por Antonio Cañellas, historiador
Durante el año 2019 se sucedieron varios actos para conmemorar el bicentenario del nacimiento del historiador José María Quadrado (1819-1896). Dentro del ideologizado panorama del siglo XIX, la relevancia intelectual de su figura estriba en la explícita omisión de una tesis preconcebida a la hora de estudiar la historia. Para Quadrado la fuente documental representa la herramienta imprescindible que, en el marco de las circunstancias del momento histórico, permite explicar –y aun entender− las razones que concurren en los acontecimientos pasados[1].
Lejos de una actitud reducida al método crítico del historicismo clásico, basado en el examen riguroso de los documentos fiables de la época que se analiza para una exposición objetiva de los hechos, Quadrado sigue a Leopold von Ranke –investigador y teórico puntero de dicha corriente− en una apreciación de la historia que va más allá de aquel procedimiento científico. De este modo, la metodología se inserta dentro de un fenómeno mucho más complejo, ligado a las distintas facetas y dimensiones de la vida humana, incluida la espiritual. De ahí que los sucesos históricos sólo puedan comprenderse insertos en un conjunto de significados debidamente interpretados por el historiador. La insistencia de Ranke en que todo sistema social y político sólo resulta inteligible dentro de su contexto temporal[2], se entremezcla con la seguridad de que el principio de jerarquía articula el estado natural en todas las sociedades[3]. Una idea directamente emanada del reconocimiento del orden dispuesto por Dios en su obra creadora. De esta premisa fundamental seguiría una actitud innata a favor de la estabilidad y armonía de ese ordenamiento. En este sentido, el historicismo valora el transcurso del tiempo y, por tanto, los períodos de la historia como una consumación de esas etapas frente a la óptica que lo concibe a modo de itinerario de la razón humana hacia su plena autoafirmación. De aquí deriva una idea de progreso que cifra su confianza en el desarrollo ilimitado de las ciencias experimentales como solución última y permanente de los problemas de la humanidad. Se ofrece así una visión negativa del pasado, especialmente en lo que al legado de la metafísica y de la teología se refiere, debido a la rémora que habría supuesto para dicho avance.
Es claro que de estas dos percepciones se alimentaran los correspondientes espíritus conservadores e innovadores del espectro político decimonónico. Todo ello sin desestimar la importancia del factor psicológico en aquel proceso de transformación. Y es que, tal como alegaron algunos autores, la naturaleza inquieta de unos y la reposada de otros les inclinaría, en cada caso, a nutrir las filas de la revolución o del conservadurismo cuando las circunstancias lo exigieran[4].
Lo cierto es que las mutaciones del último tercio del siglo XVIII con la independencia de las Trece Colonias, la revolución industrial inglesa y las consecuencias del estallido revolucionario en Francia obligaron a sus contemporáneos a posicionarse al respecto. Más aún después de que las ideas revolucionarias se expandieran por Europa. De poco valió a las antiguas monarquías destronadas por Napoleón la simple restauración del régimen de Cristiandad acordada en el Congreso de Viena de 1815. El pensamiento liberal ya había calado en amplios sectores de las clases dirigentes. Desde entonces se inició una tensión constante entre los remisos al cambio de época y los que deseaban acometerlo abruptamente. Pronto pudo comprobarse esa dicotomía que, de un lado y otro, aspiraba a una mejora de las sociedades en modo y grado desigual. Las oleadas revolucionarias de 1820 manifestaron ese frenesí transformador que intentaba contener el viejo orden. Doscientos años más tarde sigue prolongándose esta divergencia con sus respectivas variantes. El instinto de conservación compite con el afán de novedad y de progresión ilimitada.
La eclosión liberal de 1820 afectó principalmente a la cuenca mediterránea, poniendo en entredicho el modelo y el equilibrio europeo diseñado en Viena. En España, el levantamiento del comandante Riego cuando se disponían a embarcar las tropas rumbo a las Américas para sofocar las revueltas emancipadoras obligó al rey Fernando VII a jurar la Constitución liberal que él mismo invalidara en 1814. Los hechos repercutieron en Portugal, Nápoles y Piamonte con insurrecciones similares en las que los rebeldes exigieron el establecimiento de regímenes constitucionales a sus monarcas.
Sin embargo, la entrada en vigor de la Constitución española elaborada por las Cortes de Cádiz durante la ocupación napoleónica no supuso una garantía de entendimiento político entre los propios liberales, como pudiera pensarse. Los grupos ideológicos surgidos durante las sesiones constituyentes entre 1810 y 1812 se dieron nueva cita a la hora de encarar la gobernación del reino. Las dos almas del liberalismo político (los moderados y los exaltados) bregaron entre sí porque empezaba a declinar el consenso constitucional aparentemente alcanzado tan sólo ocho años atrás.
