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Epopeyas españolas en Norteamérica

 por José Manuel Díaz, historiador del pensamiento

   El Instituto Universitario de Investigación en Estudios Norteamericanos de la Universidad de Alcalá —más conocido ya como Instituto Franklin, con sede en el antiguo Colegio de los Trinitarios Descalzos de la ciudad- lleva décadas dedicado a estrechar vínculos entre España y los Estados Unidos de Norteamérica a través de múltiples actividades e iniciativas académicas (becas, conferencias, congresos, intercambios…) que tratan de favorecer un mejor conocimiento recíproco entre ambos países. Una de las citas que organiza en estos últimos años de obligada atención en su ámbito es el Seminario mediante el que el profesor Castilla Urbano, su impulsor desde el inicio, reúne a profesores de historia, filosofía y literatura para profundizar desde distintas perspectivas en el conocimiento de las huellas españolas en el norte del continente americano.

     En el volumen Crónicas y testimonios hispanos en los actuales Estados Unidos (siglos XVI y XVII), Madrid, Libros de la Catarata-Universidad de Alcalá/Instituto Franklin, se recogen las ponencias de su propuesta del año 2022, dedicado básicamente a la literatura que generó aquella historia, a aquella historia considerada como hecho literario por susCrónicas y testimonios hispanos en los actuales Estados Unidos (siglos XVI y XVII) contemporáneos, que lo fue esencialmente como epopeya. Un término éste, por cierto, tan raro ya en nuestra habla como en el propio libro. Y eso, a pesar de que tres de los catorce textos que se analizan se puedan considerar como poemas explícitamente épicos, de que dedique su ensayo más extenso, el de Carmen Benito-Vessels, a ese tema de manera oblicua (pues utiliza el género literario de La Florida de Escobedo para abordar su problematización epocal: “entre la Edad Media y la temprana Modernidad”) y de que en las otras ponencias no deje de subrayarse la dependencia de los relatos de aquellas andanzas (de la de Cabeza de Vaca a la de los mártires de Florida, de la de fray Marcos de Niza a la de Menéndez de Avilés, de la de Hernando de Soto a la del padre Benavides) de la épica medieval, de los cantares de gesta, de la literatura peninsular de frontera, a fin de cuentas, que estaban recibiendo nueva savia de los experimentos literarios renacentistas, tanto españoles (la novela de caballerías desde el Tirante y el Amadís al Quijote) como italianos (baste recordar el éxito de la traducción de Urrea del Orlando de Ariosto).

     Ciertamente, cada uno de los textos en cuestión puede ser abordado —y así se los encontrará el lector aquí en su mayor parte- como anuncia el título del volumen, como crónicas y testimonios. Esto quiere decir: interesándose por la sucesión de los hechos en el tiempo, por un lado (algo subrayado con vigor en el ensayo del profesor Juan Francisco Maura sobre las “inconsistencias cronológicas” en los Naufragios de Cabeza de Vaca o en el estudio que realiza la profesora Jimena Rodríguez de la navegación de Hernando de Alarcón), y por su veracidad, por otro (que sale especialmente a relucir en los estudios sobre el mito y la desmitificación del tesoro del Norte que encarna —todavía en la cultura hollywoodiense de nuestros días- Cíbola, a lo que dedican sus ensayos Álvaro Baraibar y Carmen de Mora, el uno a la versión de fray Marcos de Niza y la otra a la de Pedro de Castañeda). Pero estos aspectos, de atención esencial cuando uno se ocupa de las grandes historias que trataron aquellos acontecimientos (como las de Fernández de Oviedo, López de Gómara, Obregón o Herrera que el lector también encontrará citados como referencias de contraste o de desarrollo en muchas de las bibliografías del libro), en los textos objeto de estudio en el libro tienen más bien el valor de materia prima. Su fin no era exclusivamente el de registrar datos e informar de los mismos, como advierten frecuentemente la mayoría de los ponentes, sino que detrás de esa literatura destinada a publicarse en sus días (aunque no siempre lo consiguiera, como la “Relación de la jornada de Hernando de Soto” de Hernández de Biedma estudiada por el profesor Charles Moore, que tardaría más tres siglos en ver la luz —inicialmente traducida al inglés-, o El Memorial de 1634 de fray Alonso de Benavidesel memorial del padre Benavides de 1634, que publicó recientemente la profesora Belén Navajas, autora también del ensayo que lo compara aquí con el Memorial publicado, el de 1630), hay una voluntad constructiva. Y no de una carrera intelectual propia —al menos, no sólo-, ni siquiera de un proyecto historiográfico común, como parte de una escuela o movimiento —aunque no dejen de apreciarse sintonías, como es lógico, entre los miembros de una misma orden, por ejemplo-, sino, con diversos matices en función de su personal perspectiva (el fraile y el soldado, el poeta y el explorador, el peninsular y el criollo), nacional, con el deseo de que sus respectivos textos sirvieran para atraer recursos y personas a aquellas tierras, a lo que prometían sobre el papel, y para integrar todo aquello (incluyendo a las comunidades de llegada, como queda patente en los trabajos de José Antonio Mazzoti sobre La Florida del Inca, de Eric Vaccarella sobre el papel de los intérpretes indios que refleja la Relaçam del Fidalgo de Elvas, y el de Manuel Martín Rodríguez sobre el criollo novohispano Villagrá) en aquel cuerpo de vida en común llamado España.

