en Francia y en Portugal se estaban llevando a cabo reformas semejantes.

A partir de este breve resumen del Auto Acordado de 5 de mayo de 1766 se puede identificar la influencia de las nuevas tendencias intelectuales, nacionales y europeas, pero también de la concepción carolina de la función del rey: el regalismo borbónico, que defiende celosamente la preeminencia de la posición del rey[11].


[1] Martínez Pérez, Fernando, Gubernativas e insuplicables, Madrid, Dykinson, 2022, pp.14-15.

[2] Ibidem., p.106.

[3] Digesto 1, 1, 10, 1.

[4] Artola, Miguel, La Monarquía de España, Madrid, Alianza Editorial, 1999, p. 53.

[5] Véase a este respecto: González Alonso, Benjamín, “Reflexiones históricas sobre el Estado y la autonomía regional en España”, Revista de Estudios Regionales, extraordinario vol. II (1983).

[6] Garriga Acosta, Carlos, “Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”,  Istor: revista de historia internacional, 16 (2004), p.16

[7] Grossi, Paolo, La primera lección de Derecho, Madrid-Barcelona, Marcial Pons, 2006, pp. 18-19.

[8] Voltes Bou, Pedro, Carlos III y su tiempo, 3ª edición, Barcelona, Juventus, 1988, p 62.

[9] Domínguez Ortiz, Antonio, Carlos III y la España de la Ilustración, Madrid, Alianza Editorial, 1989, p. 34.

[10] Puede verse una exposición al respecto en Cepeda Gómez, José “Carlos III (1759-1788)”, en Floristán Imízcoz, Alfredo (coord.), Historia de España en la Edad Moderna, Barcelona, Ariel, 2004, 4ª impresión marzo 2017, pp.618-619

[11] A este respecto puede consultarse Álvarez De Morales, Antonio, El pensamiento político y jurídico de Campomanes, Madrid, Instituto Nacional de Administración Pública (INAP), 1989.