Ciertamente, el idealismo inicial, en plena guerra con los franceses, cedía al realismo que imponía el acceso primerizo de los liberales en el ejecutivo de 1820. A pesar de haber trabajado en las comisiones que redactaron los artículos de la Constitución, fue su distinta apreciación y la que suscitara la monarquía lo que dividió al liberalismo. Si los moderados se mostraban más abiertos a revisar el texto para darle un enfoque más técnico y práctico, confirmando el carácter esencial de la monarquía, los exaltados incidieron en la soberanía de la nación como principio indeclinable del que habría de depender la continuidad de la monarquía, concebida como una institución accidental. Es lógico, entonces, que Fernando VII –forzado a actuar como rey constitucional− confiara el gabinete a la corriente moderada de la «familia liberal». La secuencia de estos ministerios no impidió la adopción de medidas rupturistas en el plano económico y religioso.
Aunque en las Cortes inauguradas en julio los moderados aseguraran su mayoría, no fue impedimento para que se desplegara toda una batería legislativa que revisaría los títulos de propiedad y aceleraría la subordinación de la Iglesia al Estado. Dos cuestiones clave planteadas desde las anteriores centurias y que seguían a la espera de reformas. En el siglo XVII la conciencia de declive generó una profusión de propuestas regeneradoras por parte de los arbitristas en sus memoriales dirigidos al rey. La limitación de los mayorazgos fue uno de los temas considerados, luego recogidos en algunos informes de los ilustrados, que propusieron la enajenación de tierras baldías para que pudieran ser adquiridas por los particulares fomentando así la productividad[5]. No extraña que, bajo el presupuesto del interés individual y del estímulo de la riqueza, el liberalismo abundara otro tanto en esta línea, probando su evolución de las ideas ilustradas con las que integraría una comunidad de pensamiento[6]. Esto explica el decreto emitido por el ejecutivo liberal-moderado en octubre de 1820 suprimiendo centenares de establecimientos monásticos, cuyos bienes pasaron a incorporarse a la Hacienda Pública. La disolución del Tribunal del Santo Oficio y de la Compañía de Jesús (la segunda desde que Carlos III expulsara a sus miembros en 1767) confirmaron la voluntad de primacía de la autoridad civil; además de prescindir de dos instituciones acusadas de apuntalar el Antiguo Régimen de manera sistemática. Las medidas también intentaban salvar la unidad de los liberales, dando satisfacción a las demandas de los exaltados frente a la creciente oposición de los contrarrevolucionarios.
Por su parte, Fernando VII pudo vetar el intento de las Cortes de alterar el carácter territorial de los señoríos, pero no actuó abiertamente en contra de la supresión de los mayorazgos cortos (no vinculados a la nobleza) ni de la desamortización eclesiástica, por cuanto se beneficiaba el Tesoro del reino. El empeño de los liberales moderados por neutralizar el proyecto político de sus homónimos exaltados precipitó su ascenso al gobierno cuando comprobaron la tibia posición de los primeros frente al ensayo infructuoso de la Guardia Real por restaurar la plena soberanía del rey en junio de 1822. Únicamente la asistencia internacional del cuerpo expedicionario de Los Cien Mil Hijos de San Luis logró materializar aquel propósito un año más tarde.
