por Octavio Cortés Vidal de Villalonga
“El viticultor, vestido de blanco, por detrás del sacerdote que celebra el oficio, sustenta un largo madero vertical, en el que se exalta al Crucificado. Debido a la altura del madero, la figura del Redentor se levanta por encima de las cabezas de todos los que han asistido al entierro.
Son muy pocos los que conocían al fallecido: nada más que la familia y algún noble amigo. En el centro de la multitud está la única persona a quien la muerte le ha herido el corazón: es la viuda. Llora desconsolada, tapándose la faz. El resto de mujeres, amontonadas a su izquierda, mantienen la compostura. De la misma manera los hombres: sepultureros, monaguillos, amigos,… El negro de luto que adorna sus vestiduras no es real, sino apariencia. Ninguno, ni hombre ni mujer, atiende al rito solemne. Tampoco el propio sacerdote.
Los segundos corren y las gentes desean que termine ya aquel infierno, que dejen caer la caja con el cadáver dentro y termine el entierro. ¡Que termine el entierro! Pero el tiempo pasa lentamente. El silencio lo ralentiza. Los rostros agravan su tedio. Están nerviosos, intranquilos, con prisa; pero la realidad acontece en sentido contrario, despacio. Las palabras en latín de las antífonas y oraciones litúrgicas del celebrante resuenan en el ambiente desolado. Nadie les presta atención, ni nadie reza por el difunto. Los hombres y mujeres del fondo tienen la mirada perdida.
¡Mirad al Crucificado! ¿Acaso no tenéis fe? ¿O es que está demasiado alto? Arriba, lo divino, Cristo muerto en la Cruz; abajo, lo mundano, un desconocido muerto que será en-terrado. Las nubes se esparcen por el cielo, cargadas de un gris sucio y mortecino, que ha arrebatado todo el color ―la vida― a la escena. La tarde está triste, sombría. Parece como si el día se hubiese adecuado voluntariamente al acto lúgubre del sepelio. Lo más alegre de la ceremonia es un perro, delgado, de patas luengas y de un tono blanquecino que contrasta con la atmósfera. El animal mira alrededor, sin saber dónde está. ¿Dónde está? Nadie puede responderle. Los rostros pálidos y apagados de los humanos que le rodean indican que nada importante estará sucediendo. Seguramente sea verdad. Este entierro es del todo insignificante. La muerte miserable de un hombre anónimo, mordido por la enfermedad, en un pueblo desamparado…
Se acercan los sepultureros, conduciendo el ataúd a su destino final. Por un momento, las caras parecían haberse vuelto hacia el objeto. El sentimiento duró un instante. De nuevo, los clamores del presbítero se traducen en un grito celestial: “¡Mirad al Crucificado!”. Nadie mira. No hay suficiente valentía en el interior de las personas como para atreverse a detener la mirada ante un dios muerto, pero ni siquiera ante el familiar que se acerca en un caja de madera. Lo que todos están anhelando desde que comenzó el oficio es que el agujero del sepulcro se llene. Así pues, la tumba se ha convertido en el núcleo de los pensamientos de los que presencian la ceremonia. Algunas mujeres empiezan a marchar. El desprecio de cada una de las miradas es enorme. ¡Que termine el entierro! Sólo la viuda llora por el difunto. Cristo Salvador también llora, pero está demasiado alto. ¿Quién consuela a esa pobre mujer? ¿Quién la compadece? Hace falta alguien que le ofrezca su condolencia, que se arrodille ante esa señora crucificada, de carne y hueso; alguien que muestre al resto de sujetos que el fallecido no era un desconocido, no para ella. Si hubiese alguien capaz de sensibilizarse ante esta escena, si hubiese un solo hombre que pudiese hacer suyo el gemido y lloro de la viuda…, entonces podría enseñar al mundo la realidad tal cual es.
Se aproxima el término de la ceremonia. Comienzan a descender el ataúd, ayudados de un par de cuerdas. El agujero por fin queda ocupado. El hombre que había permanecido frente al sacerdote consuma la tarea rellenando el sepulcro con la misma tierra que había sacado. Los asistentes, más muertos que vivos, se marchan. El clero abandona el campo. La familia, poco a poco, se va dispersando. La viuda se acerca al lugar donde ha sido enterrado su marido e, inclinándose, coge con sus delicadas manos una pequeña cantidad de tierra. La observa entristecida. Elevando la vista a la oscuridad de la tarde, lanza por los aires el polvo de sus manos. Se incorpora y se retira. Yo le sigo con la mirada, pero no me puedo mover. Ella ya ha abandonado la escena. Me quedo solo con el sepulcro, con el cadáver. Me quedo solo conmigo mismo”.
La inhumación de ***, un viejo amigo de la familia, que había residido y trabajado en Ornans toda su vida, impactó en el alma del artista y bohemio Gustave. Él había presenciado la escena y sentía que en aquella ceremonia algo le había agitado por dentro. Tenía que pintarlo, expresarlo. Sólo unas horas más tarde creyó comprender de qué se trataba.
Charlando con su padre esa misma noche, le dijo Gustave en tono reflexivo:
―Esta es la llamada que París me hacía, por eso me mudé a la ciudad… Tengo el deber, padre, de ensalzar a estas pobres gentes, porque yo tengo parte de mi corazón puesto aquí, en mi estimado Ornans. Me he obsesionado, padre. Quiero que mi arte sea revolucionario. Salvar el mundo, quiero salvarlos, por el arte.