    Pero esa atracción funge de manera distinta en función de que el exceso sobre la realidad subyacente a los textos sea de carácter poético, una interpretación espiritual (es la naturaleza y la geografía aproximadas, respectivamente, de Bartolomé de Flores que estudia Raúl Marrero-Fente[1] y del Inca en el citado trabajo de Mazzoti o de la búsqueda de Cíbola, pero también la sobrenaturalización de los indios, que en la descripción de un mismo acontecimiento, el asentamiento en La Florida finalmente conseguido gracias a la brutal determinación de Menéndez de Avilés, pueden resultar por sus hechos tanto ángeles como demonios, recordado lo primero por David Arbesú al tratar el Memorial de Solís de Merás y subrayado lo segundo por Benito-Vessels en su citado estudio de La Florida de Escobedo), o de carácter material, en cuyo caso tendemos a decir que oculta o falsea de un modo más o menos deliberado los hechos (en lo que caben tanto las exageraciones o tergiversaciones de fray Bartolomé de las Casas como las imaginaciones de fray Marcos de Niza). Lo primero nos anima a la contemplación, a ver, en el ser mismo de las cosas, un envés liberador, con la fe, de la poética de la acción (a la que Cervantes erigió el modelo para todo futuro monumento); lo segundo nos condena a la espiral sin fin de desengaño y frustración que genera la concupiscencia de la materia y su lógica consuntiva de hombres y pertrechos, como no creo que haga falta explicar a quien contemple sin apasionamiento el actual panorama de la industria del entretenimiento oficial, legal y tolerado.

     Y lo que estos textos (y algunos otros de importancia capital que se podrían haber traído también a colación, como las Memorias de Castaño de Sosa o el Memorial del capitán Cardona y los viajes de Francisco de Ortega) permiten acusar en la epopeya española del Norte es la sutil inversión del equilibrio hacia el segundo ámbito, el tristemente consuntivo que, ante la realidad patente (miseria y fracaso, como destaca circunstanciadamente el ensayo introductorio del profesor Castilla Urbano), generó de inmediato una respuesta de rechazo entre los propios interesados, conscientemente embaucados (incluyendo la Monarquía), lo que habría determinado el abandono de las posiciones alcanzadas si no lo hubiera impedido un designio mayor institucionalizado con el propio nacimiento de la Monarquía: defender aquel territorio de la infición herética, ya presente y previsiblemente futura, que traía instalado de serie un materialismo que a la ortodoxia tanto le costaba someter en su propio seno. Pero la frustración y el desengaño ya habían hecho presa en los textos (salvo en aquellos también comprometidos por regla con una vida en clave trascendente y con aquella determinación política, algunas de cuyas muestras, todas de origen franciscano, también se estudian aquí: el poema de Escobedo y los memoriales de Benavides ya mencionados y la Relación de los mártires de Florida de Oré que estudia Raquel Chang-Rodríguez, su editora moderna), que transmiten ya el regusto de la derrota que cristalizará en la progresiva aceptación de la leyenda negra por parte de las élites hispanas a uno y otro lado del atlántico, que habían vinculado su suerte a una victoria política, material, frente a la espiritual que todavía se sostuvo en Tejas (Antonio Margil) o California (Junípero Serra), y que, obtenida finalmente en la Florida (donde las epidemias, períodos de violenta resistencia indígena y, finalmente, la presión del esclavismo anglosajón aliado con alguno de aquellos pueblos originarios habían impedido la fructificación de la semilla que había germinado en otras partes), sólo servirá para engendrar a su definitiva némesis, los Estados Unidos de Norteamérica, entonando dicha victoria fatal con otro canto épico (La rendición de Panzacola, 1785) cegado al porvenir que esperaba a aquella tierra en unos años.

[1] El cual, de hecho, dejándose llevar por el ambiente paradisíaco y prodigioso del poema en cuestión (y veo que no es la primera vez que lo sostiene en público: Marrero-Fente 2021), lo supone incluso disparatado al creer (p. 165) que el poeta envía a los caníbales habaneros a buscar carne fresca a las Azores en la estrofa que según él dice “Otros bárbaros mayores/de condición inhumana/hay en la tierra de Habana/que pasan a los Azores/para comer carne humana”, cuando en realidad, como el lector con cierta familiaridad con nuestro idioma clásico y la naturaleza que describió se habrá dado cuenta ya, el poeta no dice ahí más que los caníbales habaneros son muy voraces porque “pasan”, es decir, ‘superan’ (como en el famoso verso de mi querido fray Luis, “…que lo antiguo/iguala y pasa el nuevo/estilo…”) en esa voracidad, a la legendaria de los azores (en minúscula y en masculino, el ave, como aparece en el original de 1571, “açores”, grafía que ha quedado en el topónimo portugués, su hijo según la leyenda). Y es que se decía —por ejemplo Aldrovandi, haciéndose eco de otros autores- que cazaban primero con garra derecha, quedando la izquierda expedita para una segunda presa. De su popularidad en nuestra cetrería de la época dan cuenta sus letras contemporáneas, donde se le dedicaron un par de tratados más realistas que el teratólogo italiano.