Esta experiencia de gobierno con los liberales y la atenta observación de lo acontecido en el exterior decantaron a Fernando VII por una fórmula intermedia, equidistante del liberalismo y de las posiciones más absolutistas, salvo aquella relativa a su poder de rey neto (sin Cortes). La mayor estabilidad por la que había transcurrido la vida política francesa con el régimen de Carta Otorgada instituido por Luis XVIII, procurando el equilibrio de la autoridad real con la representatividad de la burguesía y de la nobleza[7], motivó la reflexión del gobierno de España. Sobre todo al comprobar los inconvenientes de retraer ese sistema por parte de Carlos X a partir de 1826. La erosión y posterior recambio de la dinastía Borbón en el trono francés con la revolución de 1830 ratificó la senda reformista de Fernando VII al confiar el gabinete a políticos moderados procedentes del campo tradicionalista y liberal. Por múltiples circunstancias, el rey se apercibió –en palabras de un historicista− de la consumación de aquel tiempo histórico, vista la realidad imparable del tránsito alborada en el ocaso del siglo XVIII. Esta actitud eminentemente pragmática, interesada por la continuidad de la Corona en su hija Isabel, acosada políticamente por los realistas exacerbados y despreciada inicialmente por el liberalismo extremo, fue la esgrimida en el plano ideológico −esto es, más allá de la coyuntura− por la vía renovadora que representara Gaspar Melchor de Jovellanos alrededor de 1808. Es decir, la capacidad de conjugar la tradición histórica de España, asociada a la catolicidad como norma informante de su cultura y del orden institucional, con la moda de cada época. Se trataba, en definitiva, de la difícil labor de ensamblar una moral radicada en las verdades permanentes, forjadoras del derecho y las costumbres del reino, con las novedades contingentes de la historia. La opción por los maximalismos debía desterrarse sin caer por ello en posicionamientos relativistas que, en última instancia, resultarían igualmente desgarradores para el desarrollo de los individuos y de las sociedades en su conjunto. Esta perspectiva, que remitía a la fuerza del espíritu –la religión− como medio vivificador por el cual se habría de desenvolver equilibradamente la libertad humana, sorteando el desborde de las pasiones o de los intereses privativos, planteaba así la sutura con los ingenios vertidos en las diferentes etapas de la historia.
En resumen, la conciliación entre la fe y la razón –resultado de una concepción antropológica fundada en la realidad objetiva de la naturaleza del ser humano− conformó el basamento sobre el que se sostuvo la visión de la historia de este grupo y, por consiguiente, de la política, entendida como todo aquello que atañe al bien común. No sorprende, entonces, que de la pluma de José María Quadrado brotara el elogio al sistema constitucional británico (al igual que en Jovellanos) por cuanto hilvanaba la experiencia pretérita –la vitalidad constante de la tradición− con las aportaciones del presente, operando una armónica renovación totalmente dispar al quebranto derivado de la revolución francesa de 1789. De la misma forma que no podía caerse en el error estacionario de anquilosarse en el tiempo, tampoco debía incurrirse en el equívoco innovador de la perfectibilidad indefinida (el progreso material como panacea de todos los males) a modo de culmen igualmente inmóvil; precisamente porque la naturaleza humana supone crecimiento dentro de su caducidad[8]. De ahí el necesario ejercicio de renovación personal y, por ende, social, ordenado al bien integral (material y espiritual), que habría de contar con la herencia pasada para alcanzar dicho fin. Quadrado lo sintetizó en estos párrafos conclusivos:
Hoy más que nunca hace sentirse la necesidad de renovación que en el universo se obra incesantemente […]. Las generaciones se afanan en buscar solución a problemas, que las siguientes se admiran de ver tan naturalmente desenlazados: una ansiedad sucede a otra en el decurso de los siglos, y jamás se escarmienta de no concebir nada posible sino lo presente y de tomar el horizonte por límite del mundo […]. Las formas sociales son humanas y, por tanto, variables y perecederas; la esencia es de Dios y, de consiguiente, inmortal mientras viva el linaje humano, al cual para todo ha sido dada libertad menos para el suicidio[9].
[1] «No basta referir los hechos, si no se estudian y meditan en su enlace y contextura con relación a los destinos eternos y temporales de la humanidad». J.M Quadrado, Prólogo del Discurso sobre la Historia Universal (continuación del de Bossuet), vol. 1, 1880.
[2] L. von Ranke, Über die Verwandtschaft und den Unterschied der Historie und der Politik, 1836, p. 50.
[3] Véase L. von Ranke, «Historia de Alemania en la época de la Reforma» (ed. 1881) en Pueblos y Estados en la Historia Moderna, FCE, 1979, pp. 133 y sig.
[4] Lorenzo Villalonga, «El panorama político. Un artículo de Marañón» El Día (03/03/1936).
[5] Sobre el particular es interesante el Informe sobre la ley Agraria confeccionado por Gaspar Melchor de Jovellanos. Véase un breve análisis en Manuel Moreno, Jovellanos. La moderación en política, Gota a Gota, 2017, pp. 86-87.
[6] Miguel Artola, Los afrancesados, Alianza, Madrid, 2008, p. 29.
[7] José Luis Comellas, «De las revoluciones al liberalismo» en Historia Universal, Tomo X, Eunsa, Pamplona, 1989, pp. 405-406.
[8] J. M Quadrado, «La Fe bajo sus diversos órdenes considerada» (1844), en Antología, Publicacions des Born, Ciutadella,1998, p. 46.
[9] J. M Quadrado, Conclusión del Discurso sobre la Historia Universal (continuación del de Bossuet), vol. 2, 1881.